Giro d’Italia (tercera etapa: poliziottesco), por José Miccio

Un cine argentino.

En 1972, con La polizia ringrazia, Stefano Vanzina (Steno, firmando con su nombre real) inaugura el poliziottesco, un género que habla directamente de la realidad política argentina. Seguro que a la ministra Bullrich, al presidente Macri y al ministerio de propaganda informal que la costumbre nos hace llamar todavía periodismo no les gusta la película: es obra de un tipo de derecha que no quiere que el aparato represivo mate por la espalda. En efecto, la de Steno no es la típica historia facha que el poliziottesco cultivará a veces. Es una película institucionalista, incluso cuando se hace cargo de las fallas que existen en las instituciones que defiende y de su indirecta responsabilidad en el estado de cosas que los fachos de verdad aprovechan. Steno se presenta como un defensor del orden, pero no del orden a cualquier precio sino de un orden que puede ser a la vez democrático y eficaz. Su comisario (Bertone) conoce perfectamente la distinción entre delincuentes y el grupo formado por huelguistas, estudiantes y anarquistas, en general mal mezclados por la derecha dura. En Identificación de un ciudadano libre de toda sospecha (una película que se presenta como crítica y de izquierda, dos años anterior a la de Vanzina) el delirante comisario de Volonté dice: “Detrás de un criminal se puede esconder un subversivo; detrás de un subversivo, se puede esconder un criminal”.

Bertone sostiene el punto de vista de la película. Los periodistas (la que interpreta Mariangela Melatto fundamentalmente) representan el progresismo de escritorio y son los que deben ser educados, de ahí la escena de pedagogía criminal con el policía como guía y maestro, subiendo a un colectivo putas, fiolos y travestis para explicar el funcionamiento de la malavitta romana. La organización parapolicial que mata delincuentes, y no solo delincuentes sino también presuntos extremistas, representa la extrema derecha decidida a terminar con las garantías, dar un golpe de estado y volver a la dictadura. Es esta organización de ex policías la que mata a Bertone, y es el fiscal interpretado por Mario Adorf el que hereda la causa del comisario; cuando es presionado, en el mismo lugar donde aparece el cadáver, junto al Tíber, dice que investigará y le anuncia a quien nosotros sabemos es el facho en las sombras (y sabemos también: apoyado por banqueros, burócratas y demás tipos de poder) que lo citará pronto.

De manera que el asunto sería este: cómo hacer para tener seguridad sin tener al mismo tiempo abuso, represión y dictadura. El discurso de las manos atadas y la crítica a la justicia que libera delincuentes –bien presentes en la historia- no funcionan por lo tanto como parte de un antiinstitucionalismo reaccionario. Para confirmarlo, un ministro afirma, en sintonía con Bertone, que no aceptará la reducción de garantías que otro policía sugiere con el argumento de que los interrogatorios serán entonces más veloces y eficaces. La mención a Pinelli -el anarquista arrojado por a ventana de una comisaría, sobre el que Petri filmó el corto Tre ipotesi sulla morte di Giuseppe Pinelli– y al proceso contra los policías sospechados, todavía en marcha, termina por dejar en claro el posicionamiento de Steno en contra de cualquier abuso. La organización secreta por la restauración fascista es la amenaza, no los partidos de izquierda o los sindicatos.

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Enrico Maria Salerno en La polizia è al servizio del cittadino? (Romolo Guerrieri, 1973)

El polizziotesco comenzó entonces con una película de centro derecha. Si tenemos en cuenta que Patricia Bullrich acusaría a Steno de blandito porque Steno se negaría a aceptar que Chocobar merece algo más que la cárcel, entonces podemos establecer hacia qué lugar tensa la cuerda este gobierno.

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Atrás y a la izquierda, unos pasos.

