Cine gagá: Estrenos 2019, por Marcos Vieytes

No sé por qué me puse a leer críticas de cine en La Voz del Interior y me encontré con una particularidad siniestra del formato que no sé hasta qué punto involucra a los críticos que las redactan. Al final del texto, después de la ficha técnica con los nombres del director y de los actores, la duración y la calificación del Ente, uno se encuentra con esto:

«Violencia: alta. Sexo: nulo. Complejidad: nula.»

Me metí en dos o tres críticas más del mismo medio y confirmé que no era una excepción. Estamos en el horno: ¡qué medios, qué lectores, qué espectadores y hasta qué cine de cuarta se hacen explícitos en modalidades como esta! Si fuera malicioso diría que al menos en este caso el último ítem vuelve innecesaria la crítica. Al margen de la broma, el problema es que se trata de prescindir de la crítica pero, sobre todo, de la incertidumbre, el goce, la sorpresa y el malestar de la escritura.

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Primer problema de Border: obedece al estándar contemporáneo de movimiento indiscriminado de la cámara, así que no hay procedimientos que valgan la pena por sí mismos y el dominante liquida mi interés por la puesta en escena. Segundo problema de Border: el relato es una alegoría. Tercer problema de Border: la alegoría tiene moraleja explícita. No hay ambigüedad, sino identidad. Cuarto problema de Border: su moraleja no persigue otra cosa que la integración social. Y yo que pensaba que el fantástico era uno de los pocos espacios en los que podía darme el lujo de fantasear cualquier cosa, la destrucción de mis semejantes si me despierto con ganas. Hace casi cuarenta años un tipo filmó una película europea de época con gente del siglo diecinueve muy bien vestida y educada que parte del concepto unitario de identidad para desbaratar el punto de vista normativo sobre el otro sin necesidad de revelaciones sobre su verdadera naturaleza al fin descubierta, humanismo berreta, ni trolls que no son trolls sino trolos que no osan decir su nombre (¿los osos son los únicos que osan decirlo?). Se llama Pasión de amor y es de Ettore Scola.

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Robert Redford se viene despidiendo bien. Sin la grandeza de Eastwood, porque ni su arquetipo ni su trabajo como director estuvieron nunca a la altura mítica de Clint. Pero hace unos años hizo esa linda película sobre un tipo que se quedaba solo en su bote, a la deriva en medio del océano, y ahora esta belleza que cumple con todos y cada uno de los tópicos de eso que llamamos western crepuscular. Un tal David Lowery -hizo esa cosa en la que Casey Affleck andaba todo el tiempo debajo de una sábana y se suponía que uno debía sufrir en vez de cagarse de la risa- escribió y dirigió Un ladrón con estilo (The old man and the gun) con un cariño por los viejos recursos que recuerda la ternura del procedimiento habitual en Truffaut. La secuencia de montaje de las fugas cercana al final nos regala un plano fugaz no apto para cinéfilos de lágrima fácil. Encima están Tom Waits, Sissy Spacek, Keith Carradine, Danny Glover y, de nuevo, el bueno de los Affleck. Esta vez sin la sábana.

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Lo más interesante de Infiltrados en el Klan es lo que hace con el montaje paralelo en la escena con Harry Belafonte y, a partir de ahí, con los distintos puntos de vista de la pareja romántica acerca de la acción política y el cine. Que son los del propio Lee, repartido entre lo que ambos representan. Cada vez que veo la aparición del KKK en el cine contemporáneo que vale la pena, vale decir el de los Coen o el de Tarantino, vuelvo a Shock Corridor. Cuestión (no tan) al margen: los Taviani no juzgan necesario siquiera mencionar El nacimiento de una nación en esa fábula con Griffith que es Good morning, Babilonia.

