James Mangold: a medias conocido, por José Miccio

1. No es extraño que James Mangold haya filmado Un completo desconocido, la película sobre los años de Bob Dylan en Nueva York comprendidos entre su llegada a la ciudad en 1961 y el sobresalto eléctrico de 1965, tanto en vivo (el festival de Newport, contado con numerosas licencias) como en estudio (la grabación de Highway 61 Revisited). No es extraño, digo, por al menos dos razones. Primero porque veinte años atrás Mangold había hecho Walk the Line, la biopic sobre Johnny Cash con Joaquin Phoenix como el hombre de la camisa negra y Reese Whiterspoon como su amada June Carter, compendio de todos los lugares comunes de la biografía según Hollywood (su escena traumática, su camino difícil, sus cicatrices expuestas y redimidas). Después, y más importante, porque había sembrado su filmografía de huellas de su interés en la música folk en sentido amplio.

En Heavy, su opera prima, bien integrada en un cine independiente modelo años 90 del que Mangold se desprendió enseguida, Evan Dando interpreta al novio de Liv Tyler, un joven con aspiraciones musicales que en una escena canta “How Much I’ve Lied” de Gram Parsons y cuya banda, The Lemoheads, cierra la película con “Fryng Pan” de Victoria Williams, también interpretada antes por Dando y su acústica para una Liv Tyler distraída. En Inocencia interrumpida, además de la gran versión de “It’s All Over Now Baby Blue” grabada por Them, justo al comienzo, en la presentación de Winona Ryder y Angelina Jolie, suena “Bookends” de Simon and Garfunkel, así como más adelante, en una secuencia de síntesis que pasa por distintos personajes e incorpora información sobre el asesinato de Martin Luther King, suena “How to Fight Loneliness” de Wilco, y más adelante aún, cuando las dos mujeres se escapan del psiquiátrico y unos hippies las recogen en la típica Volkswagen T1 y les convidan el típico porro (todo es típico algo en la película), “The Weight” de The Band. En Identidad, filmada en la temporada caliente del plot-twist post Sexto sentido, cerca del final -por gusto, gratuitamente– se escucha en la radio “I Want You”, hit de Dylan publicado en Blonde on Blonde. En los créditos de Logan Johnny Cash canta “The Man Comes Around”.

Todavía más importante, en tanto la puesta en escena la señala así, es la presencia de Bruce Springsteen en Tierra de policías. Stallone, en uno de sus tantos papeles de mole noble y herida, se acompaña en su casa de hombre solitario con “Drive All Night” y “Stolen Car”, dos canciones de The River. La primera suena con Stallone entredormido, triste como siempre porque no está con la mujer que ama. Los versos que escuchamos son los cuatro primeros: “Cuando te perdí, cariño / pienso a veces que perdí también mis tripas / y me gustaría que Dios me enviara una palabra / me enviara algo que me diera miedo perder”. La segunda canción suena cuando la mujer lo visita, tal vez como respuesta de Dios al pedido de “Drive All Night”. En las dos escenas Mangold le dedica planos detalle al vinilo girando y destaca el vínculo de intimidad que Stallone tiene con el disco, o bien porque lo pone para terminar el día o bien porque la mujer le dice que ya podría comprarse un estéreo y el CD, una manera sencilla de señalar que el personaje tiene una historia con la música que escucha y que está un poco corrido de su tiempo, lo que en la película se traduce como un modo de la nobleza.

2. Esta recurrencia no convierte a Mangold en un autor en el sentido en que solemos usar la palabra, y que obligaría a rotular insistencias hasta el borde del ridículo (presencia de puentes, preocupación por el tiempo, años 60, estructuras opositivas), pero ofrece una pista para entender que no se trata de un mero empleado de los estudios. Por el contrario, Mangold es uno de los pocos directores del Hollywood de los últimos treinta años que puede reivindicarse como profesional de la industria e incorporar en sus películas una reflexión sobre el cine del que forma parte. No me refiero a los guiños, que aspiran generalmente a la complicidad, como en la notable remake de El tren de las 3:10 a Yuma, en la que los ayudantes del sheriff que renuncian a enfrentarse a la banda de Russell Crowe se llaman Harvey Pel y Sam Fuller, como dos de los personajes que en A la hora señalada le niegan su ayuda a Gary Cooper.1 Me refiero a cuestiones más decisivas, que las propias películas asumen como tales.