Hay otra película, un año anterior a la de Vanzina, que está también en la base del polizziotesco: Confessione di un commissario di polizia al procuratore della Repubblica, de Damiano Damiani. Es una película de compromiso civil pero estallada. Los lazos que la unen al Pietro Germi de In nome della legge (1949) no ocultan una diferencia fundamental: en la Sicilia de Germi la ley no existía. En la de Damiani existe, y es incapaz de ir contra los poderosos. El comisario de Martin Balsam ya lo sabe y su solución es simple: hay que matar a todos los hijos de puta podridos en guita ensangrentada. El fiscal de Franco Nero es su contracara institucionalista. Para Balsam, la justicia está fuera del derecho. Para Nero, es consecuencia directa de la honesta aplicación de la ley. Este conflicto estructura la película. La primera mitad, expositiva, se mueve lento y recuerda que el mal cine está lleno de buenas intenciones. La segunda, más concentrada en la acción, vuelve sensible lo que antes no era más que idea y comentario. Obviamente, el drama pasa por el fiscal, que sin cambiar de herramientas debe conseguir lo que no consiguió el comisario. Al principio alguien dice que si el desarrollo urbano de Palermo sigue así, de las canillas saldrá sangre y alguno encontrará un ojo en la pared. Al final, la mezcla de materiales para la construcción incluye un cadáver y Nero queda solo ante sí mismo, con evidencia de que el tongo alcanza incluso a quienes él pensaba que le aseguraban al sistema el funcionamiento correcto.

El comisario justiciero de Balsam es una figura que, con notas nuevas, reaparecerá en la piel de Enrico Maria Salerno y de Maurizio Merli. Si más adelante el ala derecha del género va a hacer foco en la delincuencia común para preguntarse si no es necesario salirse de la ley para hacer justicia, tempranamente Damiani se pregunta lo mismo pero acerca de los millonarios. Es el motivo de buena parte de estas películas: qué chances tiene el sistema de corregirse desde adentro. Las respuestas son siempre pesimistas. Básicamente por dos razones. O bien porque el sistema ata las manos de las fuerzas del orden y no deja que actúen contra la delincuencia callejera, o bien porque el sistema es de los poderosos. En un caso, al salirse de la ley, el comisario mata (o eso intenta) al chorro o al secuestrador (Roma a mano armata). En el otro, mata al empresario mafioso (La polizia è  al servizio del cittadino?, Napoli violenta). Todo está podrido en la Italia de los años de plomo. Incluso puede estarlo el sheriff-comisario, tal como muestra Fernando di Leo en su brutal Il poliziotto è marcio.

Unos pasos a la derecha, adelante.

La secuencia de títulos de Il cittadino si ribella (Enzo G. Castellari, 1974) resume perfectamente de qué va: una serie de robos, asesinatos y secuestros que hacen aparecer el espacio público como territorio minado. La historia del ingeniero interpretado por Franco Nero nace de acá. Es víctima de un robo, lo cagan a golpes y como las instituciones no le dan respuesta decide actuar por cuenta propia. En su casa tiene un mensaje de rebelión: años atrás su padre llamó al levantamiento contra los nazis. Ahora le toca a él. Si las leyes son injustas, asiste a los hombres el derecho, y más que el derecho la obligación de rebelarse. Eso le enseñó su padre. ¿Antes partisano, ahora ciudadano? Todo lo que se desprende de la analogía entre ocupación nazi y delincuencia urbana  (hay una guerra, una soberanía violada, un derecho a tomar las armas) es obviamente insostenible.

Si en las historias de comisarios son comunes las escenas en las que la prensa liga algún reto, en estas, protagonizadas por gente de a pie, lo liga la policía. Cada vez que el ingeniero se queja su cruzada gana un poco de legitimidad. En efecto, Nero avanza en su pesquisa con la indignación del buen ciudadano ultrajado. Es un tipo probo, socialmente útil, que paga sus impuestos. Un burgués pequeño pequeño enojado enojado. En este sentido puede representar la bronca de cierta clase media igual que el Darín de Relatos salvajes, una película que le debe más a Italia (los episodios, los monstruos, la misantropía, el cualunquismo) que a Hollywood. Pero los tanos no mariconeaban. La violencia estaba en escena, las reacciones implicaban golpes, tiros y muertos. El episodio de Szifron con Darín, en cambio, es prolijo, no tiene ni un gramo de la potencia narrativa de Castellari y señala con el dedo bien alto que las explosiones no dejaron víctimas. A Bombita se lo puede querer sin mancharse. Al ingeniero de Castellari no.