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Otra película descontenta con el funcionamiento político del mundo cuyo mayor goce consiste en sentirse víctima (y no estoy hablando de Guasón porque escribo esto no sólo mucho antes de que la estrenen y tal vez antes de que la terminen sino incluso de que yo la haya visto). Este comentario no niega la injusticia estructural ni la existencia de víctimas, sólo se asombra ante el modo en que esta clase de protestas se solaza en el sufrimiento y la derrota. Cuando pasa con directores como Aki Kaurismaki nos queda al menos el reencuentro con una identidad formal reconocible y fabulosa. No es el caso con En guerra. La película de Brizé puede verse con interés, a pesar de Brecht como lugar común exhibido desde la cita con que empieza, sólo para enfurecernos al final. Como en El otro lado de la esperanza, la muerte de quien ha sido víctima representativa de la suma del poder privado con la anuencia del público no sólo es incongruente con la construcción del personaje (y una traición al mismo) en una película atada al verosímil realista y supuestamente político, cosa que sucede relativametne con Kaurismaki, sino que además su sacrificio tienen un efecto menos poderoso que si se hubieran limitado a mostrar la continuidad de la vida posterior al abuso legalizado, como hicieron los Dardenne en Dos días, una noche. En esta película hay otro problema más: su prejuiciosa, peyorativa y reduccionista concepción del poder, manifiesta en la relación que mantiene con uno de sus atributos, no exclusivamente negativo: la violencia como manifestación de fuerza o potencia. El título elige describir de muy específica manera la lucha política de los trabajadores como guerra. ¿Qué les parece ir a ella comandados por gente que no está dispuesta a matar ni en las maniobras? Esa contradicción es la que invalida a esta película y a todos aquellos que la vean y festejen. Para colmo la coartada del sacrificio no corre porque ni siquiera se apoya en la doctrina, la moral y la iconografía cristianas, como sí ocurre con los Dardenne. Se entiende que un cineasta como Favio, quien eligió a un obrero judío como su Dios según una de sus canciones, haya escrito un poema con forma de plegaria donde le pide «el honor de verme muerto a bala por un encargo de la oligarquía», pero en su ficción más abiertamente política Juan Moreira muere con el cuchillo entre los dientes y cargándose a cuantos puede. El suicidio del protagonista de En guerra, en cambio, es sadomaso como pocos por mucho que no lo admita: acaba de ser abuelo y se prende fuego a lo bonzo. Me tienta pensar que el director sintió culpa por habernos dado poco antes una escena cuya escasez de riesgo es síntoma del sometimiento político de la imaginación cinematográfica contemporánea: la de un CEO apenas herido. Los únicos que se animaron a matar tecnócratas en los últimos treinta años fueron tipos como Paul Verhoeven (Robocop) o George Romero (Tierra de los muertos) en películas filmadas en Hollywood (Guasón es demasiado berreta para compartir algo con esas dos, pero también lo hace).

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Anoche vi Suspiria sin subtítulos, y eso que entiendo algo el inglés hablado, casi nada el francés, y en absoluto el alemán (la película tiene más idiomas que sustos), pero la expectativa era grande. Menos por Argento que por Llámame por tu nombre. Es un pecado, lo sé, pero no puedo negarlo: cada vez que alguien dice Argento yo pienso primero Bava, después en Asia y por último en Dario. Llámame por tu nombre no me había gustado después de verla por primera vez y terminó siendo una de las mejores del año. Filmar una nueva versión de Suspiria parecía tan absurdo como cuando se corrió la bola de que Wong Kar-wai estaba por hacer La dama de Shangai. Guadagnino lo sabe y estéticamente hace la suya, pero no alcanza. Muy poco antes del final, en medio del aquelarre, Tilda Swinton exclama “It’s happening” y nosotros asentimos porque hace rato que venimos viendo a Marta Minujín en pedo en medio de los cócteles (en absoluto molotovs). Para un cinéfilo como yo, happening le suena a lo mismo que orgía al viejo de los Campanelli (o a su hijo bobo Juan José). Lo único bueno del asunto es ver a Ingrid Caven, Angela Winkler y Rene Soutendijn todas juntas en el mismo lugar. Viejas, pero están, que pasada la edad de coger es lo único que importa a falta de bufoso a mano: la musa rea de los grandes cineastas putos (Fassbinder, Schroeter, Schmid), la heroína de la primer von Trotta (Catalina Blum) y la Merello de Verhoeven (Spetters). Sólo eso y el primer asesinato valen la pena. A medida que la iba viendo sin comprender palabra no podía ignorar, sin embargo, la primacía que Guadagnino le daba al contexto histórico y al mensaje, literalmente escrito en una pared. Hace poco volví a ver Posesión para darme cuenta por primera vez, después de haberla visto mucho, que en varios planos aparecía el muro de Berlín, pero Zulawski no le pinta una consigna como Guadagnino.