Es lo que sucede en Kate y Leopold, comedia dramática de viajes en el tiempo que incluye una escena dedicada al modo en que se producen películas como la que estamos viendo. Luego de una de esas funciones que los estudios hacen para testear el producto antes del lanzamiento, Meg Ryan, que trabaja como consultora, asume la presunta voz del espectador común con el mismo criterio con el que se ocupa de otros bienes de consumo: “Hacemos la crema de maní más cremosa, los cereales más crujientes, la televisión más graciosa, las películas aburridas más cortas”. Este himno a la mercancía funciona como respuesta a un comentario que el director de la película testeada les dirige a Ryan y al dispositivo comercial que se expresa en ella: “Ustedes le chupan la vida al cine estadounidense”.

Hay dos cosas importantes en esta antinomia. La primera es que el director está encarnado por el propio Mangold, lo que hace difícil no pensar que el diálogo expresa una convicción y tirar entonces de un hilo que la película efectivamente despliega, sin necesidad de esfuerzos hermenéuticos. Y es que hay, sin dudas, una idea sobre el cine en Kate y Leopold. Una idea sobre el cine revelada por la historia de amor entre Hugh Jackman, el noble del siglo XIX traído por error al presente, y una Meg Ryan que se ve conducida a negar al menos cuatro cosas: su trabajo con “Love for Sale” (tal el nombre de la película que testea al comienzo), las razones con las que intenta defenderlo después de ser cuestionada, su proyecto de vida como mujer de negocios y en última instancia el mundo en el que vive. Agente de la medianía, en su historia con un hombre de otro tiempo Ryan descubre el derecho de lo singular a existir. Por eso, cuando tiene el éxito en sus manos dice que a veces no sabemos lo que queremos hasta que la intervención de lo inesperado nos lo revela. Que es un modo de darle la razón a Mangold y reconocer que lo que hace con las películas les impide a los espectadores descubrir que podían querer algo que no sabían que podían querer.

La segunda cosa importante en la contraposición Ryan-Mangold es que lo que dice este último tiene un filtro. Kate y Leopold no es un manifiesto, como la descripción anterior puede hacer pensar. Mangold dice que el sistema le chupa la sangre al cine estadounidense pero la película que Ryan quiere ajustar a la media no es algo que merezca una defensa encendida sino una parodia del cine romántico, con su música de cuerdas, sus planos de abrazos, sus estrellas o proyectos de estrellas, sus parlamentos con vocación de memorables y su canción final melosa (“Save the Best for Last”, de Vanessa Williams). De hecho, Mangold aparece antes de su declaración ante Ryan pidiéndole a un ayudante que anote “mas alto” a propósito de la música del final, que suena alto. Esta distancia respecto de su propia declaración -una distancia media, que se burla implícitamente de la figura del artista irreductible pero no por eso le concede razón al enemigo- tiene su puesta en escena en la publicidad de manteca que protagoniza Hugh Jackman. Elegante, de voz profunda, Jackman trabaja en el marco que le proponen hasta que prueba el producto y se da cuenta de que es de pésima calidad. Entonces dice que no puede seguir porque la publicidad es una estafa (después concede, por amor y pena). Cercano, sin dudas, a su personaje, lo que Mangold parece pedir es una buena manteca. Más ampliamente: aspira a unir lucro y calidad. Sostiene una ética que solemos atribuirle a los viejos industriales y que, con todo lo que tiene de invención, funciona como contramodelo para un presente que no sabe mirar más que el rendimiento inmediato. Esas frases de abuelo: las Siam Di Tella duraban toda la vida, no como estas heladeras de materiales flojos y obsolescencia programada. En su tiempo, Jackman presencia la inauguración del puente de Brooklyn. Más de cien años después, perdido en una ciudad que ya no es la misma, descubre que sigue ahí y lo invade la emoción.