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Franco Nero en La polizia incrimina, la legge assolve (Enzo G. Castellari, 1973)

En este sentido, la brutalidad de Il cittadino si ribella la vuelve honesta, y lo que es más importante, también ambigua, porque al permitirse jugar con los límites de lo aceptable se obliga a mirar cómo su héroe se desmorona y se recompone todo el tiempo. Una cosa es la indignación, otra cagar a un tipo a palazos, por más que el tipo sea un hijo de puta y el que le pega hasta tal vez matarlo lo haga en caliente, después de ser degradado y golpeado con furia. Lo mismo al final, con la muerte del ladrón-amigo, causada obviamente por los disparos de otros pero que podría haberse evitado si Nero hubiera escuchado alguna de las tantas advertencias que le hicieron. Primero el comisario le dice que no se meta, después la mujer le dice que salga, y después se lo dice el ladrón. Nero no hace caso. Una o dos veces es comprensible. Cuando se da cuenta de que si sigue adelante pone en riesgo vidas que no son la suya, ya no tanto.

“¿Qué te pensás? ¿Que estás en el far west?”, le dice su mujer antes de que arranque la investigación. Puede que sí. Puede que piense eso. De hecho, es cierto en parte. Como algunas películas de Don Siegel con Eastwood, Il cittadino si ribella (el poliziottesco entero, podría decirse) es western urbano. Los primeros planos sufrientes de Franco Nero, además, se parecen mucho a los que el mismo Castellari ofreció del actor en Keoma, delirante western crepuscular crístico que tiene tanto que ver con Peckimpah como con Leonard Cohen. Y por último, el sonido debe casi todo al spaghetti: los golpes (el género está lleno de trompadas) combinan una representación visual hiperrealista y un evidentísimo irrealismo sonoro. Como los tiros de Leone.

En fin.

Dicho al modo argentino, a Damiani el chorro asesinado por Chocobar le parece menos peligroso que la fortuna de la familia Macri. Castellari es un irresponsable, así que si viviera acá escribiría un argumento para llevarle a Ivo Cutzarida. Corta la bocha, podría llamarse.

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Más comunes, por supuesto, son las películas que hacen foco no en la acción civil sino en la acción policial. Ese es el corazón del género. Los títulos agotan en una línea el comentario ideológico: La policía no puede disparar, La policía incrimina, la ley absuelve, La policía tiene las manos atadas, La policía pide ayuda. En La donna della domenica (1975), filmada en pleno apogeo del poliziottesco pero sin ninguna relación con él, Comencini se burla de estos títulos haciendo que un policía los diga como enumerando quejas.

El otro lugar común de los títulos es el de las ciudades. Napoli violenta, Torino violenta, Roma violenta, Torino nera, Napoli spara! A pesar de tener un solo título (Genova a mano armata), Génova es seguramente el escenario más frecuentado por el género. Pero el premio mayor se lo lleva Milán. Había ya algunas películas sobre la delincuencia que transcurrían en la ciudad de Gullit y Van Basten, como Banditi a Milano. Pero además fue en Piazza Fontana (el 12 de diciembre del 69) donde estalló la bomba que dio inicio a los denominados Años de plomo. Es en ese contexto en el que todas estas películas circulan originalmente. En tiempos de Guerra Fría, estrategia de la tensión, violencia urbana, revueltas juveniles, organizaciones secretas fascistas y terrorismo. “Vivimos en una sociedad turbulenta, se necesita orden”, dice alguien en La polizia è al servizio del cittadino?

