El testamento de Orfeo, por Jean Cocteau

Además de un autorretrato de orden interno, esta película es una traducción de cómo me imagino una iniciación órfica. En cierto modo, la masonería es una decadencia de esas iniciaciones semejantes a la del templo de Eleusis, de ese ceremonial que llegaba hasta las amenazas de muerte (Minerva y su falsa muerte). Hasta Descartes -por el que no escondo mi aversión y al que ubico entre los trajes rojos de la partida de caza que persigue a los poetas- se ocupaba de cultos secretos, ritos oscuros y pertenecía a la Rosa Cruz.

Pero al círculo cerrado de Descartes, o de Voltaire y los Enciclopedistas, yo opongo el círculo abierto de Pascal o Jean-Jacques (a pesar de lo fastidioso y grandilocuente que es este último).

Soy el antiintelectuaal por excelencia y mi película lo demuestra. La concebí en ese claroscuro, esa vigilia que permite que nuestra noche se deslice hasta el día como disimulada, pasando sin ser vista frente a las narices del intelecto y su control de mercaderías prohibidas. Después, los obstáculos de orden comercial y la dificultad para encontrar una pequeña suma de dinero (algo muy sospechoso para los que invierten grandes sumas) me alejaron de mi objetivo. Y este, a la distancia, se me hacía tan incomprensible, tan extraño, tan estúpido, diría, como a los miembros de ese circo romano que dicen conocer al público y saber qué es lo que pide.

Mi nuevo equipo de trabajo me hizo avergonzarme por haberme dejado vencer por el control de la inteligencia (el peor enemigo de los poetas). Porque a ese equipo, muy simple (electricistas y técnicos), le parecía normal trabajar hasta el agotamiento sobre episodios de los que yo prácticamente me avergonzaba. Esas personas representaban la maravillosa inocencia que yo estaba empezando a perder.

No me animaba a interpretar mi propio papel: ellos se esforzaron por convencerme de que nadie más podía hacerlo por mí. En síntesis, el respeto por el entusiasmo y el coraje del equipo, la gratitud hacia su confianza y gentileza, me hicieron reencontrar la infancia perdida. Durante la agotadora búsqueda de fondos -que los productores me ofrecían a montones, hasta el momento en que entraban en contacto con el guión y el libreto- en cierto modo yo había envejecido.

Pero una bella obra cinematográfica no está hecha de tinta. Hay que desconfiar de la seducción ejercida por una historia que se desintegra al llegar a la pantalla.

Cuando me preguntaban: “¿Qué espera de esta película?”, yo respondía: “Ya es suficiente con la profunda alegría que me da hacerla como para esperar algo más”. Después, algunas semanas de salas llenas, colmadas de juventud, me hicieron sentir una nueva alegría. Me demostraban que eso de “los jóvenes que no se interesan por nada” es una fábula, y que si la juventud parece no interesarse por nada tal ve sea porque no le dan lo que pide y le interesa.

Si la exégesis es una musa (y en particular alemana), el peligro de exégesis existe. Un poeta tiene que aceptar lo que le dicta su noche, así como quien duerme acepta sus sueños. Y sin que se active el control, al igual que estos. De modo que, evidentemente, dice mucho más de lo que cree decir. Y está bien que los demás hurguen en su obra inconsciente al igual que Freud y Jung buscan en los sueños la verdadera personalidad de u individuo. Pero sigue existiendo el peligro de que se indague demasiado y, como pasa con los psicoanalistas, se fabriquen relaciones que recaen en el error de los intelectuales. Por desgracia, con frecuencia lo constato en artículos donde los jóvenes se muestran de los más amables conmigo. No tengo problema con que digan que soy un maniático sexual y un criminal inconsciente, pero es ridículo pretender que hay arte allí donde lo evito y sobrecargar de signos y símbolos una obra cuya nobleza consiste en no utilizarlos.

