La fortuna, sobre «The Million Ryo Pot», por Marcos Rodríguez

Los que saben ya lo conocían, así que de descubrimiento, nada, pero en lo personal confieso que en mi vida había escuchado el nombre de Sadao Yamanaka, así que encontrarse con las películas de este (¡otro!) gran maestro del cine japonés clásico en el Festival de Mar del Plata fue mucho más de lo que podía esperar. Secreto de nadie, Yamanaka es considerado en Japón uno de los grandes maestros de su generación (junto con Ozu y Mizoguchi), pero de las más de veinte películas que filmó en su corta vida (murió en 1938 en Manchuria, adonde lo habían enviado como parte del Ejército Imperial) solo sobreviven tres largometrajes. Al parecer, esas tres películas alcanzan para incluirlo en las listas de los mejores directores japoneses de la historia. Incluso conociendo estos datos (que uno puede encontrar en cualquier catálogo o por internet), nada me podría haber preparado para The Million Ryo Pot, una película de hace 90 años, una película absoluta, una obra maestra.

La película empieza con unos preciosos planos de situación: un castillo medieval, árboles gigantes, encuadres perfectos de arquitectura tradicional japonesa. Estamos en un jidaigeki, una película de época; pronto aparecen las voces sentenciosas, los kimonos y las peladas. El tono grave, la ambientación de época, los planos de transición estilo-Ozu, la cadencia de la película y de sus actores siembran indicios que parecen encaminarnos hacia la tragedia o, por lo menos, hacia lo épico. Pero enseguida el argumento nos encamina hacia territorios más ligeros: el antiguo fundador de un linaje noble reunió una enorme fortuna en ryo de oro, previendo una posible guerra que nunca llegó. Reunida su fortuna de un millón de ryo, decidió enterrarla en un lugar secreto, y escondió el mapa de su tesoro en el esmalte de un jarrón: pasaron las generaciones, el jarrón fue pasando como herencia pero la historia del mapa se perdió, hasta el presente en el que el último heredero se viene a enterar de que ese jarrón viejo que le dio a su hermano segundón como dote matrimonial la semana pasada escondía el secreto para la mayor fortuna de todo Japón.

A partir de esa historia inicial, a través de la búsqueda de ese jarrón perdido, comienzan a tejerse una serie de historias, que atraviesan diferentes personajes de distintas clases sociales. En un primer momento, el fresco de época parece ramificarse horizontalmente sin una dirección, pero con el correr de la película todos los hilos se va entretejiendo en un guion muy preciso, que acaba por llevar todos los ríos a un mismo cauce: clasicismo del más imperceptible y fluido.

Una de las primeras sorpresas de The Million Ryo Pot es la naturalidad con la que enhebra diferentes géneros, de formas completamente inesperadas. Del relato de época a la comedia, de la tragedia social de los bajos fondos al drama intimista, de la comedia infantil y slapstick a peleas de samuráis, todo atravesado por la melancolía y la comedia matrimonial. Cada elemento encuentra su espacio natural dentro de esta película absoluta. Llama la atención no solo la maestría de todos estos movimientos, sino también su modernidad, en una película de 1935.

La figura central de The Million Ryo Pot es sin duda Sazen Tange, un ronin manco y tuerto que, si bien figura en el título original en japonés, en realidad está lejos de ser el centro del argumento de la película. Sazen Tange trabaja como patova en una casa de tiro al blanco en los barrios pecaminosos de la antigua Edo: una especie de antro con geishas, con la particularidad de que en él, además de chupar y charlar con jovencitas, los huéspedes se dedican a olvidar sus problemas tirando flechas a diferentes tipos de blancos. Tange se encarga de la seguridad pero, fundamentalmente, es un tipo malhumorado y malhablado, que se la pasa puteando. La presentación del personaje se da cuando la dueña del local empieza a cantar una preciosa canción melancólica, para deleite de todos los presentes, excepto para Tange, que sale de su rincón puteando porque dice que la voz de la patrona le va a causar dolor de cabeza y le grita para que no cante: al pasar por el pasillo, da vuelta una estatua que está en una mesita baja, para que quede con la cara mirando hacia la pared, y le de la espalda a la jefa. Después de esta presentación al paso, Yamanaka se dedica a filmar un momento musical suspendido en el aire: la patrona tocando el samisén y cantando sobre el paso del tiempo y el vuelo de las flechas. La canción atrae la atención del hermano segundón del gran señor feudal, que salió a recorrer la capital para ver si se encuentra con el bendito jarrón, y al pasar por la ventana del local queda prendado de la jovencita que trabaja ahí. Más adelante, va a encontrar cómo volver al local. Entre los huéspedes de la casa en ese momento se encuentra un joven viudo, padre de un chico, que trabaja todo el día peleándola, pero por las noches se viste con su mejor ropa y sale a la casa de tiro, y se hace pasar por gran empresario y olvida todos sus problemas tirando flechas. Una discusión lleva a una pelea, la pelea lleva a una tragedia y la tragedia resulta en que su hijo queda huérfano. Sazen Tange putea y gruñe, la patrona dice que ni en pedo piensa recibir al huérfano en su local ni por una noche, y por corte de plano pasamos al chico (que por los hilos de la trama imposible terminó recibiendo el jarrón de la herencia millonaria, aunque sin saber lo que es) viviendo en la casa de tiro al blanco.

El trabajo que hace Yamanaka con el personaje de Sazen Tange es difícil de explicar: por montaje y con total elegancia lo vuelve figura central de sus pasos de comedia; pero no por eso deja de ser un luchador épico con algún pasado violento que nunca conoceremos, lo vemos pelear y ganarles a todos; es un puteador y un hombre que habla poco, pero también es el centro de la ternura de la película: la relación entre Tange y el huérfano ya prefigura Kikujiro, de Takeshi Kitano.

Podría seguir enumerando los recovecos y los hallazgos de The Million Ryo Pot, pero pierde la gracia, así que voy a cerrar con un último punto más. El jarrón del mapa del tesoro es, por supuesto, un McGuffin gigantesco que le sirve de excusa a Yamanaka para recorrer todo Edo de una punta a la otra y de arriba abajo, y para contar lo que quiere contar. Sobre el final, el segundón que heredó el jarrón roñoso logra descubrir el destino de su herencia: el jarrón que estuvo buscando por todas partes estaba en la casa de tiro al blanco que había estado frecuentando, la usaba el huérfano-adoptado como pecera para su pez dorado. Tras una larga cantidad de idas y vueltas con su esposa, logra convencerla de que es su misión salir a buscar ese bendito jarrón perdido por toda Edo, una ciudad tan grande que recorrerla completa podría llevarle veinte o treinta años; ella acaba por aceptar, porque después de todo se trata de la fortuna más grande de todo Japón. Sentado en la casa de tiro, junto a la joven señorita que atiende a los clientes y también junto a Sazen Tange, el segundón sonríe y la pasa bien. Tange le pregunta, ahora que sabe dónde está el jarrón, si no piensa llevárselo para buscar el tesoro. Por ahora no, le contesta mientras toma otra flecha, porque si recupera el jarrón se quedaría sin excusa para venir todos los días a la casa de tiro al blanco.

Ni todo el oro de Japón vale un verdadero momento de ocio.

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