Ese es el leitmotiv del género. Todas las películas se preguntan de una u otra manera qué es aceptable hacer para que el orden que presuponen necesario exista. Los guiones parecen estar escritos con las noticias a mano. De ahí tantas referencias a los pelilargos, a Lotta Continua, a la falopa, a las bombas, a los asaltos a instituciones bancarias y todos esos diálogos que funcionan como marco de interpretación ideológico, y que bien podrían estar tomados de diarios o declaraciones en programas de radio o televisión. En Roma a mano armata: “Los delincuentes se esconden detrás de los artículos del código”. En Confessione di un commisario al procuratore della Repubblica: “No podemos continuar pelando contra las armas con el arco de Apolo”. En La polizia è al servizio del cittadino? “En Italia pasa de todo y siempre se dice que fue alguien venido de afuera”. Y así, siempre. En Napoli violenta el conflicto social es ya verosimilitud: una chica se quiere ir a curtir con el novio y llama a los padres para decirles que no pude llegar a casa porque las calle están bloqueadas “tal vez por una manifestación”.

No solo los diálogos tratan de pegarse a la agenda diaria. También imágenes como la del asesinato de James Whitmore en La polizia incrimina, la legge assolve, que replica el atentado cometido meses antes en Milán contra el comisario Luigi Calabresi, involucrado en la muerte del anarquista Pinelli. Como es lógico, estos diálogos y estas imágenes hoy circulan sueltos, pero en su momento estaban muy pegados a la opinión común y la vida diaria de un país convulsionado. El poliziottesco, de hecho, es un modelo de exploit porque agarra todo lo que en la sociedad es inquietud y lo convierte en agite y secuencias de acción. Pura irresponsabilidad: mucho del mejor cine nació de esta manera.

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Es tan cierto esto como que los contextos cambian, y si todavía podemos hablar de estas películas es por su carácter de cine y no de testimonio histórico. Un buen ejemplo es Milano violenta (Mario Caiano, 1976), que tiene una evidente fortaleza narrativa. Empieza con los delincuentes reuniéndose en la calle, en pleno día, y termina con el jefe de la banda abatido por la cana. No hay demora en el inicio ni en el final: palo y a la bolsa. En el medio, asalto sangriento, persecución, asesinatos, investigación policial, traiciones. Casi nada de ciudadanía, excepto por uno o dos detalles. Policías, ladrones y contactos de unos y otros. Nada más que eso. El último plano muestra guita ensangrentada.

La mejor de estas películas con nombre de ciudad es Roma a mano armata (Umberto Lenzi, 1975). Tiene un gran ritmo, una increíble banda sonora de Franco Micalizzi, un montaje afilado y una ciudad imponente. El comisario Tanzi (Maurizio Merli) se mueve entre un jefe apegado a los procedimientos y una novia que trabaja como asistente de un juez de menores, explica sociológicamente la delincuencia y es sensible a los pibes metidos en el delito menor. Cuando la película está llegando al final el jefe reconoce que el comisario tiene razón al pedir métodos más duros para combatir el crimen y la novia (que le había dicho: “Te estás convirtiendo en un kamikaze de la violencia de estado”) se va de la ciudad sabiendo que su posición no es la correcta. Todo confirma a Tanzi, que atraviesa la película repartiendo golpes. Un tipo roba en la ruta, otro mantiene a una piba drogada, dos motochorros se llevan una cartera, unos chicos ricos violan a una mujer: cada vez que interviene, Tanzi reparte trompadas, como si tuviera que estar cuerpo a cuerpo con los delincuentes. Es todo el tiempo así, porque por donde el comisario pasa hay un delito. Menor o mayor, no importa. Roma hierve. Salvo un par de planos, todo lo que hay en la película es Tanzi contra el crimen. No duerme, no come, no mira televisión. Lo único que la película quiere dejar en claro es que coge, así que nos regala un par de planos de Merli acomodándose la camisa después del sexo.

