1. En “Hacia El fin del mundo”, el ensayo que le dedica a Ernesto De Martino y que puede leerse en el recientemente editado La letra mata, Carlo Ginzburg cita un breve texto hallado entre los papeles de su compatriota:
“El aura comienza así: el mundo se vuelve sórdidamente extraño, diabólicamente amenazante, privado de afectos. Es el signo de que la presencia comienza a debilitarse. Entonces se produce la ausencia, improvisada, momentáneamente, completa (…) Luego, después de algún instante, la presencia emerge desde el naufragio y, junto a la presencia, el mundo, restaurado en sus formas, con sus afectos. Es como si hubiese sido deslizado lentamente fuera de la historia”.
Es la descripción de los ataques epilépticos que De Martino sufrió cuando era joven. La descripción que hace Darín en El aura cuando Dolores Fonzi le pregunta qué se siente (“¿Duele?”) es muy distinta.
“Unos segundos antes yo ya sé que voy a tener un ataque. Hay un momento, un cambio, los médicos le dicen aura. De pronto las cosas cambian. Es como si el mundo se detuviera y se abriera una puerta en la cabeza que dejara pasar cosas. Ruidos, música, voces, imágenes, olores. Olor a escuela, a cocina, a familia. Y ahí sé que el ataque es inminente, que no se puede hacer nada para evitarlo. Nada. Es horrible. Y perfecto. Porque durante esos segundos sos libre, no hay opción, no hay alternativa, nada para decidir. Todo se ajusta, se estrecha… y uno se entrega”.
De Martino y Darín (a partir de ahora voy a escribir Bielinsky) coinciden en señalar que los ataques epilépticos producen la suspensión del mundo, y coinciden además en el recurso a la comparación. “Es como si”, dicen ambos para explicarse y explicar. Pero más allá de esto, la manera en la que tratan con el aura es opuesta. Para De Martino es un signo de valencia negativa: el signo de que la presencia empieza a debilitarse. Lo que de verdad le importa es que la ausencia acontezca y lo que hay antes y después de ella: las formas y los afectos que preceden al ataque y que se restauran al restaurarse el mundo. Para Bielinsky, en cambio, además de un anuncio violento de lo que va a suceder, el aura es un caldo variado y feraz de sonidos, imágenes y olores. De Martino ve el aura como padecimiento, de ahí las palabras a las que recurre: “el mundo se vuelve sórdidamente extraño, diabólicamente amenazante”. Bielinsky ve el aura como padecimiento y esplendor, de ahí que la califique de horrible y de perfecta.

Por supuesto, las descripciones difieren porque difieren los sujetos y los escenarios: un historiador-etnógrafo en un apunte suelto, un cineasta en una película de enorme magnitud. De todos modos, la lectura de Ginzburg empareja enseguida el escenario porque el texto de De Martino no es solo una curiosidad hallada entre sus materiales de trabajo sino un documento que le permite leer una inscripción autobiográfica en una de sus obras más importantes: El mundo mágico, el estudio que De Martino dedicó al magismo como época histórica (una época en la que “el ser aún no está decidido y garantizado, y en la que la defensa contra el riesgo de no ser conduce a una creación cultural que realiza efectivamente el rescate de ese riesgo”). Este es el fragmento al que se refiere Ginzburg:
“La crisis de la presencia se siente como una fuerza oculta, como una influencia maligna. La crisis de la objetividad del mundo se experimenta como si todo adquiriera la ductilidad de la cera, como si las cosas perdieran su resistencia y se hundieran en sus contornos. El mundo cede, se derrumba, pierde relieve y decoro, se vuelve sórdido”.
El apunte y el libro tienen dos cosas en común. Primero, el concepto (inspirado en Heidegger pero conducido hacia otro lugar) de crisis de la presencia: la sensación de que el mundo se vuelve inestable y el sujeto pierde su lugar en él. Después, la retórica: con palabras muy similares, De Martino intenta explicar el aura tal como la experimenta un epiléptico y “el riesgo de no ser” tal como lo puede experimentar el sujeto de una cultura ante determinadas situaciones (la muerte de alguien querido, por ejemplo). Pero incluso cuando El mundo mágico enriquece la descripción, el valor de todo lo que el aura convoca sigue siendo negativo: amenaza, hundimiento, pérdida, derrumbe. Ni colores, ni sonidos, ni olores, ni escuela, ni familia. El aura es horrible-horrible, no horrible-perfecta.
2. En última instancia, lo que enseñan las descripciones de De Martino y Bielinsky es la diferencia entre la visión de un historiador-etnógrafo y la visión de un artista. Es lógico que el primero haga hincapié en la ausencia (“un lento deslizamiento hacia el afuera de la historia”) y en la restauración del mundo. Ahí está su tema. Por eso el privilegio que tienen en sus análisis las ceremonias que las culturas destinan a salvaguardar o restituir la presencia en crisis. El lamento fúnebre, por ejemplo, que De Martino estudió en Morte e pianto rituale. O la tarantela, cuya investigación encontró forma no solo en un libro sino también en el documental La taranta, dirigido por Gian Franco Mingozzi y narrado por Salvatore Quasimodo. Dorothy Louise Zinn resume así la tesis central del trabajo de De Martino:
La deshistorización ritual se relaciona con lo que De Martino llamó simbolismo mítico-ritual para llevar a la víctima a relacionarse con el nivel mítico, creando así un espacio para la presencia en crisis en el que se protege de los acontecimientos históricos negativos: como dice De Martino, uno está “en la historia como si no lo fuera”. El problema del que sufre ya ha sido resuelto en esta dimensión mítica, y el ritual encarnado trabaja para reintegrarlo, a él o a ella, de nuevo en la agencia histórica.