Hacer cosas que duren. Un puente, una película. Estar ante algo que nos permita decir: esto me sobrevivirá. En este punto, aunque el mundo en el que transcurre no incluye nada que lo refiera directamente, la gran película de Mangold sobre el cine es Ford v Ferrari, en la que el enfrentamiento entre las dos automotrices alcanza una potencia analógica que permite pensar en la naturaleza de la película que vemos de manera más consistente que Kate y Leopold, víctima a fin de cuentas de la misma medianía que denuncia. Mangold establece una nueva y más estricta contraposición. Ford es industria. Ferrari es también artesanía (“Todo se hace a mano”, concluye uno de sus empleados después de explicarles a los delegados de Ford que un solo hombre ensambla el motor y un solo hombre ensambla la transmisión). Henry Ford II está rodeado de ejecutivos que funcionan como el comité de los estudios de Hollywood. Enzo Ferrari lidera un equipo comprometido con una causa que no es solo la del dinero. Un capitalista consagrado al capital. Un capitalista consagrado al deporte. La riqueza y la gloria. Lo contable (tenemos tanto) y lo contable (una vez…).

La contraposición alcanza, lógicamente, dimensiones morales. El puro interés de Ford es interés puro en Ferrari. Esto define el trato que tiene este último con sus adversarios. A los ejecutivos de Ford los trata como a espíritus bajos, pobres perros del lucro. Al piloto que lo vence le reconoce talento y coraje. De ahí el privilegio dramático del deporte. Su verdad no mensurable. Ferrari está en crisis y necesita financiamiento, pero el dinero puede provenir de Ford o de Agnelli y su Fiat. Ford quiere disputar el predominio de Ferrari en las carreras no por ambición deportiva sino en pos de una publicidad que le permita vender más autos y luego, además (esto es más digno), como venganza por el modo en que el italiano habló de él, pero para poder hacerlo necesita algo propio de Ferrari. Que es como decir: algo que niegue a Ford. Ese algo es alguien. El piloto inglés, díscolo y genial que interpreta Christian Bale y que, como el propio Bale en El tren de las 3:10 a Yuma, actúa ante su hijo pero también -esto no ocurre en el western, vuelto sobre la pequeña chacra- ante la Historia.

La historia que cuenta Mangold es la de la visión pesada. Es decir, la historia de la visión que necesita dinero para desplegarse y por lo tanto está obligada a tratar con intereses que no le son propios. La historia de tantas grandes películas grandes (y también de El brutalista, claro). Matt Damon es el que pone en relación el capital y el deporte. De un lado tiene a Ford y a sus ejecutivos. Del otro al piloto visionario. Una convicción comercial y una convicción deportiva. Mangold se sitúa en el lugar de Damon pero no aspira al punto medio. Queda claro al comienzo, cuando Damon recurre a esta imagen, justamente, para resolver el conflicto entre Bale y el veedor que quiere impedirle participar de una carrera y consigue no un equilibrio abstracto sino que uno acepte lo que no estaba dispuesto a aceptar y el otro tenga lo que quería tener a cambio de abollar un poco el baúl del auto. Es la función de Damon en la película, con sus inevitables tropiezos: negociar con los que tienen las reglas o el dinero (que en cierta escala son los mismos) para que el que tiene la visión encuentre la oportunidad de realizarla. En Kate y Leopold Meg Ryan trabaja para borrar las diferencias. En Ford v Ferrari Matt Damon trabaja para que puedan existir. Se mueve en pos del deporte con la racionalidad que le falta a Bale (“Sin sponsors no hay auto”) y con el amor que Ford y sus ejecutivos desconocen. Con idas y vueltas, incluso con renuncios, aprovechando algunas oportunidades y generando él mismo otras, inclina las cosas no hacia el capital sino hacia el piloto-artista. Lo hace porque corrió y sabe lo que está en juego. Sin él, Bale seguiría lejos del poder. Con él, puede participar de los ámbitos donde se escribe la historia. Mangold no toma distancia. No hay lugar para la parodia esta vez. Por el contrario, hay una hondura, una fibra existencial que Damon condensa en el parlamento en off que enmarca la película (lo que está entre paréntesis lo dice solo la segunda vez):