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Maurizio Merli en Napoli violenta (Umberto Lenzi, 1976)

Este rigor tiene su contracara en el extraordinario jorobado de Tomas Milian. Un sesentaiochista negro, una pulsión tanática arrolladora, el Mal fascinante. Hagan la prueba de meterse con este tipo los que disfrutaron del Guasón de Heath Ledger. Sucio, asqueroso, mal hablado, violento, con un gusto por los chistes con rimas tontas que hace pensar en los chicos, Vincenzo Moretto, il gobbo, es todo bronca antiburguesa desencauzada. En una escena secuestra una ambulancia que lleva a una moribunda y para resolver las quejas del marido lo baja a tiros, así siguen juntos. La primera vez que lo vemos es en un matadero, destripando una res, al mismo tiempo un signo de su ferocidad y de su clase. En su boca están los mejores diálogos del género, como esta deformación de la propuesta política del PC de Berlinguer trasladada al mundo del crimen: “Escuchá un poco, hagamos un compromiso histórico. Yo, el jorobado proletario, robo solo para vos. Y vos, el astuto capitalista, te servís solo de mi”. El momento más hermoso es ese en el que despide al comisario con un eructo después de que el comisario lo obliga a tragarse una bala. No es una broma y listo. Se trata de un eructo tan potente como los tres de James Caan en Lady in Cage y el que le dedica a Teherán el protagonista de Crimson Gold.

El jorobado es distinto de todos los otros delincuentes de la película, que aspiran a representar algo. Los pobres pibes que roban porque no les queda otra, el traficante de heroína, la banda de chicos ricos violadores (“Y ahora nos vamos a coger a tu mujer, proletario de mierda”). Él mismo lo dice una vez, en uno de sus tantos diálogos geniales: “Soy milagroso. ¿Te acordás de Santa Clara, la que escupía margaritas porque era protegida de Dios? Bueno, yo, que soy protegido de Satanás, cago balas”. El triunfo de Roma a mano armata es este personaje incontenible, que cae bajo los tiros del comisario pero le gana la partida en el cine, que es lo que importa. Basta compararlo con el psicópata de Harry el Sucio, despojado casi de lenguaje, bruto y sin encanto, para entender que se trata de otra cosa. Algunas crónicas cuentan que, en el estreno, los italianos, enamorados del jorobado, chiflaron a Maurizio Merli, y agregan, como encantador detalle patético, que Merli se fue llorando. Es verosímil (además de justo). Un par de años después la criatura de Tomas Milian estaría de nuevo en los cines con La banda del gobbo.

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Antes de volver con el jorobado, Milian filmó dos películas dedicadas a otro personaje, un delincuente menor, un pícaro malhablado con rulos a lo Maradona llamado el Monnezza: Il trucido e lo sbirro (Lenzi, 1976) y La banda del trucido (Massi, 1977), que conectan el poliziottesco con la comedia. En 1978, una pirueta de guión convierte al Monnezza en hermano gemelo del jorobado.

La banda del gobbo es un festival Tomas Milian. Doble actuación, primeros planos, chistes, parlamentos largos (que él mismo escribió). Todo le pertenece. El comisario es un adorno, hace alguna declaración progresista y no mucho más. Las cosas que importan están del lado de afuera de la ley. El jorobado y su hermano son un huracán plebeyo. En una escena, y sostenido fundamentalmente por el dialecto y la grosería, el Monnezza enloquece a un psicólogo que quiere ponerlo a prueba con un ejercicio de asociación de palabras. En otra, que es el centro de la película (y que Lenzi quería descartar), el jorobado se descarga en un night club contra los burgueses chic que se burlan de él y de su chica, una puta encantadora. Los llama messieurs y mesdames, porque el francés dice su tilinguería, les cuenta un chiste de criados, les roba las joyas y les da un discurso en el que cita una canción en romanesco de Antonello Venditti, “Sora Rosa”, contra la gente de mierda como esa que está ahí y contra una Italia definida como “paese marcio” (corrupto, podrido: la misma palabra que di Leo le asigna a su poliziotto). El jorobado recita el final de la canción: “C’è solo questo de vero pe’chi spera, / che forse un giorno chi magna troppo adesso / possa sputà le ossa che so’ sante” (“Solo esto es verdadero para el que espera, / que tal vez un día quien ahora come demasiado / escupa los huesos que son santos»). Y enseguida agrega y corrige: “Pero Marazzi Vincenzo, el jorobado de Roma, dice: ‘Io quelle ossa ve le voglio fa cagà’” (“Yo, esos huesos, quiero hacérselos cagar”).

