A David Bowie le gustaban los covers. En 1973 dedicó un disco entero (Pin Ups) a esa costumbre. También incluyó versiones de canciones ajenas acá y allá. En Aladdin Sane, “Let’s Spend the Night Together”. En Young Americans, “Across the Universe”. En Tonight, “God Only Knows”. En el primero de Tin Machine, “Working Class Hero”. En Heathen, “Cactus”. En Black Tie, White Noise, “I Know It’s Gonna Happen Someday”, “I Feel Free” y “Nite Flights”. Stones, Beatles, Beach Boys, Lennon, Pixies, Morrisey, Cream, Scott Walker. Bowie no se andaba con chiquitas. En Pin Ups se le animó a los Kinks (“Where Have All the Good Times Gone”) y a los Who, no una sino dos veces (“I Can´t Explain” y “Anyway, Anyhow, Anywhere”). Evidentemente le gustaba ponerse a prueba.
Mi cover-Bowie preferido está en Station to Station, un disco que el doctor Miroli debería haberles recomendado a Fleco y a Male: la sensación que produce es tan de merca que bien puede sustituir el consumo. Lo mismo vale para el ácido y el primero de Pink Floyd (o para sus singles anteriores, de donde Bowie tomó “See Emily Play” para Pin Ups). Moraleja: no hay falopa mejor que las canciones falopa. El cover al que me refiero es “Wild Is the Wind”, una canción de Dimitri Tiomkin y Ned Washington que Johnny Mathis grabó en 1957 y Bowie conocía en la versión (descomunal) que Nina Simone grabó en 1966, de casi siete minutos. Debe haber dosis iguales de inconsciencia y altanería para meterse con los grandes de manera tan sistemática. Bowie era un genio. Pero quien sabe, tal vez los genios se sientan tontos ante otros genios y su terapia sea imaginar covers para decirse “yo puedo” o flagelarse.
Quiero ser un fan honesto (risas): a Bowie las versiones solían salirle más o menos. Con “Growin’ Up” de Springsteen le fue especialmente mal. Quedó entre la camisa leñadora y las medias de red. Pero con “Wild Is the Wind” no. “Wild Is the Wind” es su gran cover. Bowie canta con una emoción teatral sublime, al punto que la voz parece al mismo tiempo confesional y paródica. Su juego (como el de Bryan Ferry, como el de Federico Moura) fue siempre el artificio conmovedor. Canto desde las entrañas porque cuido bien mis lentejuelas, podría haber dicho Bowie. Teñía sus lágrimas de fucsia. Amaba a Warhol. Su enseñanza es la enseñanza de todo dandi: también los sentimientos son una forma.

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Palo Pandolfo grabó también un disco de covers. Pero no le puso de nombre nada parecido a Pin Ups, con su deliberada carga pop. Le puso Antojo. Que es como decir: capricho. O si se quiere: lo que me da la gana. De los Who a los Pretty Things, de los Kinks a los Yarbirds, el repertorio de Bowie tiene una coherencia temporal, geográfica y de estilo: son todas canciones de bandas de rock inglesas editadas originalmente entre 1964 y 1967. La selección de Palo es totalmente distinta, y que sea difícil encontrar criterios amplios pero firmes como los de Bowie le da fortaleza al nombre del disco. Podría decirse, en todo caso: son todas canciones populares no solo por su origen y aspiración sino porque están bien a la mano, flotando en el éter de las melodías con las que nos cruzamos en el almacén o tarareamos sin voluntad. Palo (en esto sí coincide con Bowie) no busca secretos. Ni en arcones perdidos ni en las discografías que ya no podrán perderse. No hace ninguna de aquella banda australiana u holandesa que grabó un simple en la primavera de 1969 y de la que nadie se acuerda pese a que podría haber sido más grande que Led Zeppelin; o para no exagerar tanto: no hace ninguna de The Action o de los Mimilocos. Tampoco hace ninguna de los Stones, pero de haberlos incluido habría optado por “Satisfaction” o “Under my Thumb”, no por “Heaven” (¡corran a escuchar la guitarra de Jagger!). Es más riesgoso: en la elección de lo desconocido la novedad (la información) puede excusar un tropiezo; en la elección de lo comunitario Palo se enfrenta no solo a la música sino también a las infinitas historias tejidas con sus hilos. Yo me casé con este tema, hijo de puta. Cosas así. Pero junto a su evidencia, que suele declararse en la identificación del título, el autor o la melodía (uh, pará, me suena), las canciones de Antojo comunican antes que nada el nombre que las reúne. ¿Por qué este repertorio? Por el motivo primero y último: porque si.
