Mastroianni: un siglo, por José Miccio

Nacido el 26 de septiembre de 1924 en el pequeño pueblo de Fontana Liri, actual provincia de Frosinone, en el Lacio, Marcello Mastroianni era ya, en el momento de su muerte, y desde hacía años, no solo un actor destacado y famoso, como tantos otros, sino uno de los nombres y de los rostros capaces de decir por sí mismos el cine. Bello, indetenible (participó en más de ciento cincuenta películas), bañado por una sombra de fragilidad que lo convertía en un galán viril y tímido, como alguna vez Fellini le indicó que actuara, Mastroianni supo moverse con igual confianza entre el cine popular y el cine moderno, tanto en sus versiones más claramente diferenciadas como en sus numerosas zonas de contacto. En los años 50, cuando accede a sus primeros papeles de importancia (Domenica d’agosto, Vita da cani) y da el salto a los protagónicos, hizo principalmente comedias y melodramas. En los primeros años 60 hizo también La dolce vita, La noche, El bello Antonio, Crónica familiar y 8 ½, es decir, películas en las que recorrió el desierto social y sentimental de hombres en los treinta, heridos por venenos de distinta clase, ligados conflictivamente a la vida. A partir de entonces, convertido en uno de los actores más importantes del mundo, fue y vino entre sus tres ámbitos de referencia, a menudo combinándolos, y mostró siempre una capacidad para llenar el plano que solo ciertas estrellas conocieron: sin hacer alharaca, sin ejercer presión, estando ahí, como dice Tarantino acerca de Steve McQueen en Meditaciones de cine. Gassman y Manfredi no tenían esa cualidad. Sordi y Tognazzi tampoco. Mastroianni sí. Eso lo distinguía de sus cuatro colegas -también prolíficos, también excepcionales- y explica por qué su campo de acción fue más amplio. Mastroianni filmó con Monicelli, con Risi y con Scola, como todos los demás, pero también con Fellini, como solo Sordi, con Zurlini, como solo Gassman, y con Antonioni, Bellocchio y los Taviani, como solo él. Ese brillo especial, que desde hace un siglo trata de ser descripto, recibe nombres diversos. Uno es fotogenia. Otro es gracia. Mastroianni puede ser el joven entusiasta de Parigi è sempre Parigi, el obstetra comprometido de Il momento più bello, el viajero del vacío de La dolce vita, el proletario antifascista de Crónica de los pobres amantes, el noble fascista de Divina creatura, el maestro revolucionario de I compagni o el empecinado traidor de Allosanfan. En todos estos papeles, tan distintos, dio el tono como si no hubiera tenido que trabajar para encontrarlo. Como sin desvelarse. De ahí que esto que escribió Luc Moullet sobre Gary Cooper en Política de los actores lo haya escrito también, lo quiera o no, sobre Mastroianni: “(su triunfo artístico) tiene algo de inmoral, de escandaloso, de injusto: logra la perfección sin gran esfuerzo, mientras que algunos de sus colegas adelgazan veinte kilos para interpretar un papel en el que trabajan durante un año para entregar a fin de cuentas apenas una histeria mediocre y una hinchazón soporífera”.

Debido a que era un actor de presencia (son contados sus énfasis, sus momentos de mera exhibición) a Mastroianni le bastaba un detalle para singularizar a sus personajes. El modo de prender el cigarrillo en Los desconocidos de siempre, haciendo girar el fósforo sobre sí mismo, el bigote y el tic en Divorcio a la italiana, el pelo rubio en La décima víctima. A veces aprovechaba la música, afición que en 1966 lo llevó a protagonizar en el teatro Ciao, Rudy, una comedia musical sobre Rodolfo Valentino. En Las noches blancas baila de pronto, con torpeza y encanto, “Thirteen Women” de Bill Haley y sus Cometas (una escena que Cary Grant, la estrella clásica más afín a Mastroianni, recuerda al año siguiente en Indiscreet, en otro ámbito social y con otra música). En Una jornada particular ensaya unos pasos de rumba. En Casanova 70, unos de tango. En Ojos negros, unos de música gitana. En Giallo napoletano, aunque rengo por la polio, unos de latin disco. En Ginger and Fred hace un número de tap con Giulietta Massina. Con poco, conseguía mucho, y como todos los grandes actores, sabía aprovechar su fama como insumo para la interpretación. Seductor, ícono varonil, después de La dolce vita, que lo condenó al rótulo de latin lover, encarnó a dos impotentes en El bello Antonio y Casanova 70, a un homosexual en Una jornada particular y a un hombre tal vez embarazado en L’événement le plus important depuis que l’homme a marché sur la lune. Su voz, su manera de hablar y entrerreír, su mirada de niño o de adulto no reconciliado con su condición, todas esas recurrencias, conformaban un estilo. Dirigir a Mastroianni era hacer algo con el archivo Mastroianni, dentro del cual se encontraba también un modo de asumir ciertos desafíos clásicos de la interpretación. Por ejemplo, el parlamento hondo, que nunca lo llevaba a moverse con énfasis y solo ocasionalmente lo invitaba a levantar la voz. En los monólogos de Enrique IV probó todas las modulaciones y volúmenes. Pero su especialidad era el rango apretado. Nadie habló bajo como Mastroianni. Basta ver (basta oír) la última conversación con Sofía Loren en I girasoli, la evaluación que hace de su vida política y sentimental ante su hija en La historia de Piera, el rechazo filosófico a una mujer joven en La noche de Varennes, el relato que le hace al hermano enfermo sobre la madre en Crónica familiar y, antes que ninguna otra, la escena de La dolce vita en la que habla solo, en un salón vacío, para que Anouk Aimée lo escuche desde otro ambiente del castillo en el que tiene lugar la fiesta de esa noche.