La canción de Venditti, grabada en 1971 pero compuesta antes, en 1963 o 1965, habla de lo mismo que algunas películas y textos de Pasolini: de la conversión de Roma (y de Italia entera) en una tierra de consumo y modernidad fatua. Il gobbo no tiene nada que ver con ese mundo nuevo, igual que su hermano, la puta que lo acompaña y los vecinos de la casa en que se oculta, puro subproletariado. Roma no quiere al jorobado, pero el jorobado la expresa mejor que el Coliseo. Viene bien de abajo. Es un magma de resentimiento al que Milian vuelve encantador. En una escena lo vemos en el barro de las alcantarillas, entre las ratas, justo en las antípodas del night club.

Es notable que de una película como Roma a mano armata, centrada en un policía, salga esta otra, totalmente dedicada al delincuente. Un conocimiento parcial o dos o tres cosas oídas al paso podían hacernos creer que el poliziottesco era solo un conjunto de fantasías de derecha, apenas un espacio para la catarsis de los sentimiento más innobles. Pero no. También la furia antiburguesa encontró sus personajes, mucho mejores que los canas, y con una fuerza liberadora imparable, que solo Tarantino conoce hoy. Cuando el jorobado termina el discurso con la ametralladora en sus manos, las ganas de que dispare contra toda esa gente horrible, empresarios y nobles, es tan grande que da pena ver unos contraplanos tímidos en los que estalla un florero y una pared recibe una fila de balazos. Habría sido lindo verlos caer a todos, en una sopa de sangre cheta, como al CEO de Robocop. 

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La città sconvolta: caccia spietata ai rapitori (Fernando di Leo, 1975) trata del secuestro de un pibe rico, hijo de industrial, y de su amigo pobre, hijo de mecánico (Luc Merenda), que cae en la volteada porque trata de ayudar al otro cuando lo están subiendo al auto, cerca de la escuela. (Nota veloz: en Argentina, con la tremenda división entre pública y privada, la verosimilitud exigiría otra cosa, porque nadie aceptaría que estos chicos estudien juntos).

El comisario no es esta vez un tipo duro, seco, concentrado absolutamente en su tarea como los que interpretó Maurizio Merli sino uno con dos o tres notas de color, un sesentón de cierta simpatía, profesional justo, no digo que filósofo pero puede que dotado de esa autoironía que tienen los que hacen las cosas lo mejor que pueden sabiendo que no existen las condiciones para hacerlas bien. El villano es el industrial antes que los hijos de puta que se dedican al secuestro extorsivo y que constituyen menos una banda que una empresa. El rescate es de diez millones de liras. El industrial ofrece cinco. Para que todos sepan que el asunto va en serio los secuestradores matan al hijo del mecánico, y el mecánico se sale de la ley para resolver las cosas por su cuenta. Es como Nero en Il cittadino si ribella, pero su historia carga a la película de una dimensión clasista que en la otra no es tan visible. El mecánico no es un ciudadano, es un laburante, y su pasaje a la acción directa no tiene como causa el mal funcionamiento de las instituciones sino la desigualdad sobre la que Italia se levanta.