Hay un punto, a 7000 RPM, en el que todo se desvanece. El auto pierde el peso. Solo desaparece. Y todo lo que queda es un cuerpo que se mueve en el espacio y el tiempo. 7000 RPM. Ahí es donde lo conocés. (Lo sentís venir. Se desliza sigilosamente, cerca de tu oído). Te hace una pregunta. La única pegunta que importa. ¿Quién sos?

Al principio, escuchamos estas palabras a la salida de la consulta médica que lleva a Damon a abandonar las carreras. Al final, en el momento del accidente que le cuesta la vida a Bale. El parlamento sella en bronce una comunión narrada de manera simple y efectiva en dos carreras, Sebring y Le Mans, en las que Damon piensa lo que Bale debe hacer y Bale lo hace sin pensar en otra cosa que en lo que la carrera pide. Eso es lo que los une. El conocimiento ganado en las pistas. La consustanciación entre lo que son y lo que hacen. Correr la carrera es ser la carrera. Este tipo de frases que para el no iniciado pueden sonar a conjuro o aforismo de taza expresan como pueden una verdad a cuyo roce se accede solo en niveles de intensidad reservados a unos pocos. Por eso la película encuentra su razón en este vínculo2. Ford v Ferrari es el título de una historia que tiene un nombre más grande (Lucro vs. Visión) y uno más chico (Carroll y Ken, que es como se llaman los personajes de Damon y Bale). No llega a ese modo de lo sublime que son las 7000 RPM (por una paradoja fascinante, esa velocidad es en el cine potestad de los lentos: si en lugar de automovilista Bale fuera cineasta, sería Ozu) pero consigue hacernos sensibles a la necesidad que los personajes tienen de buscarlo. Ferrariano3, Mangold entiende que solo la convicción deportiva es capaz de producir un drama que merezca ese nombre porque es la única que tiene un trato con dimensiones de la vida que no son calculables. La única que puede hablar de la gloria y el éxtasis. La única que puede durar.

3. La reflexión sobre el cine que propone Mangold, cuando tiene margen para hacerlo,4 incluye la incorporación de películas clásicas en lugares destacados. En Kate y Leopold, Breakfast at Tiffany’s. En Logan, Shane. En Un completo desconocido, La extraña pasajera. La primera funciona como modelo posible para la película que la trae a la memoria por medio de un hombre solitario que escucha todas las noches su banda de sonido: un cine romántico y de estilo que ofrezca al mismo tiempo la fascinación del lujo y la sombra vacua que lo acompaña. Las otras dos dejan en evidencia no tanto las continuidades (o mejor dicho: “las continuidades”, porque Mangold no accede a la fiesta aciaga que Edwards elabora a partir de Sirk y de Fellini ni a la angustia que Audrey Hepburn trata de sobrellevar desayunando frente a la vidriera de Tiffany’s) como las diferencias. En Un completo desconocido Dylan y Sylvie (el personaje alude a Suze Rotolo, obviamente), se conocen en una iglesia, caminan hacia el MoMA para ver el Guernica y a instancias de Dylan entran al cine porque proyectan La extraña pasajera, a punto entonces de cumplir veinte años. El cambio de plan ofrece como cifra5 lo que la película ofrece como historia: la fricción entre Dylan y lo que podemos llamar el modo y el ámbito de comprensión Pete Seeger. Apenas llegado a la escena folk, a meses de componer “Blowin’ in the Wind y “Masters of War”, lejos todavía de la célebre traición eléctrica, Dylan prefiere el cine en lugar del museo, una película de Hollywood en lugar de un cuadro de autor (“Picasso está sobrevalorado”), un drama romántico en lugar de una obra política. Así, La extraña pasajera produce una diferencia antes de que los personajes entren al cine. Luego, produce otra a la salida, interpretativa esta vez. Sylvie dice que Bette Davies se encuentra a sí misma. Dylan dice que no, que no se encuentra, como si fuera un zapato perdido, sino que se convierte en algo distinto. Sylvie ve una historia de recomposición. Dylan ve una historia de ruptura. En la escena en la que sellan su despedida, Sylvie repite la frase con la que Bette Davies concluye la película: “No pidamos la luna, tenemos las estrellas”, pero en un contexto en el que es claro que no hay ni una ni otras.

