Sobre Phantom Thread y el cine de Paul Thomas Anderson, por José Miccio

Tipos con altísimos problemas para vincularse con el mundo: esos son los protagonistas de algunas de las mejores películas de Paul Thomas Anderson. El Adam Sandler de Punch-Drunk Love es el ejemplo más claro. Está solo, es retraído hasta la enfermedad, tiene brotes de furia y unas obsesiones que lo ayudan más bien poco. En un momento, como si fuera un personaje de Antonioni, le dice a su cuñado: “A veces lloro sin motivo”, y enseguida se pone a llorar. Esta condición border no es para nada simpática. Es puro padecimiento. La escena en la que Sandler (Barry) habla con la call girl lo muestra caminando por su departamento, sin habilidades para comunicarse, y en medio de un lugar que no tiene marcas de quien lo habita. Paredes blancas, falta de adornos, fotos, banderines o cualquier cosa que señale una relación personal con el espacio. Lo mismo su oficina. El Freddie que interpreta Joaquin Phoenix en The Master es otro desquiciado. La razón en este caso es la guerra. Por lo menos eso sugieren la serie de primeros planos de soldados a punto de ser enviados de nuevo a casa, que constituye el tapiz del que Freddie sale, y las palabras de un oficial: “Si cualquier civil viviera lo que ustedes vivieron seguramente tendría también problemas nerviosos”. Ahora bien, el trabajo de Anderson y Phoenix es notablemente poco fiel al criterio que pone en juego esta escena. De hecho, no hacen más que negarla, porque en lugar de volver al personaje representativo lo singularizan al extremo de que cuando la película termina no hay conjunto capaz de contenerlo. Es la misma operación de Scorsese-De Niro en Taxi Driver (y la operación inversa de Kotcheff-Stallone en Rambo): presentación de un excombatiente cuya conducta es explicable con herramientas simples y progresiva demolición de la tipicidad. Al final, Rambo dice también la guerra y el destrato: es un soldado en el que pueden verse otros soldados. Travis y Frieddie se dicen solo a sí mismos. El caso de Inherent Vice es distinto porque su protagonista, si bien no asume nunca un discurso contracultural hecho y derecho, vive despegado de las reglas sociales porque es un hippie. El Doc Sportlello de Phoenix es el anti Sandler. Un tipo desordenado, fumón, que parece estar bien siempre y cuando pueda tener a mano una birra y un porro. Su falta de integración no es un problema sino un modo de vida. Los brotes de violencia de Sandler expresan un cortocircuito esencial. Las secas gozosas que Phoenix les da al tabaco y a la marihuana son su contrario: momentos de comunión hedonista que detienen el universo y que en un cine que expulsó el humo de las pantallas tienen una fuerza increíble.

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Puro humo: Hard Eight, Boogie Nights, There Will Be Blood, The Master, Inherent Vice, Phantom Thread.

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Reynolds Woodcock, el modisto de Phantom Tread, es obviamente uno más en la lista de tipos con problemas para interactuar con otros. La diferencia es que el mundo en el que vive tiene las reglas que él le impone, algo que no pasa con Freddie, Barry y Doc. En este sentido, el personaje de Anderson que le queda más cerca es Lancaster Dodd (Phillip Seymour Hoffman), el Maestro de The Master. Los dos lideran una comunidad pequeña, los dos tienen una misión (el diseño en un caso, una nueva fe en el otro) y los dos cuentan con una mujer (la hermana, la esposa) que desde una posición secundaria mantiene las cosas en funcionamiento. En la casa de Reynolds se come cuando Reynolds quiere, lo que quiere, en silencio, según sus rituales, y si dibuja todo el mundo hace como si no existiera. Es el artista neurótico: para que la energía de la creación se dirija hacia donde debe dirigirse, todo lo demás no tiene que presentarle inconvenientes ni salir de su rutina. La excelencia es cruel. Detrás de cada vestido hay una historia que la película muestra con detalle y que consiste fundamentalmente en trabajo y desidia sentimental. Para que se convierta en vestidos, el genio de Reynolds necesita manos, orden e inspiración. Es decir, unas cuantas costureras, su hermana y una musa. Reynolds está en el medio de un montón de mujeres. Como Barry en Punch-Drunk Love. La principal es la madre muerta, y es fácil hacer depender la posición que ocupan las otras de esta figura ausente.