Por supuesto, siempre podemos decir (o perdón: vi-si-bi-li-zar): Palo llama antojo a lo que en realidad es la expresión de un entramado cultural que vuelve disponibles ciertas canciones y no otras, y que revela en esa misma disponibilidad restricciones geopolíticas, de género, de lengua y de raza. Pero esta obviedad culturalista (esta verdad) nada puede con la diferencia estética. Palo canta las canciones que se le cantan, y puede decirlo así (como Antojo) no porque sea inmune a las determinaciones sino porque ganó en la forma la autoridad para hacerlo. Porque como Yupanqui, como Discépolo, como Homero Expósito, como Spinetta, como Juanse, como Charly García hizo algo demencial: un buen puñado de canciones geniales. De esas que, como dice Elvis Costello acerca de Rubber Soul, tratan de un mundo que desconocíamos. La secuencia mayor do, sol, re, por ejemplo. O la palabra “plato”. Y es que las canciones (las que de verdad importan, por lo menos) instituyen los mundos que después buscamos fuera de ellas. Por eso resulta siempre tan gracioso escuchar a alguien lanzar burlas o lamentos (no suele haber gran diferencia) contra un hacedor de canciones por la cantidad de acordes que usa o por la presunta sencillez de sus letras, como si “Jugo de lúcuma” o “El témpano” (esas obras maestras) fueran superiores a “El ojo blindado” o “Sucio gas” (esas obras maestras).

La mayoría de las canciones que interpreta Palo (incluyo los dos bonus tracks, que dejan el número en diecisiete) están originalmente en español. “Hipercandombe”, “La búsqueda de la estrella”, “Ni hablar”, “Yuyo verde”, “Sueño con serpientes”, “Vamos mujer”, “Mala vida”, “Echame a mí la culpa”. Una (“Volare”) proviene del italiano. Otras (“Éxodo”, “Ella”, “Karma policía”) vienen del inglés y son objeto de una traducción singularísima, arte en el que el rock argentino tiene ya unos cuantos triunfos (los Byrds por Charly García, Police por Soda Stereo, Rolling Stones por Los Fabulosos Cadillacs, Talking Heads por Él Mató a un Policía Motorizado, Roxette por Ricardo Iorio, los Doors por Todos Tus Muertos). El resto del repertorio de Antojo, gracias a un movimiento que el disco vuelve legítimo y teórico (no sería necesaria una firma ajena para hablar de cover), consiste en cuatro canciones del propio Palo, tres de las cuales son sus mayores hits: “Ella vendrá” y “Tazas de té chino” de Don Cornelio y “Playas oscuras” de Los Visitantes. La cuarta, también de Los Visitantes, es “Antojo”, por supuesto.
Mencioné dieciséis canciones. La que falta es “Ashes to Ashes” de David Bowie, cuarto tema de Scary Monsters y retorno del Major Tom de “Space Oddity”, que once años después del comienzo de su viaje continúa flotando en el espacio. Palo la recrea en argentino (“Funk to funky” se vuelve “Ritmo y joda”), la titula “Ceniza a cenizas” y la ubica al comienzo del disco, de manera que entramos a Antojo por el que bien puede ser su mayor desafío. Como para que quede claro: en la música, la prudencia es mérito de timoratos. De los profesionales del arreglo y de la media lengua. De los educaditos. Palo fue siempre otra cosa. De ahí la potencia de perdurabilidad que habita en sus canciones. Cuando el siglo termine los argentinos cantarán “Cenizas y diamantes” y cantarán “Five Years”, y seguirá habiendo quienes descubran que hay por lo menos una ventaja en la periferia: acá sabemos quién es Palo y sabemos quién es Bowie; allá, pobres, solo saben quién es Bowie.
En “Ashes to Ashes” Palo tiene como aliado a Richard Coleman, que conocía el paño porque con la versión de “Heroes” grabada en Para terminar, el segundo disco de Fricción, le había dado al rock argentino uno de sus covers definitivos, y cuya guitarra modifica la textura sonora original: ahí donde Bowie presenta la canción como un funk para el próximo periodo glacial o para un baile poshumano (¿cómo sonaría un robot que quiere ser negro? Como “Ashes to Ashes”), Palo y Coleman montan un bastidor electrónico para que la voz y la guitarra lo recorran y manchen. En este sentido, lo que hace Palo es opuesto a lo que dos décadas antes había hecho Tears For Fears con la misma canción. Los ingleses ofrecen una versión honesta y respetuosa (es decir, una versión sin interés). Palo define otro tipo de viaje. Lo dice la letra porque lo quiere la música. Bowie canta “funk”. Palo canta “tecno”, en un pase de magia que convierte “pictures of Jap girls in synthesis” en “fotos de niñas tecno del Japón”. En el nuevo territorio, mientras Coleman dibuja sus volutas sobre el lienzo electrónico, Palo pone a trabajar su voz, esa gloria patria (vaya un «claro, sí, puede ser» y una sonrisa filosófica para quienes dicen que desafina). Como Bowie, Palo canta varios versos desde algún punto del camino que conduce al falsete. Pero si Bowie pervierte y seduce, Palo además raspa. No tanto como un crooner al que sospechamos curtido por la bebida, las heridas del amor y la vida difícil (no como Tom Waits, no como Leonard Cohen) sino como un esteta de barrio que de joven se peinó mirando fotos de Duran Duran y se cascó la garganta cantando encima de Javier Martínez. Así, junto a su brillo, “Ceniza a cenizas” ofrece un premio colateral: el recuerdo de que existe un esteticismo obrero, y que su internacional implica uno de los montajes más hermosos del siglo XX: allá y acá Palo, acá y allá The Fall.