Mayor volumen tiene lo que sucede en Logan con Shane. Su centralidad, su carácter no de guiño sino de matriz narrativa y moral, señala de por sí una diferencia respecto de The Wolverine, la entrega anterior de la saga dedicada al personaje de Hugh Jackman, de ambientación japonesa (lo que incluye una referencia a Trono de sangre), y la película más anónima de Mangold, la más entregada al dispositivo que representa Meg Ryan en Kate y Leopold, más incluso que Walk the Line y, por otras razones, Indiana Jones y el dial del destino. Tomamos contacto con Shane en un televisor de pantalla grande y alta definición que no respeta el cuadro original de la película (¿un descuido?, ¿una crítica?), en la escena en la que Jack Palance mata al colono, famosa por su violencia seca y barrosa. El viejo Charles Xavier hace de guía y le explica a Laura, la niña protagonista, y a los espectadores qué es lo que están viendo y por qué es importante. “Es una película muy famosa”, dice. “Tiene casi cien años”. Y agrega, en clave íntima, mientras vemos planos del entierro del colono: “La vi por primera vez en el cine Essoldo de mi ciudad natal cuando tenía tu edad”. Un minuto después (sin que pasen los minutos en Logan, pasan en Shane)vemos la escena en la que Alan Ladd mata a los pistoleros, justo cuando Jackman entra en la habitación. La relación Logan-Shane, establecida durante toda la escena y tallada en el plano en el que Jackman coincide con Ladd en plena acción justiciera, se desarrolla durante toda la película. Pero no como repetición sino como diferencia. Mangold recurre a Shane para contar una historia contraria a Shane.

En el comienzo de un largo episodio, Logan llega junto a Charles y la niña, es decir, junto a su “padre” y su “hija” (la película trata también de estas comillas), a la casa de una familia amenazada por hombres que quieren quedarse con su tierra, lo mismo que pasa con Alan Ladd en el clásico de George Stevens. No es la única coincidencia. En las dos películas el jefe de familia enfrenta a unos matones que expresan intereses más grandes que ellos: el de los ganaderos en Shane, el de la agricultura transgénica en Logan. En las dos películas la familia amenazada está formada por un matrimonio y un hijo varón. En las dos películas el líder de los matones es un hombre canoso entrado en años. Pero todas estas rimas están en función de una inversión. Shane consigue defender a los colonos y, antes de retirarse, deja establecidas las condiciones para la prosperidad futura (“Ya no hay pistoleros en el valle”). Logan, en cambio, trae la muerte. Al final del episodio, después de ver los cadáveres de su familia, el hombre, agonizando, apunta el arma contra su invitado, le reprocha su presencia con la mirada y antes de morir aprieta el gatillo (que no le quedan balas no borra su voluntad).

Pero además, hay una relectura del final de la película de Stevens. En el televisor vimos y escuchamos -y vimos, sobre todo, cómo Laura veía y escuchaba- las dos escenas de despedida de Shane: el Padre Nuestro que recita un hombre flanqueado por sus hijos en el entierro del colono asesinado por Jack Palance y las palabras finales de Shane, que le explica al niño por qué tiene que irse.

Un hombre tiene que ser lo que es, Joey. No se puede romper el molde. Yo lo intenté y no funcionó. Joey, no se puede vivir habiendo matado (there’s no living with a killing). No hay vuelta atrás. Justo o injusto, es una marca. Una marca permanente. Ahora corré a casa con tu madre y decile que todo está bien, que no hay más pistoleros en el valle.