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Ando por la primera media hora de Roma y ya vi dos planos detalle de soretes (¡con forma de cruz!, me señala un cinéfilo mAlito), una escena donde el patrón se queja de que la sirvienta -el término es mío, para evitar eufemismos- no limpió la mierda, y otra en que la patrona es quien lo nota. Desde el peor Altman, que le hacía pisar mierda a todo el mundo por no barrerla debajo de la alfombra en Pret a porter, no veía tamaña cagada. Ahora voy por los 45 minutos y ya son dos las escenas en que un auto trata de entrar donde apenas cabe para ilustrar lo superados que están los personajes por las circunstancias: acá hay más metáforas berretas que en un poema publicado por Dunken (sé de qué hablo). Pobre Roma, es bruta y se cree fina. Solamente el melodrama se bancaría algo así, pero Cuarón construye un verosímil tan chato que dan ganas de salir en defensa del realismo burgués, como si Flaubert lo necesitara. Recomendación para todo el que suponga que esto es una buena película mexicana: consigan alguna del Indio Fernández, Alcoriza o Ripstein. Llegué al final: la función discursiva (consolidar una especie de sororidad superadora de las diferencias de clase) y la ubicación dramática del famoso abrazo son la banalidad del bien. P.D.: Recién me entero de que el presidente del jurado en el Festival de Venecia que le dio el premio a Roma fue su socio Guillermo del Toro. La cantidad de elogios desaforados que se prodigan Lubezki, Del Toro, Cuarón y otros (entre los que se cuenta Almodóvar) que estoy leyendo da tanto asco que uno extraña a John Wayne retenido en bambalinas por los asistentes de la celebración cuando el gran Brando manó a una india a recibir el premio en su lugar: puro y duro lobby disfrazado de juicio estético. Y esta gente se postula como defensora cinematográfica de las causas políticas nobles. Decí que Clint todavía está vivo y que a Mel le quedan unos cuántos años más como director si no se pone en pedo en público y mata al viejo.

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Parte del espectador: durante la primera media hora de Dolor y gloria, minutos más minutos menos, me aburrí como un condenado. Si la hubiera estado viendo en casa la dejaba. El sonido del Arte Multiplex Belgrano no ayudó en lo más mínimo. El primer (¿falso?) flashback a la infancia no emociona. Tal vez porque no dura demasiado, tal vez porque aparece muy rápido. Y eso que la evocación de pasado infantil con madre como centro de sentido y padre ausente debe de ser mi subgénero preferido. Puede que el hecho de que no tengamos tiempo alguno de identificarnos con el protagonista tenga que ver con alguna otra función que descubra una vez que vuelva a verla. El asunto es que automáticamente pensé en Fellini, y Almodóvar perdió por goleada (cosa que no pasa en La ley del deseo, donde Federico entra con gracia impar cuando el chorro de agua de una manguera baña a Carmen Maura en la calle. Tampoco hace falta irse tan lejos ni volar tan alto. Con la vuelta al pueblo de La flor de mi secreto alcanza y sobra). Así que, emocionalmente neutralizada la representación sentimental del pasado, sólo queda el también neutralizado deseo de un protagonista que la pasa mal en cuerpo y alma. Esta mera división de la existencia humana no deja de ser interesante ahora que esa dicotomía parece haber sido clausurada por la negación de toda metafísica. La voz en off enumera dolencias corporales mientras unos simpáticos dibujos las ilustran con algo de manual infantil y mucho de diseño gráfico. Porque también hay un Almodóvar de colores primarios y acumulaciones referenciales (libros, afiches, cuadros) que te deja helado, como el de Los abrazos rotos. La cuestión es que todo eso cambia cuando aparece Sbaraglia. No necesariamente debido al actor sino porque el Leo que no es Di Caprio hace del gran amor del protagonista, perdido hace más de treinta años. Ese reencuentro es hermoso. Hasta me hizo olvidar la función teatral en la que aparece, durante la cual no tuve peor suerte que acordarme de Von Trier. Cosa curiosa: supuse que Dolor y gloria me iba a dar ideas sobre la relación de Almodóvar con Eusebio Poncela y salí pensando en que los amables varones argentinos que aparecen en sus películas se deben a que Almodóvar sigue enamorado de un argentino. Si es una verdad biográfica importa menos que la evidencia de que a esta altura del partido ya es una verdad plenamente cinematográfica, como lo prueban los personajes de Grandinetti en Hable con ella y Julieta. Tan emotiva verdad que también me hizo olvidar la referencia a La niña santa de Lucrecia Martel. De ahí en más fue creciendo mi adhesión emocional, que terminó en lágrimas. Los flashbacks me siguieron pareciendo relativamente poco interesantes, a excepción de aquel en que el chico descubre su deseo por un albañil, pero son las charlas con la madre vieja y enferma las que van construyendo el clímax emocional de la película. El último plano, que resignifica parcialmente el estatuto de buena parte de lo visto hasta entonces, funciona menos como una reflexión original acerca de los procedimientos cinematográficos que como una fórmula modernista emocionalmente eficaz, un efecto alguna vez llamado de distanciamiento que no hace otra cosa que potenciar la conmoción. Doy por sentado que los que dicen que es la mejor película de Almodóvar desde Volver no vieron La piel que habito. Dolor y gloria es a su filmografía (incluso menos que l)o que El irlandés a la de Scorsese. Los mismos que ignoraron a La piel que habito ignoraron El lobo de Wall Street al hablar de El irlandés. A propósito de trabalenguas: acabo de repasar El rey de la comedia: Guasón es a Scorsese lo que La grande bellezza a Fellini.