En las películas con Maurizio Merli hay siempre dos o tres frases en primer plano dedicadas al esfuerzo que los policías hacen por defender a los ciudadanos a pesar de que el sistema los deja solos y a tiro de ametralladora. Acá las cosas son diferentes porque lo que está en juego es la estratificación social. El comisario dice una vez, luego de recordar que el año anterior hubo veinticuatro secuestros: “El secuestro es una industria. Los secuestradores son hombres de negocios que hacen tratos y tienen su propio lenguaje”. En efecto, cuando al final nuestro justiciero llega a los capos no los encuentra en un aguantadero sino en una oficina vidriada, dentro de un edificio moderno, alrededor de una mesa larga como la de los empresarios, con un Mondrian (o una reproducción) en el pasillo de entrada. Son gente bien, limpia, con buena ropa, sensibles al gusto de la alta cultura procesada por el diseño. Hablan del secuestro como inversión. Tarde o temprano serán CEOS y tendrán sus cuentas en paraísos fiscales, como toda la buena gente. En una de esas terminan por gobernar un país.

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Luc Merenda en Il poliziotto è marcio (Fernando di Leo, 1974)

La acción del padre por fuera de la ley no es juzgada por la película. La escena más importante de todas las que lo justifican es esa en la que reconoce el cadáver de su hijo e increpa al industrial, que prefirió cuidar la guita antes que a los pibes. Por si fuera poco, el comisario dice una vez: “Si yo fuera él, la estaría armando”. Como un alto porcentaje del cine de la época, el poliziottesco tiene a la anomia como tema central. Esto explica en parte que todo el tiempo aparezcan en las películas comentarios fácilmente caracterizables como de izquierda o de derecha, y que en más de una oportunidad ambas posiciones estén representadas en segundo plano por dos personajes que hablan sobre lo que sucede en las calles de Italia. En la película de di Leo está este diálogo entre un cana y el comisario.

Comisario (afiladísimo): Si en nuestra bella Italia no hubiese nadie que pudiera reunir diez millones de un día para otro como si fuesen nueces no habría más secuestros.

Cana: ¿Qué quiere? ¿La revolución?

No es una rareza en di Leo. El tema aparece también en Il boss. El comisario (Gianni Garko, el mejor nombre de actor de la historia del cine) le pide a un mafioso calabrés que no inicie una guerra, que no está en condiciones de ganarla. El mafioso le contesta que puede conseguir paisanos duros, que el hambre da coraje y para Italia no cuentan. El comisario concluye: “Hablaste como un maoísta. ¿Querés hacer una revolución con los jodidos estudiantes?” Lo mismo, y de manera más notable, sucede en Milano calibro 9 entre el comisario duro y el subcomisario de izquierda que señala que las organizaciones mafiosas tienen detrás a industriales y banqueros, y que en los movimientos de la bolsa están los problemas que de verdad ponen en jaque al estado, no en los estudiantes y los delincuentes meridionales a los que la policía les dedica tanta atención. El comisario le dice al menos dos veces que se nota que tiene algo contra los ricos, y le recuerda que en el edificio no hay ninguna bandera roja.

di Leo es el Corbucci del poliziottesco. Su pata anarquista (con el Sollima de Revolver). La città sconvolta muestra que si bien el género dio lugar a muchos argumentos de derecha, fue también un espacio de disputa ideológico porque su historia le otorga un lugar central a las diferencias de clase y ese tipo que sale en busca de los asesinos de su hijo es también un laburante que persigue capitalistas. No va a hacer la revolución, no va a fundar un partido ni va a pensar el cine como un althusseriano. Pero su acción es reinterpretable por izquierda porque el diseño que hace la película de los villanos no tiene nada que ver con el de (por decir) Roma a mano armata, llena de lúmpenes sacados.

