Uf, por José Miccio

Uf, la remake de Suspiria. Lo primero es el color. Como si Guadagnino hubiera asumido que no había mucho más para hacer en ese terreno, huye de la locura cromática de Argento y baña su película de gris y de colores fríos. En sintonía, los Goblins dejan su lugar a Thom Yorke y su garganta triste. Esta operación sobre lo sensible (en principio perfecta: puede que la mejor manera de meterse con lo que no hay que meterse sea tirarle un par de molotvs y salir para el lado menos esperado) se corresponde con una operación conceptual: el rechazo de las formas voluptuosas es parte de un afán historizante tan insistente como pueril. Lo primero que escuchamos es un reclamo por la libertad de Baader y Meinhoff. En la libreta de la chica desaparecida hay un logo de la RAF. Una explicación posible para su ausencia es que haya pasado a la clandestinidad. Las paredes tienen siempre pintadas políticas. El desarrollo de la historia está puntuado por información (la tele, la radio) acerca del secuestro del avión Landshut por parte del FPLP. Todo esto queda resumido en el subtítulo ultrapretencioso: Seis actos y un epílogo en una Berlín dividida. Dividida por el muro, claro. Pero también por las disputas ideológicas. En 2018, cómodo, profesional, lejos del fuego estético y del fuego político, Guadagnino pone en relación dos cosas que sucedieron en 1977: el estreno de la Suspiria de Argento y el Otoño Alemán. (Que Bowie estuviera en Berlín ese mismo año tal vez sea la razón por la cual aparece un póster en la habitación de una de las bailarinas). Formalismo y agitación política: casi la historia de la modernidad. El problema es que de esta combinación Guadagnino no obtiene más que una ficción débil, culposa, hermenéuticodependiente. Una doble pérdida. Como película de terror, su Suspiria vale poco. Como película política, no vale nada. En un momento, una de las bailarinas sale de lo del psicólogo y encuentra que, parada delante de un camión antidisturbios, una de las brujas la mira. De repente, unos estudiantes pasan corriendo, cortan el contacto visual y cuando este se restablece la mujer ya no es una bruja sino una mujer entre otras. Así trabaja Guadagnino: mete crónica en medio de la brujería y se la pasa boicoteando el contacto. Es el movimiento contrario al de la magia. En Argento, la Caperucita Sussie entra en la cueva del lobo y bueno, agarrate, hasta el fucsia mete miedo. En Guadagnino la Academia es una cueva dentro de otra que se llama Berlín. No hay inmersión, no hay viaje, no hay experiencia. Aun cuando el argumento acepta de entrada la existencia de las brujas, el desarrollo y la puesta en escena les quitan fortaleza. No son únicas. Son comparables. El Mal que encarnan tal vez no sea sino uno entre otros, dentro de los cuales hay que contar la capacidad de daño de la humanidad. Hasta la danza tiene que rendirle cuentas a la Historia (lamentable el momento adorniano falopa en el que la directora de la Academia explica que ya no hay lugar para lo bello). Guadagnino es tan fino, tan culto, tan artie, que parece declarar todo el tiempo: miren cómo me inclino hacia lo bajo y redimo estas sombras vanas. Es un pulidor de planos y un decidor de cosas. Un enemigo.

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Uf, los iluminados. El vicepresidente es Hollywood en plan demócrata al palo. Le pega a Nixon, le pega a Reagan, le pega a Bush, le pega a Trump y le pega sobre todo al pueblo de los Estados Unidos, que los llevó a la presidencia porque es idiota. Inútil recordar que Carter y Obama, a quienes la película les hace ojitos, llegaron al mismo lugar por los mismos medios y con padrones semejantes: como el marketing republicano que muestra una y otra vez, pero sin su utilitarismo horrible y honesto, El vicepresidente cree que un focus group alcanza para saber lo que hay que saber de un país entero. Así de monolítico es el punto de vista. Adam McKay, que dirigió algunas comedias notables (Anchorman, Ricky Bobby, Step Brothers), recita el catecismo de los liberales ilustrados que cada tanto leen alguna nota de Chomsky. Acierta acá y allá, porque como se sabe hasta un reloj parado da dos veces la hora justa. Pero su película no vale nada: está llena de canchereadas, narrada sin vigor y actuada para conseguir premios.