01
Mi gentrificación me condena: «Ya no sos mi Melo, ahora te llaman Confesión»

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Midsommar: artie a lo pavote. Y sádico-hanekeano. Y simbolista, en el más peyorativo de los sentidos. ¡En una película de género! Lo peor es que supone tener «sentido del humor». Este tipo tiene el gen Von trier, Noé, etc.

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Hay películas que, quince o veinte minutos después del comienzo, siguen proyectándose solamente para que uno acumule evidencias en contra de ellas. Con Guasón pasa eso a los cinco minutos y no falla nunca. Es tan mala pero tan convencida está de que es buena o peor aún, virtuosa, que no se puede creer. Lo lindo de esto es que ponga en evidencia el pésimo criterio de Martel, que la premió en Venecia. Guasón es un comodín.

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Anoche me puse a ver Estafadoras de Wall Street con las mejores expectativas. Varios cinéfilos queridos me habían dado ganas. Sí, hay un grupo de mujeres que se unen para robarles a los estafadores legales de Wall Street. Sí, hay diversidades varias (tantas que resultan sospechosamente calculadas: una gorda, trans, y paré de contar). Sí, hay una querible relación entre mujeres que recuerda las habituales del cine clásico estadounidense entre maestro y aprendiz, pero todo está filmado tan feo y tan mal aunque proponiéndose hacerlo lindo y bien: estándar de camarita en movimiento continuo, plano sin puesta en escena, y montaje sin criterio pero sin delirio. La abandoné, decepcionado, después de media hora, y eso que el culo extraterrestre de Jennifer Lopez era motivo suficiente para seguir en la huella. Claro que incluso ahí hay otra cosa, acaso signo de estos tiempos: erotismo lavado meramente atlético. Lo entiendo en el contexto de una historia sobre mujeres que trabajan excitando a los hombres pero que no se involucran con ellos como no sea en tanto fuente de ingresos, pero para los realizadores de la película no tiene que correr necesariamente el mismo criterio de los personajes. Casi todas las películas preCode con Barbara Stanwyck explotándose a sí misma nos ponían al palo a todos.

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Al final uno se muere y listo, dice el protagonista de Il traditore con elocuente decepción mientras atrás de él los invitados a su fiesta de cumpleaños número 68 juegan al juego de la silla. Nada describe mejor a El irlandés, que por eso mismo se luce al final con su puesta en escena de la más ordinaria y menos estridente vejez. Mi plano preferido: el de Pesci mojando el pan en vino sin la dentadura postiza para poder chuparlo.

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A los quince minutos la voz off de Ad astra es insoportable (a los cinco sobraba y ya hacía ruido a los dos). Sobre todo porque entorpece lo que parece el lado puramente narrativo de la película, sus ganas de ser una de género en vez de una de Kubrick (me acuerdo que varios hablaron de Malick a propósito de esta película: ruego a los Hawks del cine que no sea cierto). Hasta Pitt, cada vez más expresivamente lacónico, se ve obligado a mirar con tristeza, como en El árbol de la vida (apareció Malick nomás), y ya sabemos que la tristeza mal entendida será sinónimo de profundidad (la tristeza cinematográfica bien entendida no persigue otra cosa que despertarnos la sensibilidad y hacernos revolcar en el goce: el melodrama no persigue entendimiento práctico alguno sino que nos perdamos en el infinito placer del sentimiento para ganarnos a nosotros mismos en la caída, para recuperarnos del fuera de sí de la acción a cuyo vuelo nos arroja la ingravidez del cine de aventuras).

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