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Inherent Vice termina con uno de los grafitis más famosos del Mayo Francés: “Debajo de los adoquines, la playa”. Es un guiño contracultural puesto después de los créditos de una película que trata (es un decir) sobre el fin de la contracultura. Cuando concluyen sus películas (cuando ya nadie lee), Anderson agrega alguna dedicatoria (en general a su familia, en Phantom Thread a Jonathan Demme y en Petróleo sangriento a Robert Altman). Esta vez fue más allá. Es lindo el grafiti. Tiene diseño pop y habla de política en términos lo suficientemente generales como para que quien lo abraza no se manche. Pero si hay algo claro en Inherent Vice es que no hay nada debajo de nada. Es una superficie brillante, seductora, difícil de entender si es que entender consiste en conseguir significados, establecer relaciones de causalidad, identificar motivaciones y todas esas cosas que hacemos en nuestra vida cotidiana e insistimos en exigirles a las películas. La desatención es una conquista del cinéfilo. Play al modo predicador: el que quiere entender todo o le pide a las formas que se justifiquen como si su existencia cargara con alguna culpa no llegó todavía adonde pasan las cosas que de verdad importan. Stop. La secuencia que muestra mejor el funcionamiento horizontal de la película es esa en la que la ouija comunica un número de teléfono para conseguir drogas y los personajes que van a buscarlas terminan felices bajo la lluvia. Delirio y belleza: eso es Inherent Vice. Y lo que delirio y belleza tienen en común: poder de fuego propio, la más feliz falta de necesidad.

Anderson no lleva sus planos ante ninguna disciplina con autoridad para que su pertinencia sea evaluada. Muchos trabajan así, como si filmar fuera completar grillas y pedir permisos. Acá tengo unos apuntes sobre la manera de vivir en los años 70: sello de Sociología. Situé la película en un tiempo de transición: sello de Historia. Puse una mención a Reagan: sello de Política. No, no. Nada de eso. Anderson es en este punto tan radical como Pedro Costa o cualquier cineasta grande, cuyo único mensaje es siempre: Que la chupen las autoridades. El cine no debe tributo a nadie. Que los buenos corazones elijan las películas para después hablar de los problemas del mundo. Que las juzguen según su responsabilidad u otras miserias. Desde The Master Anderson está en otro mundo. Un mundo propio, extrañísimo, donde todo parece ir hacia algún lado pero nunca se sabe bien adónde. Un limbo del sentido. Un estado de gracia. Quienes tratan de enseñar a manejar suelen recurrir a la mística. El auto te pide los cambios, dicen. Si a Anderson le preguntáramos el porqué de cada plano podría responder legítimamente: porque me los pide el cine. En ese sentido, Inherent Vice puede que sea la mejor de sus películas. O por lo menos la más inaprensible. Basta comparar sus simetrías con las de Punch-Drunk Love, mucho más enfáticas. O su extrañeza con la hermosa claridad de Boogie Nights. O la relación llena de absurdo entre el detective y el policía con la del petrolero y el pastor de Petróleo sangriento, a la que no le falta humor pero tampoco gravedad.

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Simetrías (primera serie):  Hard Eight, Boogie Nights, Magnolia, Punch-Drunk Love (2).

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The Master es la primera gloria singular de Anderson. Boogie Nights es una película extraordinaria, una fiesta del cine. Dan ganas de verla siempre. Pero es manejable. Todo queda a la mano. The Master es fascinante sin que nunca quede claro adónde apunta. Alguna vez la veremos como hoy vemos La aventura: como un misterio diáfano. Como Alma en Phantom Thread, Freddie es el punto de referencia. Como Reynolds, Dodd es el punto de atracción. Los dos son igual de opacos. Lo que sabemos de Freddie es que la madre está en un psiquiátrico, que tiene a una jovencita de Lynn como recuerdo más radiante y posible futuro, que prepara bebidas con sustancias indigeribles y que no es para nada estable; varios estallidos y la cara increíblemente border de Phoenix lo muestran con claridad. Lo que sabemos de Dodd es que tiene guita y una esposa mucho más joven, que publicó un libro llamado La causa, que prepara otro, que tiene una teoría acerca de la memoria, la reencarnación y los extraterrestres. Como en Petróleo sangriento todo pasa por el modo en que se llevan dos hombres completamente distintos. Pero por fortuna esta vez los actores encarnan figuras menos rígidas que las del Capitalista y el Pastor. El vínculo no se deja reducir al “Mi soldadito” que pronuncia una vez Dodd. De hecho nunca queda del todo claro por qué Dodd quiere a Freddie siempre a su lado. Freddie es fiel, defiende al Maestro de cualquiera que lo cuestione, se presta a todos los experimentos. Pero también otros podrían ocupar ese lugar, así que la fidelidad no explica todo. Tal vez Dodd lo quiere cerca por la picazón que siente de una vida previa en la que los dos se conocieron, y que recién al final puede comunicar. Esa indeterminación alcanza a la película entera.