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No es que La città sconvolta sea una película marxista ni nada por el estilo. Es que el exploit aprovecha todo en función del impacto que puede producir, y muchas veces eso lo lleva a lugares que otros no se animan a tocar, o que tocan con tanto escrúpulo que, junto con un punto de vista sensatamente crítico y bienintencionado, alcanzan cumbres de tedio y desinterés. Solo basta ver Il giorno della civetta o A ciascuno il suo en un doble programa con Roma a mano armata para entender por qué el virtuoso cine de exposición progresista pierde por goleada con el desaforado exploit derechoso de Lenzi. Las adaptaciones malhadadas de Sciascia son el equivalente cinematográfico del Acá si que no se coge de Capusotto. Habría que haberlo aprendido ya: a la derecha no se la combate en el cine con discursos sino con películas que le discutan el Mal, la risa negra, la perversión, el espectáculo, en fin, todo lo que hace que el cine sea algo tan genial. Un cine de izquierda que no aspire a ese mundo de Paka Paka para adultos que los corazones buenos le asignan a todo. Que no llene la grilla de obligaciones de cada minoría. Que se le anime a la violencia, a la catarsis y al mito. Un cine de izquierda que nos la pare y que nos la moje. Eso es algo por lo cual dar pelea. Si no seguiremos en la misma: la razón de un lado y el placer del otro. Y ya sabemos quien gana (el que tiene que ganar).

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Quien esté interesado en ver los vínculos entre el cine y la sociedad de su tiempo tiene que estar pendiente de lo que pasa en los géneros degradados. En La città sconvolta di Leo dice más de Italia que tantos autores legítimamente preocupados por su propia gloria. Pero su mayor contribución al cine italiano no es obviamente su obligada historicidad sino la potencia de sus películas. No deben quedar muchos que ignoren el valor de Sergio Corbucci. di Leo no tiene todavía el lugar que merece. Es tarea de la cinefilia otorgárselo.

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Milano calibro 9 es una obra maestra de musculatura firme y cero anabólica. Una catedral exploit, podría decir, ya que en los créditos el nombre del director y guionista se imprime sobre un contrapicado del Duomo de Milán. También son excitantes La mala ordina e Il boss. En la primera (de ambiente milanés) di Leo llena el álbum de figuritas del exploit: violencia, chicas desnudas, un gay de caricatura, una pequeña insinuación lésbica, una escena de drogones, alguna fiesta privada con colores y música psicodélica, un póster de Marx y uno de Freud. A diferencia de Milano calibro 9, que tiene largas secuencias de diálogo en la policía, todo acá es acción. La película empieza con un capo mandando a matar a Mario Adorf y termina con todo el mundo muerto menos el propio Adorf, que es un pobre tipo, un proxeneta de tercera línea, un pícaro al estilo italiano (como una versión urbana del Tuco de Eli Wallach o el Cuchillo de Tomas Milian) pero medio tonto, inocentón. Il boss (de ambiente palermitano) es muy parecida, solo que en lugar de un delincuente menor tiene en el centro de la historia a un killer. No es una diferencia entre otras: la posición que ocupan los personajes cambia la naturaleza de las películas. Adorf y el sicario de Henry Silva quedan solos entre cadáveres. El mundo es una mierda, la mafia nueva hace pensar en la vieja como en un tiempo noble, no hay padres ni hijos, el milagro económico es rapiña a gran escala, Italia no existe. Todo eso se siente en los planos con los que las películas despiden a sus protagonistas. Pero Adorf, que es un tipo querible, sufre porque perdió a su familia, por lo que hay pathos, y Silva sigue igual que siempre: es una máquina vacía que camina sola en el medio del campo, sin padrino, colega, socio o mujer, listo como para nacer de nuevo y repetir lo único a lo que evidentemente puede dedicar su vida: sacar ventaja y matar.

di Leo es una bestia nihilista. Estas películas, que Tarantino tiene que conocer bien (la gran apertura de Il boss está en la genealogía de Bastardos sin gloria), son al poliziottesco lo que la trilogía del dólar al western spaghetti: un espacio capaz de renovar el deseo cada vez que decae, una fiesta de la forma, una reserva de energía cinematográfica. Un cine dínamo.

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Il boss (Fernando di Leo, 1973)

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