El vicepresidente del título es el oscuro Dick Cheney, borracho de pueblo, trepador, chupamedias de Rumsfeld, jefe de gabinete de Gerald Ford, congresista, empresario del petróleo, vice de Bush y titiritero en las sombras. Todo un currículim que McKay desperdicia. Su Cheney no es tan gris y banal como para dar un miedo arendtiano, no se vuelve jodidamente fascinante como el Andreotti de Il divo y no alcanza estatura trágica por más que en la película aparezca Macbeth. McKay no sabe qué hacer con su monstruo. Lo deja ahí, flotando entre opciones que nunca toma y a merced de Christian Bale, que lo usa para que en ningún momento dejemos de pensar: Qué capo que sos Bale, estás irreconocible.

vice

La historia está contada por una voz que va y viene en el tiempo, que frena y acelera, y que de a poco revela cosas de sí misma. Primero, el tipo al que pertenece. Después, a lo que ese tipo se dedica y la suerte que le toca. Se trata de un hombre medio, en los treinta, con casa y familia, empleado en alguna empresa privada o soldado a disposición de las incursiones imperiales de su país. Es el pueblo que el cine estadounidense suele representar, no ligado al trabajo industrial o de la tierra, y en problemas que por supuesto no se perciben nunca como problemas de clase. La historia de un hombre del poder en la voz de un ciudadano común: esa es la única manera en la que la película pone en relación el palacio y la calle. Al final, Cheeney lo dice en un pequeño monólogo a cámara que pretende interpelar (¡cómo nos gusta esta palabra!) a los espectadores: yo soy ustedes, ustedes me pusieron acá, no se hagan los boludos. Por las dudas de que eso suene solo a guión pelado, McKay busca una ilustración como las de Rojo: el corazón de este hijo de puta es el corazón del pueblo.

Capaz que Cheney está enojado, pero no le va a durar más que unas semanas. La de McCay es una película prontamente descartable. Mucho más prontamente que Rápido y Furioso 53 o el número que toque, no importa lo que diga ese final horrible en el que El vicepresidente se autoproclama importante y para espectadores cultos, no como los que miran esas pavadas con autos. Un hacedor de comedias mendigando el aplauso de los millonarios sensibles. Qué vergüenza.

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Más Hollywood demócrata al palo: Green Book. En 1962, un italoamericano familiero, bruto y malhablado se conchaba como chofer de un pianista negro solitario y cultíisimo para acompañarlo durante una gira de dos meses. Uno es Tony Vallelonga. El otro, Don Shirley. Obviamente, primero están lejos. Después se acercan. Por ejemplo: Don aprende a comer pollo frito con las manos y Tony aprende a escribirle cartas a su esposa. Juntos, forman el sujeto histórico de la democracia tal como lo imagina el cine yanqui desde que Hollywood es Hollywood: pueblo (no clase), educación y a partir de cierto momento, minorías. El libro verde del título es un folleto destinado a los negros para informales en qué albergues del sur de Estados Unidos pueden estar seguros. Una producción cultural del racismo. La película de Farrely, por supuesto, es el anti libro verde. Un cuento de Navidad en el que un viaje y un buen corazón alcanzan para que los prejuicios de un personaje se caigan a pedazos. Al principio, Tony (a propósito: estamos hablando del gran Viggo Mortensen) tira a la basura los vasos en los que tomaron agua dos plomeros negros. Al final, recibe en su mesa al pianista, que además de negro es puto o bi, y con ese gesto libera también la fuerza noble de los demás tanos. Un país horrible y generoso: eso muestra la película. Un país lleno de mierda pero capaz de levantarse a partir de sus bases. Los blancos ricachones no aceptan al negro en el restaurante. Los negros aceptan al blanco en el boliche. En un momento, Don le explica a Tony que Bobby Kennedy y su hermano están tratando de cambiar el país. En la lengua de Green Book esto equivale a decir que están tratando de hacerlo amigable para todos.

Ese punto de vista -el más progresista que Hollywood pueda imaginar- es también el de la película entendida como objeto narrativo de vocación popular-pedagógica. El negro es un crack del piano que puede tocar Chopin pero al que la industria convenció de buscar algo intermedio, una música de calidad al alcance de un público con aspiraciones o medianamente ilustrado. Green Book no desmiente esta estrategia: la reproduce e intenta redimirla con el cariño del pueblo bruto, representado en este caso por Tony, y con la inteligencia del pueblo negro, para quien Don sí puede tocar Chopin, además de rockear a la Litlle Rchard, paradito ante el piano y todo. Como McKay, Peter Farrely supo hacer comedias (junto a su hermano Bobby). Irene, yo y mi otro yo, Loco por Mary, Tonto y retonto: ese cine que tanto ofende a la gente seria. Se ve que ahora es tiempo de buscar aceptación y respeto. Es decir, de entregar las banderas, si es que había alguna. Green Book es ñoña, practica un costumbrismo nivel salita verde, incluye una escena del género emoción intercultural bajo la lluvia y está repleta de frases como “El genio no es suficiente, se necesita coraje para cambiar el corazón de las personas” o “El mundo está lleno de gente solitaria que tiene que dar el primer paso”. Mejor así que canchera y forreadora como El vicepresidente. Pero igual: uf.

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5 Respuestas

  1. Juan

    Green Book no era una guía para blancos, sino todo lo contrario: un libro para que los negros que viajaban al Sur supieran qué lugares iban a ser «seguros» para ellos. De hecho, el creador del Green Book fue un cartero negro.

    No vi la película, pero ese error en el texto me hace sospechar de la rigurosidad de todo el comentario.

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