La historia tiene una progresión poco vigorosa. Los largos episodios que la componen no siempre se suceden como las consecuencias a las causas, con evidencia y pretensiones de necesidad. Hay de hecho pocos turning point, por lo menos desde que Freddie llega por casualidad al barco de Dodd luego de escapar de sus compañeros de trabajo rural, que lo acusan de haber envenenado a un viejo con sus bebidas (digámoslo así) heterodoxas. Un buen ejemplo de esta narrativa no rotunda es la larga secuencia de las sesiones experimentales de Freddie, que podría haber tenido el ritmo propio de una secuencia-resumen pero no progresa significativamente. Es cierto que al final Freddie habla más que al principio, que da más datos del vidrio o de los ojos de la mujer de Dodd (¡qué extraordinario el momento en que cambian de color!). Pero también es cierto que no hay una conclusión que sirva de base a las secuencias posteriores. En Matrix el entrenamiento computarizado de Neo le proporciona habilidades que usa inmediatamente. La vida matrimonial en Up deja al sobreviviente con una falla a remediar. Los desayunos en El ciudadano señalan el decaimiento sentimental y explican la frialdad que viene a continuación. El ascenso estrepitoso de los gángsters en las viejas películas de la Warner los deposita cerca de la cima para narrar luego su caída. En esta secuencia de The Master no pasa nada parecido. Es una secuencia resumen que no resume nada.

Hay algo en el final de la película que tal vez esté relacionado con esto. La débil evolución del personaje de Freddie bien puede decidir parte del sentido de la última escena. O al menos señalarle un marco, un espacio por dónde flotar hasta cierto punto. Freddie está cogiendo con una mina que acaba de conocer y empieza a hacerle las mismas preguntas que le hizo Dodd en la notable entrevista del barco. Parece que hay una sucesión, que Freddie toma el lugar del otro y busca un personaje perdido para que tome el lugar que él tuvo antes. Pero tanto la mina como Freddie se ríen, y la risa de Freddy no se parece a la de Dodd, que no degrada sus ideas ni su misión. Todavía más: Freddie parece reírse del Maestro, al que abandonó un rato antes, luego de escuchar la historia de su encuentro en una vida pasada como mensajeros de guerra y un ultimátum: quedarse o ser su enemigo en una vida futura. Para apuntalar la poca importancia que el juego de preguntas tiene para Freddie está también su última frase, con la que la película termina: “Metela de nuevo que se salió”. Es un cierre genial, que puede competir en el concurso Mejor último diálogo con glorias como “Dale mis saludos al amanecer”, “Este es el comienzo de una gran amistad” o incluso el “Fuck” de Ojos bien cerrados, más cercano en tiempo y estilo. Además, le da a la historia de Freddie y Dodd un marco hermoso, orgánico y risueño, porque en la primera entrevista Freddie se tira un pedo.

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En alguna entrevista, Anderson reconoció que el modisto Reynolds Woodcock es tanto su personaje como el de Daniel Day-Lewis. Hay que decir que Phantom Thread es tanto su película como la de Jonny Greenwood, que compuso un score increíble. Todo es piano y orquesta. Y un sinnúmero de matices. Juguetona, la música comenta y sostiene pero también hace muecas. Empuja al melodrama algunas secuencias, se pone jocosa en otras (la recuperación del vestido que Reynolds le hizo a una mujer que no lo merece) y hasta coquetea con el terror (el primer uso de los hongos). Acompañamiento es una palabra que no le queda bien. Lo mismo se puede decir de la música en todas las películas de Anderson posteriores a Magnolia, porque en buena medida es la música la responsable del enrarecimiento que ostentan las imágenes, y más que las imágenes sus agrupaciones en escenas y secuencias. Petróleo sangriento y The Master (también obras de Greenwood) son los ejemplos más extremos. El entramado sonoro no alcanza a desarmar la narración ni a independizarse de ella porque Anderson es un heredero de los 70 americanos. Pero basta escuchar estas películas para darse cuenta de lo poco convencionales que son.

