La dolce vita under the silver lake, por Marcos Vieytes

“Escuchaba la pregunta y más allá el delirio, esa llamada a lo divino que es todo delirio”.

María Zambrano

En la primera escena de Under the silver lake el protagonista se encuentra en el centro del campo visual. A su derecha hay una vidriera con un mensaje escrito del lado de afuera que una empleada del local intenta borrar. A su izquierda, dos chicas que hablan entre sí imantan el zoom en cámara lenta. Con la mirada de Garfield nos moveremos detrás de la promesa proyectada del sentido y la mujer absolutos. La cosa no es fácil: al mensaje hay que traducirlo del revés, y la mujer no es una sino dos: una rubia y una morocha (apenas un par de escenas después serán unas tetas o un culo, el silencio o el ruido, la madurez o la juventud). El jardín de senderos que se bifurcan de la última película de David Robert Mitchell (The myth of american sleepover, It follows) es infinito, así que sólo seguiremos uno de ellos: el que viene de La dolce vita.

Tanto Marcello Mastroianni como Garfield son personajes perdidos en medio del carnaval mundano que oscilan entre la fascinación y el rechazo hacia lo que los rodea. “Bienvenido al purgatorio”, le dicen a Garfield cuando llega al cocktail ofrecido en la terraza de un rascacielos. Marcello es periodista, pero quiere ser escritor. Garfield no quiere ser nada, salvo descifrar el sentido del universo. La fealdad contemporánea aparece en estas películas desde una doble perspectiva: el desprecio aristocrático del espíritu hacia culturas consideradas inferiores, y la inseguridad infantil de quien teme enfrentarse al mundo por no perder la inmaculada y victoriosa imagen que mantiene de sí mismo en la contienda imaginaria. Ni Fellini se absuelve de los medios de comunicación de masas, por eso la grúa en la secuencia del milagro es tanto la de la televisión que lo está transmitiendo como la del cine usada en ese mismo momento por Fellini, ni Mitchell de la cultura pop: en el mismo lodo, todos manoseados. El problema del malestar es la ausencia del Mal.

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Los protagonistas son relativamente jóvenes, pero ya no lo suficientes como para tener toda la vida por delante o mirar el futuro con la ilusión de quien todavía no tiene pasado. La de Mitchell es una película de iniciación extraordinaria porque no se propone subir a nadie al trencito, te avisa que es un vehículo de tracción a sangre disfrazado de virtual, te cuenta quiénes son las víctimas de su atropello sin por ello suponer que se detendrá, y hasta le pone nombre a la adaptación sin fisuras: ideología, tradicional mala palabra para el sueño cinematográfico, así como los crotos han sido el signo insoportable de lo real en Hollywood (de Man’s Castle, dirigida por un santo patrón de esta película como Frank Borzage, a El príncipe de las tinieblas de Carpenter). Sus meras apariciones horrorizan; la función dramática que cumplan posiciona políticamente a quienes los incluyen sin fijar la imagen al significado.

Tanto Fellini como Mitchell (tanto Ferreri como Paul Thomas Anderson) son regresivos. Serlo no significa repetir que toda época pasada fue mejor, sino reinventar ese tiempo sin tiempo que solemos identificar como pasado, jugar con la memoria del mundo, desconfiar de la catequesis publicitaria del progreso, ya sea la bienintencionada del progresismo como la resultadista del mercado, y sentir la necesidad de lo sagrado (la inversión del primer mensaje que vemos dado vuelta nos permite leer “god” donde dice “dog”, así que cuidado con el asesino de dioses), que se manifiesta en ambos a través de arquetipos. Ni certezas científicas ni dogmas religiosos: poesía esotérica o desvarío numérico, peregrinación alucinada o deriva melancólica en procura de oráculos o casualidades cuyas manifestaciones no habrán de clausurar la búsqueda sino prolongarla.

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La dolce vita y Under the silver lake son máquinas de girar en falso envasadas al vacío. No hay estafa en lo falso, sino creación de artificios combustibles. No hay piso ni cielo en el vacío, sino despedida sin fin. Nada seguro entonces: angustia y goce de la incertidumbre. A Marcello le falla el intelectual a quien mira como modelo. A Garfield, el Compositor. Dos caras atroces del nihilismo negativo. Pero en la de Mitchel se recuperan, desplazados, al padre y a la madre, despedidos en La dolce vita. Otra diferencia: la puesta en escena de Fellini, simbólicamente agresiva en su momento, nunca deja de ser sensual. Fellini danza, le hizo decir Pasolini a Welles en La ricota. Mitchell caga, rasga, rasca. Su puesta en escena paranoica te ladra en la cara todo el tiempo.

Esto último es tan literal como el sorete en el inodoro filmado con una cenital perfecta: cuando Garfield creer ver en la rubia hermosa, tonta, patética y heroica el cumplimiento de su mayor fantasía, ella se pone a ladrar. No es la única perra de la película, literalizada como Denueve en Liza por Ferreri. También pasa en La dolce vita: Marcello saca a pasear a la estrella de Hollywood por primera vez y ella aúlla en medio de la noche respondiendo a la llamada de un lobo. Las dos mujeres fueron construidas, además, según el modelo de Marilyn Monroe que mató a Norma Jean Baker. Anita es una estrella de Hollywood que duerme con solamente dos gotas de perfume en el cuerpo, y la aparición de Riley Keough en la pileta de natación replica la escena de la película que Cukor no llegó a terminar por la muerte de Marilyn.

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Garfield y Marcello las miran con la misma cara de boludos, sin que haya el más mínimo desprecio en ello por parte de Fellini y de Mitchell. No sólo son sus alter egos, también expresan el asombro como virtud primaria y trascendente de la visión (tanto como el terror a perder esa perplejidad). Tan tarde como en el 1987 de Intervista, para Fellini un viaje en tranvía por la periferia romana seguía siendo capaz de abrirse a elefantes, indios, romances, fascismo y fiestas ancestrales desde la mirada debutante del joven que viajaba a Cinecitta. Y Mitchell funda la suya afirmando por boca de un pibe de tercer año que la adolescencia como preparatoria de la adultez es un mito forzado. Nicholas Ray, quien le hizo decir a Joan Crawford que un hombre debe tener la posibilidad de seguir siendo niño, aplaude desde el limbo de la inmadurez. Las expresiones de las caras de Marcello y Garfield, sin embargo, ya no son más que máscaras mortuorias, muecas de la inocencia perdida.

También se podría decir que a los dos los llama por teléfono la misma persona todo el tiempo. La madre o quien ejerce tal rol parece cumplir distintas funciones en cada una de las películas, pero el laberinto inicial es tan perfecto que nunca se encuentra la salida: sólo queda averiguar cómo hacer para sobrevivir adentro. Agua y silencio son respuestas, si no destinos, pero no cualquier agua ni cualquier silencio. Junto a la felliniana pileta de natación de Palombella rossa Raúl Ruiz le dijo a Michele Appicella, obsesivo primo hermano de Garfield, que “hay cuatro clases de silencios”. El de Mitchell se zambulle en los de un loro que no sabe hablar y en los de El séptimo cielo, película muda de Borzage. No sabremos nunca si lo que sale a respirar a la superficie es un hombre o Norman Bates. La criatura final de La dolce vita permanece en la playa, innombrable y amanecida.

 

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