Se produce un efecto curioso cuando uno ve todas las Misión imposible al hilo, una saga que arrancó hace más de 25 años, con hasta seis años de separación entre entregas, un hilo que atraviesa no solo décadas sino estilos, directores, contextos totalmente diversos del cine, del mundo y de cada uno de nosotros, que fuimos viendo cada nueva Misión imposible vaya a saber uno en qué momento, con quién, dónde, en qué salas que seguramente ya no existen. La memoria es caprichosa y los argumentos se enrevesan: de cada Misión imposible recordaba una cosa u otra (alguna la había visto más de una vez) pero así, una atrás de otra, con la disponibilidad digital y la perspectiva de lo que ya fue siendo todo esto, es diferente.

La primera impresión clara que se forma es que el conjunto de las Misiones componen, tal vez por el simple efecto de su sucesión, una especie de relato continuo que, por lo menos yo, no tenía tan claro. Fueron apareciendo de forma tan esporádica, con estilos tan distintos, con historias diversas y personajes que cambiaron (excepto por Ethan Hunt, por supuesto) que en algún punto casi parecía un capricho unirlas en una misma cosa.
Pero no, esa fluidez está y es un relato que se compone, por lo menos, de dos partes: una primera sección, más de prueba y error, más de búsqueda e inestabilidad, casi un prólogo, que son las primeras dos Misiones; y después el resto, que arranca en la tercera y ya va por la séptima. Son varios los elementos que establecen esa diferencia, pero a los más cinéfilos y autoristas seguramente les gustará señalar lo evidente: Misión imposible y Misión imposible 2 están dirigidos por dos autores con una impronta muy fuerte, con una mirada y un estilo de puesta en escena que determina todo, casi como si Brian De Palma y John Woo hubieran fabricado una película de franquicia que cumple con los requisitos mínimos que pedía el producto, pero en realidad filetearon un cine que tiene que ver más con su obra propia que con la inspiración de origen. Está, por supuesto, lo básico: “Su misión, si desea aceptarla…”, juguetitos ultra tecnológicos, femme fatales muy fatales, traición y recontratraición, desplazamientos por el mundo. Pero ahí donde De Palma construye un minucioso y preciso mecanismo de relojería (no por nada la escena más famosa de su Misión es la de Ethan colgado de un cable, sin poder hacer ruido, sin poder tocar nada, Hitchcock puro, tensión a fuerza de puesta en escena), Woo desata un melodrama de motos y palomas, en el que constantemente el agente Ethan está tironeado entre impedir que mueran millones de personas y permitir que el malo de turno manosee a la chica de la que se enamoró. De Palma es claro en cada uno de sus gestos, la de Woo no se entiende nada pero tampoco importa: importa el amor y el despliegue físico y caluroso de Tom Cruise, que se nos aparece colgado de unos acantilados en sus vacaciones.

Cada una de estas Misiones apunta a un sentido opuesto: la frialdad del mundo de los espías, la sangre caliente que corre por las venas de Tom. Un primer paso mucho más respetuoso del concepto original y un segundo paso que busca algo totalmente diferente. Hay mucho potencial en cada una de las entregas, hay grandes momentos, pero las Misiones finalmente correrán por otro camino.
La tercera Misión imposible (de 2006, la más espaciada, como si a Cruise le hubiera costado más avanzar con su proyecto) la dirige J.J. Abrams y, a partir de ese momento, Abrams co-producirá todas las nuevas Misión. En Misión imposible 3 es donde empiezan a aparecer los elementos que definirán el resto de la saga. Por de pronto, aparece Simon Pegg, que será una pieza fundamental (y muchas veces pasada por alto) de la dinámica de estas películas. Pero, sobre todo, se definen cuestiones estructurales: los tonos sepia, el turismo de escenografías que apunta a una globalidad instantánea (en Misión imposible 2 hay una escena de claro españolismo exótico, pero en general ni la primera ni la segunda le dan demasiada importancia al contexto de la acción: Praga o Australia, importa más el argumento), toda la película puesta al servicio de escenas de acción claves (algo que estaba en la primera, pero de una manera mucho menos física). Empieza también algo que uno tiende a olvidar fácilmente: a partir de Misión imposible 3 se empieza a trazar una historia que, en mayor o menor medida, viene atravesando el resto de las películas: en la tercera es cuando Hunt se casa (con todo lo que eso trae), esa misma historia del casamiento reaparece en la cuarta (en particular, a través del personaje interpretado por Jeremy Renner) y vemos que Simon Pegg avanza en su carrera como agente; en la quinta vemos las repercusiones institucionales de lo que pasó en la cuarta (y Renner avanza en su carrera); en la sexta se hace referencia a lo ocurrido en las anteriores (de hecho, la película empieza con un sueño de Ethan en el que vuelve a aparecer su esposa) y el personaje de Rebecca Ferguson traza una nueva línea argumental que viene de la anterior, además de que se repite malo; en la séptima hay un intento de corte un poco más fuerte, pero nuevamente se retoman elementos. Todo esto no pasaba en las primeras dos: con un espíritu más clásico, sus historias podrían intercambiarse o desconocerse entre sí. En cambio, y es muy tentador asociar a Abrams con este giro, las otras cuatro sí se construyen como una serie conectada: los personajes reaparecen pero, sobre todo, reaparecen sus historias, sus “traumas”, sus vidas. Casi como si, en el fondo, Misión imposible fuera la primera gran serie de televisión, solo que tan cara y desmesurada que tuvo que ir saliendo de a poco. La lógica se parece mucho a la de estos relatos que fueron ganando cada vez más peso: el tono sombrío, lo intrincado como sinónimo de lo serio/importante, y unas cuantas cositas más.