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En Hunky Dory Bowie hace un cover de Bob Dylan. Pero no de una de sus canciones sino de su estilo. El cover de una canción de Dylan que Dylan nunca escribió. Se llama “Song for Bob Dylan” y suena como si se llamara “Song by Bob Dylan”. Bowie se pone una máscara más, una de tantas, y juguetea con la máscara de otro. Basta repasar el comienzo de la letra: “Eh, Robert Zimmerman, escuchá. / Escribí esta canción para vos / acerca de un joven extraño llamado Dylan / que tiene una voz de arena y pegamento”. Nombre de pila y nombre artístico: Bowie no ve sino disfraces. Agarra las guitarras y los fraseos de Dylan, los baña con purpurina glam y se va a la fiesta de esa noche. Su arte es diferente al de los grandes coveristas: en lugar de hacer propia una canción que ya existe (como Hendrix con “All Along the Watchtower” o los Guns con “Knockin’ On Heaven’s Door”, para seguir con Bobby), compone una canción ajena. Es el movimiento contrario al del cover. Un anticover. ¿Por qué entonces traerlo acá, además de por antojo? Por algo bien simple. Porque en realidad, tal vez sea esto que Bowie hace lo que vibra en cada cover: un deseo no de llevar las cosas al territorio propio sino de encontrar la forma de escaparse del estilo y demás formas de la identidad. Ser otro un rato. Enterrar una mina en la propia obra, para que la obra quede siempre en minúscula, porosa, confundida con lo que debería ser su exterior. En una palabra, in-discreta. Contra el “Esto soy”, un acto de “Así me dejo”. La estrategia puede tener efectos demoledores sobre la imagen pública de un artista. Spinetta, que por lo menos a partir de los años 80 se la pasó cascoteando a sus fans vigilantes, siempre listos a derivar de su admiración un desprecio, tocó primero con Charly, reconoció después la grandeza de Virus, puso a rapear a sus pibes en el fenomenal Téster de violencia y en su jugada maestra hizo un cover de Los Ratones Paranoicos. Andá a encontrarlo entonces. Ponele un cerco a esa fuerza. Nunca donde vos me querés, parecía decir el Flaco. Nunca en ese altar que ya no conoce la vida.
Ahora bien, así como, según se dice, una virtud llevada al extremo se convierte en vicio, las estrategias de desidentidad tienen su patología en la figura del clon: el que no usa al otro para dejar de ser quien es o quien los demás piensan que es sino para conseguir una identidad vicaria. Coti queriendo ser Calamaro. Ariel Leira queriendo ser Fito Páez. Mar del Plata queriendo ser Biarritz. Un hit del refranero universitario afirma que lo reprimido vuelve. Que aunque te pases la vida lustrando el piso, insiste hasta que, crack, te hace una raja. Quizás a eso se deba, me comenta Martínez Estrada por boca de la espiritista del barrio, que en Mar del Plata haya más bandas tributo que en cualquier lugar del planeta. La ciudad nació como cover y no tuvo refundación mítica como la que Borges y el tango le dieron a Buenos Aires: es lógico que su origen retorne (como la Pampa retorna en los baldíos de la ciudad) cada vez que Séptimo Día o Mala Sangre suben al escenario para hacer canciones de Soda o los Redondos. Pronto llegará el turno de Changes o como se llame el tributo a Bowie que nos toque. ¿Qué será entonces de “Song for Bob Dylan”? Nada, seguramente. Primero, porque Changes (o Héroes, o Blackstar) no elegirá temas poco conocidos: los tributos son tributos al Grandes Éxitos del artista elegido como modelo. Luego, porque la canción tiene una fuerza propia, que crece cada vez que alguien la vuelve parte de su vida. Escucho seguido Hunky Dory. Es un disco fetiche, antisalteo y antirrandom. Empieza con el himno “Changes”, que el perejil de Simon Reynolds asocia al capitalismo financiero en su libro sobre el glam, y termina a puro folk psicodélico (¿o a puro glam progresivo?) con “The Bewlay Brothers”, que Syd Barret debía bailotear. “Song for Bob Dylan” está entre “Andy Warhol” y “Queen Bitch”. Justo en el centro del lado B. Cada vez que la escucho, no puedo no pensar que Bowie se lanzó a la conquista del más allá de sí y en su movimiento terminó arrastrando al propio Dylan, a quien después de la canción es posible imaginar vestido de lamé, tal vez un poco confundido, viendo figuras de humo en las que Woody Guthrie se metamorfosea en Mick Ronson, y Mick Ronson en David Bowie, y David Bowie en el mismo Dylan. Estas lentejuelas matan fascistas. Díganme una Esfinge más bella.