El testamento de Orfeo no tiene nada que ver con los sueños. Toma de ellos su mecanismo, eso es todo. Porque la realidad del sueño nos pone en situaciones y tramas que no nos sorprenden a pesar de su absurda magnificencia. Los padecemos sin la menor sorpresa, y si lo magnífico vira hacia lo trágico, no tenemos ninguna posibilidad de evitarlo salvo despertándonos, lo cual no depende de nuestra voluntad. Una película permite que un gran número de personas sueñen juntas un mismo sueño. Y ese sueño, que no es tal, sino una realidad trascendente, no tiene que dejar que el espectador se despierte, es decir, que abandone nuestro universo para volver al suyo. Si esto ocurre, se aburrirá tanto como alguien a quien le contamos un sueño. Ahí empieza la dificultad: cualquier fragmento demasiado extenso, cualquier dilación o corte en el hilo conductor, la menor laguna en el interés generado en el espectador hacen que este escape a la hipnosis colectiva. Y su huida puede ser contagiosa y provocar la de otros. Es lo que temía con mi película. Y para mi sorpresa constaté, a través de los relatos que me hacen, que mis salas son atentas y no se resisten ni voluntaria ni accidentalmente a ese faquir que tiene que ser la pantalla cinematográfica, que hipnotiza con la luz y las imágenes que en ella se despliegan.

Me da mucha gracia cuando me reprochan efectos y artificios. No usarlos sería amputarle a una película su principal privilegio, que es mostrar lo irreal con la evidencia del realismo. Me pregunto por qué debería renunciar a medios que sólo el cinematógrafo posee. Y en este sentido, ¿por qué me privaría de hacer literatura y teatro sin recurrir a las artimañas y estratagemas que pueden hacer del teatro algo más que una insulsa imitación de la vida?

Nuestra época tiene tendencia a confundir el aburrimiento con lo serio. Y a sospechar de todo lo que no le recuerda al espectador que es un adulto, al que le avergüenza divertirse. Esto se resume en la célebre frase que oímos con Picasso de boca de un espectador tras el escándalo de El desfile del amor: “Si hubiese sabido que era tan tonta, habría traído a los niños”. Y no vayan a creer que menosprecio las películas que imitan a la vida, o que al menos logran, por medio de una suerte de genio, fingir que captan el momento. La escena en la habitación de Sin aliento y el interrogatorio psiquiátrico de Los cuatrocientos golpes son obras maestras inolvidables. Por nada del mundo querría que crean que me pongo como ejemplo y pido que me sigan. El testamento de Orfeo es la puesta en funcionamiento de un campo que me es propio, y sería fastidioso que se convierta en un género. Soy un poeta que detesta el estilo y el lenguaje poéticos pero solo puede expresarse en forma de poesía, es decir, por la transmutación de las cifras en cantidades y del pensamiento en actos. Si hice la película de Los padres terribles fue porque había un problema por resolver: filmar una obra de teatro sin cambiar nada y de modo tal que se metamorfosease en cinematógrafo. En El testamento, el problema por resolver era vencer la falta de pudor desvistiéndome de mi cuerpo para exhibir mi alma desnuda.

Alain Resnais me escribe: “¡Qué lección de libertad nos ha dado a todos!” Esta frase me enorgullece. Probablemente esa libertad es lo que nuestros jueces consideran puerilidad. ¿Saben ellos caminar con ligereza sobre aguas profundas? ¿Sabe, poseídos de modernismo como están, que pronto sonreiremos al recordar a los primeros astronautas, al igual que hoy sonreímos al pensar en los primeros automovilistas, con todo su cuero y sus antiparras? ¿Conocen el drama de ser juez? ¿Saben que la bella ciencia consiste en olvidar el saber? Resnais, Bresson, Doniol-Valcroze, Franju, Truffaut, Langlois, y ustedes, críticos, y ustedes, incontables jóvenes que me escriben cartas que conservo con amor ¿de qué manera agradecerles por haber consolado mi larga soledad, por haberme dado el coraje de vivir?

P.S.: Tras extenuarme con preguntas pertinentes e impertinentes, un periodista me preguntó: “¿Adónde lo lleva Segesto al final de la película?” Tuve que responderle: “Adonde no está usted”.

Pero no hay que confundir esa partida con la muerte. Me voy a otro universo. Un día me gustaría dejar este murmurando lo que gritaba un señor después de una función en el Avenue: “No entendí nada, exijo que me devuelvan el dinero”.


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Jean Cocteau, Poética del cine, El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2015

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