Punch-Drunk Love muestra este juego de familiaridad y extrañamiento sonoro de manera ejemplar porque es como si la melodía (es decir, el amor) naciera de un tapiz de sonidos diversos, muchas veces disonantes, y contara a su modo (y en su propio tiempo) lo que cuentan las imágenes y las palabras: cómo el desequilibro de Barry encuentra una forma, las millas aéreas que acumula obsesivamente un sentido y su vida un poder que hasta entonces desconocía. Del “Lloro sin saber por qué” al maravilloso “Soy fuerte, tengo un amor”: en esos diálogos está la historia de Barry. Y está también en la música, no solo en la que escuchamos (de Jon Brion) sino también en el objeto que la representa en las imágenes, porque el harmonium que llega misteriosamente a su vida, y que durante toda la película Barry inspecciona con una mezcla de desconfianza, temor y deseo, termina en el plano final asociado al amor. Es así de  hermoso: Barry se sienta a pulsar las teclas y Emily Watson lo abraza.

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Simetrías (segunda serie): There Will Be Blood (2), The Master, Inherent Vice (2), Phantom Thread (2).

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Hablé de Reynolds Woodcock, el modisto de Daniel Day-Lewis. Pero Phantom Tread no le pertenece. Si se tratara de él, la historia no sería más que un capítulo en una serie: Reynolds en una posición fija y una mujer a su alrededor hasta que su tiempo se cumple (es decir, hasta que Reynolds se harta) y otra toma su lugar. Pero la clave está en Alma, el maravilloso personaje de Vicky Crieps. Es ella la que encuentra la manera de vencer el ciclo en el que el modisto vive, y del cual sería una víctima más si no lograra intervenir en su funcionamiento. Al principio, Reynolds se deshace de una mujer. Al final, se queda con Alma, porque Alma aprende a hacer que Reynolds la sustituya por ella misma.

Alma es una Sherezade. Solo que en lugar de la vida lo que está en juego es la relación que tiene con Reynolds, y en lugar del hechizo de las historias lo que mantiene al hombre a su lado es la enfermedad que ella le entrega por medio de unos hongos que cocina con amor indudable. Phantom Thread es la historia de su triunfo. Basta ver cómo es el comienzo y cómo es el final de cada uno. Reynolds empieza declarando que es un soltero empedernido y termina envuelto en una historia que sin dudas no conoció antes, acostumbrado a cambiar de musa-amante cuando sentía que el vínculo estaba agotado. Alma empieza condenada a cumplir un papel y luego retirarse y termina inventando las reglas para estar juntos. No es que maneje las cosas desde el principio y siga una línea recta. Tropieza (como en su presentación en el restaurante), cede, desafía, prueba estrategias. Hasta que por fin encuentra el modo. La película es de ella. Ella cuenta la historia, de hecho. En penumbras, junto al fuego de la chimenea, en un escenario tan típico de la narración oral como el del magistral comienzo de La niebla de John Carpenter.

Contada de esta manera, la historia parece apenas un juego de poder. Es eso, por supuesto. Una danza de dominado y dominante. Una mascarada, como todas las fiestas de la película. Pero Phantom Tread es fundamentalmente una historia de amor loco. Como tantas otras, solo que metida en un corset. Nada rebalsa. Todo se queda en sus límites. Y sin embargo quema. Anderson es tan bueno, está tan iluminado que puede hacer que una obra así de contenida sea también una obra de la pasión y la enfermedad. “Le di a Reynolds lo que más desea”, dice justo al comienzo Alma: “Cada pedazo de mí”. En Punch-Drunk Love el amor es calma y refugio (como puede que sea para la cocainómana de Magnolia). Acá es pura inestabilidad. Lo que importa es conocer sus ritmos, la manera en que se mueve, la perversión que mejor le queda. Por eso el triunfo de Alma es también el de Reynolds. En efecto, hay que imaginar a la pareja feliz. Se nota. Crece. A su manera, como todas. Cuando la rueda llega al momento crítico, Alma actúa, y al actuar hace que la rueda siga sin expulsarla, y que en cada ciclo algo cambie. La renovación del vínculo exige un salto hacia adelante. La primera vez es el matrimonio. La segunda (o la tercera, o el número que corresponda, porque sucede en el futuro), un hijo.

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De rodillas ante vos:

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