Confieso que creí que Larraín venía a completar algo así como una trilogía sobre “mujeres de gestos modosos que son víctimas del poder”, pero Maria me sorprendió gratamente. Partimos de la base de que al encarar una película sobre Maria Callas, esa figura de mujer-que-parece-poquita-cosa-pero-en-el-fondo-es-fuerte de entrada no aplicaba, y lo de víctima podría llegar a aplicar pero con otros tintes porque, en definitiva, hablamos de una diva, incluso si se trata de una en decadencia.
Uno de los mayores aciertos de Maria es que, a diferencia de lo que había hecho con sus biopics anteriores, en los que buscaba la intimidad “secreta” y contar las grandes figuras desde los rincones humanos que pocos conocen (ese plus de esnobismo disfrazado de humanismo), acá decide embeberse y empaparse de ópera, de flashbacks, de fantasmas y alucinaciones para poblar los últimos días Maria Callas: una cruce entre realidad y fantasía, entre autobiografía alucinatoria y la voz de la verdadera Callas injertada en un festival de actuación. La lógica que sigue esta película no es la de la ópera sino la del compilado de greatest hits de arias: una mirada mucho más grasa y mucho más saludable que le permite, sin envararse en la artificialidad del “gran arte”, vampirizar los grandes estallidos emotivos de la música, ese más allá de todo, que va mucho más allá de todo en el vehículo de la voz de Maria Callas: un otro lado que viene a torturar a esta Maria-Jolie consumida y sin voz.

Como, de todas formas, Maria es una película que por momentos funciona pero por momentos parece preocuparse únicamente por construirse como vehículo para hacer de Angelina Jolie una diva (por más que ella se resista), todo lo que podría haber sido juego, lo que abría puertas y borraba fronteras nunca llega realmente a tener calidad de juego, es decir placer para el espectador. De entrada, la película se dedica a señalar muy claramente: esto que vemos son alucinaciones que está teniendo la señora Maria Callas, que en sus últimos días de vida se la pasaba empastillada y no podía distinguir realidad de fantasía. Para que quede más claro y a prueba de cualquier error de lectura: apenas se presenta el entrevistador de televisión que supuestamente viene al departamento de la Callas para preguntarle sobre su vida, nos dice que se llama Mandrax: el nombre de las pastillas que unos segundos antes la cámara nos señaló y subrayó. Apenas empezada la película y ya nos rompe el corazón: no va a haber engaño ni duda, esta es una película seria que explica todo. Lado positivo de todo esto: Larraín nos dice también (repetidas veces) que su Maria es perfectamente consciente de esto y elige esas pastillas, elige ese escenario en el que todavía es una diva, en el que todavía su vida tiene un sentido.
En rigor, si uno tuviera que buscar emociones genuinas en Maria, habría que dirigirse hacia las dependencias de servicio: los papeles del ama de llaves y el mayordomo, encarnados por grandes actores que saben actuar con poco, que son Alba Rohrwacher y Pierfrancesco Favino, los italianos de la película a los que la película no les regala prácticamente ningún primer plano (sobre todo a la Rohrwacher) y que sin embargo son los que sostienen a Maria y a Maria, y que permiten construir la que tal vez sea la escena más conmovedora de todo esto: un juego de cartas en la mesita del comedor diario, en el que los tres viejos ríen un poco y acusan de tramposa a Bruna y Maria Callas se despide de sus únicos compañeros.

El resto (casi toda la película) es un festival de Angelina Jolie: desde el primer plano en el que “canta” frente a cámara sobre un fondo negro, pasando por los anteojos, el maquillaje, las salidas de cama, el piano insatisfecho, los ensayos, los traumas, los amores frustrados, los resentimientos, la necesidad de diva de adulación constante. La Jolie, hay que decirlo, cumple y no debería sorprender: nunca fue mala actriz, nunca fue una gran actriz. Como toda Maria se pone detrás de Maria, la estrategia funciona: las secuencias están armadas para invocar el aura de la diva y la magia del cine se confabula para imitarla. Es así como llegamos a una de las ideas más lindas y artificiosas de la película (¿más operística?) que es la escena de muerte de Maria Callas: enferma, consumida, sin haber comido en días, con análisis de sangre y diagnósticos de por medio, con visitas del fantasma de Aristóteles Onassis (ese argentino), con intentos frustrados por ensayar sus viejas arias y recuperar su voz para, por primera vez en su vida, “cantar solo para ella misma”, llega el día. La película lo anticipó al inicio. La pareja de sirvientes sale a hacer las compras, Maria queda sola en el departamento y, mientras pasea por los salones vacíos y alucina orquestas, emprende un último canto, todo ese dolor y esa furia y ese sufrimiento que sabe que va a matarla. Muerte por aria.
Dos notas más. Después de ver muchos biopics, escribir sobre ellos, discutir con amigos, sigo sin tener una idea clara de qué sería exactamente este género, dónde empieza o termina, qué características ostenta y cómo habría que comerlo. Sigo a la espera de algún iluminado que se tome el biopic en serio y pueda esclarecernos. Mientras, tengo la sensación de que, por decirlo de alguna manera, los biopics son solo cabalmente biopics cuando son biopics malos. Como si el corazón del género estuviera en lo berreta, el mediopelo y la salud moral: contar una vida dando por supuesto que una vida se puede contar y con fe inquebrantable en que al otro lado de esa vida vamos a encontrar una moraleja. En cambio, cuando un biopic resulta que es una buena película, la cosa se complica porque entonces, más que biopic, pasa a ser otra cosa: una película de autor, una película de época, no sé. Me pasó hace un tiempo con Ferrari y me pasó ahora con Maria: dos excelentes ejemplos de películas que están lejos de ser una obra maestra pero que funcionan y funcionan bien. La clave no está, creo, en la concentración del tiempo en pocos días (el biopic por metonimia sigue siendo una forma elegante del biopic) sino en una mirada que sabe articular todos los elementos de esa historia (una vida) dentro de una trama de sentidos: la mirada sobre el profesionalismo de Mann, o el desborde de la ópera. Creo que Maria funciona porque busca esa expansión del sentido que es la música mucho más que la idea de contarnos la vida de Maria Callas.
Nota dos: es un poquito obvio y hasta un poco una trampa usar “An Ending: Ascent” al final de una película, pero eso no quiere decir que sea menos efectivo. Larraín incluso incorpora el título de la canción (¿canción?) de Brian Eno en la película y cierra con ella, sobre las imágenes de archivo, una película sobre ópera con música ambient. Gesto posmoderno que garpa.

Hay que dejar de usar «An ending (Ascent)» por dos años. Ya estuvo en Traffic, en «28 days later, en Drive, y ni contemos las series.
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