Sin embargo, hay un espíritu en las Misión que hace que no podamos leerlas como una serie (en el sentido moderno) y que no tiene que ver con lo que sus guionistas (también diversos) intenten construir o no. Todas las Misión, desde un primer momento, son pura puesta en escena: más elegante, más enchastrosa, más funcional, pero siempre clave. Hay un aire de juego. Vemos una nueva Misión para verlo a Tom colgado de un avión, colgado de un cable, colgado de una montaña, para ver cómo salta al vacío en moto. Todo lo demás, lo que viene antes, lo que va a pasar después, lo que explica cómo llegamos a esas escenas peregrinas y tan disfrutables, importa más bien poco. De hecho, en la quinta, lo vemos a Cruise colgado de un avión en la escena inicial, sin que terminemos de entender qué está pasando en esa misión que agarramos empezada y que sirve más de excusa para comedia y de excusa para tenerlo a Cruise del lado de afuera de un avión mientras despega. Sabemos, claro, que está intentando salvar al mundo y que las conspiraciones están a la orden del día. Pero también sabemos, como cualquier espectador avezado, que la acumulación de explicaciones alcanza siempre en las Misión un grado tal de complejidad que es virtualmente imposible seguirlas. Las propias películas lo saben y juegan el juego: toda Misión es siempre un baile de alternancia entre explicaciones habladas a máxima velocidad (grabaciones expositivas, diálogos en los que Hunt va deduciendo medio por arte de magia cada nueva capa de conspiración) y momentos en los que el tiempo se estira hasta casi superponerse con el tiempo real: segundos contados para realizar misiones imposibles, que suelen implicar artilugios casi mágicos y normalmente terminan en persecuciones larguísimas a alta velocidad por espacios reducidos y variopintos.

Por otro lado, también vale la pena notar que, si bien el agente Hunt muchas veces se enfrenta a traficantes de armas y algunas otras alimañas (no mucho más, pero bueno), en cada Misión imposible el malo de la película, en realidad, es siempre un agente secreto que se pasó de bando: Voigt en la primera, Dougray Scott en la segunda, Billy Crudup en la tercera, Sean Harris como figurita repetida (el único, dicho sea de paso, que no viene de la propia organización para la que trabaja Hunt). Es decir que esta fuerza ultrasecreta de recontraespionaje, con su poder y su anonimato, es la que produce los propios peligros que Hunt debe desarticular. Todo alcanza un grado de abstracción supina: agentes que no vemos que luchan contra agentes malos que se mueven como si no existieran pero pueden decidir la aniquilación de millones de personas en un instante. Existe la superficie del mundo, en la que nos movemos todo, y después están los sótanos del mundo, en los que se mueven estas figuras, traicionándose unos a otros.

Fue solo cuando volví a ver todas las Misión una atrás de la otra que comprendí que, en realidad, ya había visto ese mundo antes: espías y secretos, secuencias de acción mágica, amores y traiciones. Las Misión imposible siguen el espíritu del folletín. Solo que a escala de megaproducción. Las conspiraciones que atentan contra el mundo desde las sombras no son diferentes a las del Dr. Mabuse, hasta los espías ya estaban en la obra de Lang. No estoy sugiriendo que Tom Cruise haya buscado rendirle homenaje a Lang en ningún momento, pero el espíritu es el mismo. A pesar de los tonos graves que fueron adquirieron las Misión, a pesar de la grandilocuencia y el brillo de hipermodernidad, si una y otra vez volvemos a ver cada nueva Misión imposible (y quién sabe cuántas más habrá) es porque cada nueva Misión nos ofrece el último rincón del cine en el que todavía hay juego y misterio y ligereza, donde todavía respira el folletín.