Debido, entonces, a que lo que importa en De Martino es la crisis y el retorno, el aura no llama la atención sobre sí. Es algo sórdido y maligno, basta saber eso para entenderla. Bielinsky, por el contrario, se detiene en lo que hay en el aura de distinto. No en lo que anuncia sino en lo que es y en lo que puede. De ahí su riqueza y ambigüedad. En este punto, el “olor a familia” es el elemento fundamental de la descripción, porque si bien la cultura quiere que la imagen sugiera amparo, las familias que vemos en la película son lugares de desafección o violencia. Darín acepta la propuesta de su colega Sontag para ir de caza al sur porque su mujer lo deja después de una escena en la que en lugar de hablar con ella sube la música para no escucharla y continúa trabajando. Sontag, según dice el propio Darín, le pega a la esposa. Dolores Fonzi y el hermano están sometidos al marido de ella, un tal Dietrich, hombre en los sesenta, guía de caza, ludópata, responsable de los golpes y el miedo que muestran los hermanos. El único vínculo sincero y afectuoso que presenta Bielinsky es el de los delincuentes interpretados por Pablo Cedrón y Walter Reyno, inspirado tal vez en la pareja de sicarios que presenta Peckinpah (un director del que El aura se alimenta) en Traigan la cabeza de Alfredo García. ¿Cómo huele la familia, entonces? ¿A comida de abuela o a podrido? ¿A amor o a violencia? Pero incluso así, en esta trama en la que la palabra no dice necesariamente lo que nos gusta escuchar en ella, su aparición junto a “escuela” y “cocina” evoca imágenes no agresivas -un aroma infantil, si se quiere- que, junto a la multiplicación de estímulos sensoriales, dota al aura de una dimensión creadora. De hecho, la extraordinaria capacidad de Darín para retener datos y comprender los vínculos potenciales y en acto que existen entre ellos no es independiente de su influencia.

A Darín le sobra entendimiento. Lo que le falta es voluntad. Puede planificar un robo con la precisión de un cirujano y un geómetra. Lo que no puede es llevarlo a cabo. No es que juegue, como le dice una vez a Sontag. El juego se basta a sí mismo. Es una plenitud. Darín fantasea con el regusto amargo del que sabe que no es una fantasía lo que quiere. Fantasea porque no se anima. Vive apocado. Se resigna a las humillaciones. Baja la cerviz. El aura es la historia de la voluntad haciéndose entre un accidente (Darín apunta contra un ciervo, temblequea como Jon Voight en Deliverance, escucha un ruido, dispara, mata a Dietrich) y la ocasión que el accidente abre. La historia del desafío, torpe y conmovedor, al miedo de vivir. Basta atender a los animales. Al comienzo, Darín aparece embalsamando un zorro, imagen clásica de la astucia y la inteligencia. Al final, en el mismo lugar, con la misma música, trabajando también (esta vez en un lagarto), aparece con el perro lobo de Dietrich, al que una noche vimos volver con las fauces llenas de sangre y que nos mira ahora echado y alerta, en la misma posición desde la que le gruñó a Darín cuando, recién llegado a la cabaña, Darín lo llamó para que le hiciera algo de fiesta y se acercó después como para acariciarlo, sin entender que no es una mascota, que no tiene nada que ver con el circo y la obediencia. El zorro está muerto. El perro lobo vivo. Los ojos del zorro son vidrio coloreado. Los ojos del perro lobo, a los que Bielinsky dedica el último, estremecedor plano, son un pozo infinito de vida y misterio.
3. Esto que sucede entre De Martino y Bielinsky sucede en toda relación entre las ciencias humanas y el arte siempre que el arte sea capaz de sostenerse en sí y ofrecerle resistencia, entonces, a todo aquello que pretende determinar exteriormente su naturaleza y sus límites. Por supuesto, no se trata de la elección de los temas sino de la presión de la forma. La histeria es para Freud un problema teórico y clínico: exige una comprensión y una praxis que permitan tratarla. Para los freudianos Bretton y Eluard es “el mayor descubrimiento poético del siglo XIX”. De acá la tensión constitutiva entre experiencia estética y clínica, entre experiencia estética y vida social, entre experiencia estética y razón política. Y de acá (del carácter fundamental de este desacuerdo) la moraleja. El historiador-etnógrafo que incluye en sus estudios las dimensiones del aura que revela una película como la de Bielinsky es un gran historiador-etnógrafo. O tal vez mejor: un pensador (sin ir más lejos, De Martino encontró un camino para su último trabajo, dedicado al fin del mundo, en El eclipse de Antonioni). El cineasta que entrega el aura a lo que el historiador-etnógrafo puede concebir por su cuenta, en cambio, es un mal cineasta porque reniega de aquello con lo que solo él está en condiciones de tratar.
Escribe Sontag (la propia película me conduce a ella) en “Sobre el estilo”: “La obra de arte es una experiencia, no una afirmación ni la respuesta a una pregunta. El arte no solamente se refiere a algo: es algo. Una obra de arte es una cosa en el mundo, y no solo un texto o un comentario sobre el mundo”.