Este confesionalismo sin altisonancias no es accidental. Incluso en el grotesco (esa gran tradición italiana) Mastroianni prefiere no alborotarse. La comedia lo muestra bien. Gassman llega al humor sobrepasando la medida. Mastroianni, creándole una sombra que la mira burlonamente y de costado o intentando comprenderla. De un lado, la gestualidad y los parlamentos floridos de La armada Brancaleone. Del otro, la interpretación oblicua, como de reojo, de Divorcio a la italiana o el repertorio de inocencias de Giallo napoletano y Permette? Rocco Papaleo, al que Mastroianni le entrega su mirada de adulto recién nacido. No es un criterio que afecte solo a la risa. Hay que ver llorar a Mastroianni. Lo hace sin ruido, sin muecas, solo excepcionalmente con la ayuda de las manos. Su cara húmeda en primer plano. Y listo, ¿para qué más? Una poética del llanto reservado. Con sus grados, por supuesto. Mastroianni llora un buen puñado de lágrimas en Dramma della gelosia (tutti i particolari in cronaca), unas cuantas en Las noches blancas y Splendor, algunas menos en Ciao Maschio, tres en Crónica familiar, dos en El extranjero y una sola, magnífica, en el final de El bello Antonio. (Habría que agregar la lágrima cero: esos ojos siempre a punto de desbordarse en los últimos minutos de Fantasma de amor, pequeña cumbre del romanticismo y de la contención burguesa). En la película de Bolognini, Mastroianni interpreta la impotencia no como una cuestión clínica sino estética: la consecuencia de una admiración tan absoluta por el amor y la belleza que termina por interrumpir la sexualidad. Claudia Cardinale, a quien tres años después le dirá en 8 ½, embelesado: “Qué bella sos, me intimidás”, le señala una vez, entre sonrisas: “No parás de besarme”. Y es cierto. Pero los besos no cumplen para Antonio ningún rol en la erotización de los cuerpos: expresan el amor, la admiración, el agradecimiento. O tal vez más precisamente: la plenitud de la contemplación. Cuando se dirige a la Cardinale la llama ángel. Esta sensibilidad decadente -que no puede unir sexo y amor- termina por poner en evidencia el entramado de intereses económicos y de estatus en el que coinciden la iglesia católica y la familia burguesa. Antonio es un esteta. Un inocente contra el cual su mundo se pone en movimiento para imponerle la soberanía desafiada sin ambición. Por eso cuando los hilos sociales le tejen una figura aceptable, Antonio llora. Es un hombre, finalmente (ese renuncio). Tiene una casa, un hijo y un naranjal. El ángel ya no existe.

El brillo de El bello Antonio depende de muchos factores (la novela de Brancati, la dirección de Bolognini). Pero depende también, y quizás antes que nada, de la manera en la que Mastroianni sostiene esa lágrima lenta, que despide una vida que podía aspirar a no ser falsa. Lo mismo sucede en Crónica familiar, solo que el llanto (de un hombre pobre, no de un burgués) responde a la confirmación de un mundo, a su persistencia hiriente, en lugar de inaugurarlo o despedirlo. Mastroianni, a quien la vida parecía haberse aferrado sin condiciones, es el perfecto rostro de la angustia. Visconti lo intuyó en Las noches blancas. Fellini lo vio mejor que nadie. Aspirante a escritor, periodista frívolo, Mastroianni recorre La dolce vita en contradicción consigo mismo (es su gran papel moderno) y la termina en estado de vileza, entregado enteramente a la diversión maníaca, pronunciando el parlamento más feroz y desesperado de los años 60: “La fiesta no debe terminar nunca”. Tres años después, en ese otro monumento aún vital que es 8 ½, se depila el pecho para restarse virilidad e interpreta nuevamente a un personaje en crisis creativa (un director de cine, esta vez), pero en lugar de reconciliarse con la vida vacía o terminar con ella, como hace en La dolce vita su amigo Steiner, es rescatado por la ficción, única esperanza cierta concebida por el cine de Fellini.

El modo en que La dolce vita mete el dedo en la llaga existencial de lo que se dio en llamar Milagro Económico le dio a Mastroianni una autoridad para la interpretación de personajes en crisis que continuó hasta su vejez. Hizo, además de Crónica familiar y El bello Antonio, La noche con Antonioni, El extranjero con Visconti, La piel con Cavani, El paso suspendido de la cigüeña y El apicultor con Angelopoulos (el griego lo hizo llorar con énfasis y ruido, pero una vez en plano medio y otra con la cara pegada a la tierra: aunque dado a la sobreindicación, no podía no saber que enfrentaba un estilo) y el otro gran conjunto de su obra: las seis películas que filmó con Marco Ferreri. Son estas: La gran comilona, L’uomo dei cinque palloni, Ciao maschio. No tocar a la mujer blanca, La historia de Piera y La cagna. En las cinco primeras muere, en tres de ellas se suicida, en la última queda en una isla con Catherine Deneuve, sin mucho por delante. Así, Mastroianni encuentra con Ferreri la suerte que acechaba a sus angustiados pero que jamás se había cumplido. Pocos planos más difíciles de elaborar que el de L’uomo dei cinque palloni en el que lo vemos saltar por la ventana. Pocos planos más hirientes que los de La gran comilona en los que lo vemos muerto, sentado en un auto antiguo, bañado de nieve, con Piccoli gritando de dolor y besándolo en la boca abierta. Es una imagen que tiene pocas correspondencias. Una está en Allosanfan, en la que Mastroianni muere confundido, en plano general, como si fuera parte del grupo al que traicionó para salvarse y abandonar la aventura anarquista. Otra está en Fatto di sangue fra due uomini per causa di una vedova. Si sospettano moventi politici (el titulo denuncia que la directora es Lina Wertmüller), en la que muere en primer plano, junto a Giancarlo Gianinni, baleados ambos por los fascistas, abrazados ambos por Sofia Loren, envueltos los tres por el “Casta Diva” de Bellini. Y una tercera está en No tocar a la mujer blanca, en la que muere, también en primer plano, pero sin el pathos operístico de Wertmüller, en las ropas (más que en la piel) del general Custer. Es uno de esos solapamientos que se dan entre actor y personaje: hay a quienes la cámara parece no poder mostrar de cierto modo. Mastroianni podía sufrir y mirar como si el mundo se hubiera empozado en sus ojos. Pero no podía estar muerto. De ahí que Ruiz lo despida yendo hacia el final en Tres vidas y una sola muerte. De ahí que Bemberg levante una leyenda a partir de su desaparición en De eso no se habla. Y de ahí un epíteto para Ferreri: el cineasta que mataba a Mastroianni.

A esta línea existencial, pero tratada en un tono distinto (melancólico y suavemente insidioso en Oliveira, melancólico y lúdico en Ruiz) pertenecen las dos últimas películas de Mastroianni. El bastón, el agravamiento del temblor de manos que ya le conocíamos, la expresión cansada, la línea de diálogo “Vivir mucho es un don de Dios, pero tiene su precio”, y claro, el cartel del inicio, que le dedica la película a su memoria, vuelcan sobre cada plano de Viaje al principio del mundo el aliento del fin, algo que se vuelve todavía más cercano para quien tenga presente que fue durante el rodaje de esta película que Anna Maria Tatò registró los testimonios que dieron lugar a Mi ricordo, sì, io mi ricordo, el documental en el que Mastroianni repasa su carrera con la misma gracia con la que actuó, y con la conciencia de estar despidiéndose. “Este es un oficio maravilloso”, dice en un momento. “Te pagan por jugar”. Raúl Ruiz dirigía con este mismo espíritu, por lo que Tres vidas y una sola muerte funciona como una cumbre de la inteligencia lúdica. Mastroianni interpreta al menos cuatro papeles: un comerciante de armas, un profesor de antropología negativa que durante ciertos periodos se vuelve linyera (o al revés, claro), un mayordomo y un hombre atrapado por las hadas que viven en su departamento. La manera en la que enfrenta esta variedad, sin llamar la atención sobre sí mismo, deja en evidencia que la condición de Mastroianni no era la del actor mutante (nadie menos parecido a Alec Guiness) sino la del niño que dice: ahora soy un pirata, ahora un jabalí, y le basta el anuncio para realizar la identidad imaginada. A esto se debe que la película pueda ser vista (el propio Ruiz lo sugirió una vez) como un documental sobre Mastroianni actor: así entra y sale de los personajes, así los pone en relación, así juega. La cifra de su manera de entender la actuación es el modo en que se frota las manos cada vez que se vuelve mayordomo: en parte pase de magia, en parte expresión de entusiasmo. En el documental de Tatò, Mastroianni dice que no entiende a los actores sacrificados (los que se encierran en un convento, los que se retiran en las montañas, los que hacen del sufrir un culto) porque considera que lo fundamental del oficio está en el poliladron. Esta idea implica no una mera mímesis de la infancia (como si fuera posible) sino una poética. Niño es a quien le basta su propia convicción para volver real el papel que sueña. Actor es quien consigue que la convicción pertenezca no tanto el que la propone como a quienes son en cada ocasión sus testigos. En este punto, el cine no conoció actor más grande que Mastroianni.

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Una versión más breve de ese texto fue publicada en el catálogo del 8° Festival de Cine de General Pico. Agradezco a Ana Contreras la invitación a escribir.

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