En el entierro de Logan, en lugar del Padre Nuestro Laura recita este parlamento, todo salvo la tercera oración (“Yo lo intenté y no funcionó”). La cita vuelve a poner en escena las diferencias entre las dos películas. En Shane un adulto se despide de un niño. En Logan una niña se despide de un adulto. El niño de Shane mira cómo el héroe mata a los pistoleros. La niña de Logan mata también. Al final de Shane el niño puede quedarse en una tierra segura. Al final de Logan la niña debe seguir buscando un lugar en el que puedan estar a salvo ella y los demás chicos mutantes. Todo esto depende en última instancia de la diferencia que sostiene todas las otras. De la diferencia fundamental. En Shane el viejo ganadero que quiere quedarse con la tierra de los colonos tiene derecho a un momento de legitimidad dramática: a nosotros nos deben la paz que reivindican, dice; ustedes no derramaron sangre para tener la tierra. En Logan el poder no tiene ninguna carta legítima para mostrar. Es un dispositivo teratológico de capital, tecnología e investigación lanzado a la superación de sí mismo e incapaz de proponer un relato -el progreso- que redima la violencia que lo hace posible. Después de que Shane mata es fácil imaginar lo que viene: escuelas, iglesias, comercio, trenes, telégrafos. Después de que Logan mata lo único que cabe esperar es un nuevo enfrentamiento. “Ya no hay pistoleros en el valle”, le dice Shane al niño antes de irse (la frase lo incluye, de ahí la inflexión trágica de la película). “Seguirán viniendo”, le dice Logan a la niña antes de morir6.

4. Todo esto le otorga un volumen notable al anteúltimo plano de Un completo desconocido, ese en el que Woody Guthrie mira por la ventana del hospital cómo Dylan se aleja en moto hacia una historia que la película -lo dice esta mirada- no puede contar. El plano cierra la escena-ceremonia de despedida del discípulo y el maestro. Como al comienzo, se escucha “Dusty Old Dust” (“Adiós, fue un gusto conocerte”), pero esta vez no en la voz de Guthrie. Un último momento de continuidad luego de una ruptura que el propio Guthrie bendice cuando Dylan quiere devolverle la armónica que le hizo llegar por medio de Pete Seeger y en lugar de aceptarla confirma su voluntad y le pide que se la quede.

La escena no solo se desarrolla entre los personajes presentes sino que señala la ausencia de Seeger. Esto se debe a que forma serie con otras dos. Al comienzo, cuando un Dylan recién llegado a Nueva York visita el hospital para conocer a Guthrie y decirle lo que significó para él su música (struck me down to the ground, o como nosotros diríamos me voló la cabeza, me mató, me hizo pedazos), Seeger oficia de traductor: dice Woody que le cuentes sobre eso (la guitarra), dice Woody que quiere escuchar algo. Dylan reconoce implícitamente esta mediación porque antes de cantar “Song for Woody Guthrie” le dice a Seeger: “Esta la escribí para él”, y recién entonces mira a Guthrie y le dice: “La escribí para vos”. Más adelante, Dylan le canta a Guthrie “Blowin’ in the Wind”, un enfermero lo interrumpe, empieza una discusión y Seeger llega justo para calmar los ánimos. Al comienzo Seeger está. En el medio llega. Al final no está ni llega. Presente, presente-ausente, ausente.

Todo el espacio dramático de Un completo desconocido se configura en la relación entre estos tres personajes. Dylan y Seeger se oponen fácilmente entre sí. Dylan, que nace de la tradición, es el nombre de un mutante7, menos una figura de la historia que un virus que la saca de sí y por eso la pone en movimiento. Seeger es el sujeto responsable. El educador, el misionero, el hombre de buen corazón que imagina el cambio social como una suma de voluntades pequeñas y la música como el instrumento de una causa que la supera. Un humanista noble al que la película trata con respeto y el mismo afecto cansado que termina mostrando Dylan por quien funciona para él como figura paterna, con su bien definido arco de cuidado (lo aloja en su casa, lo apadrina en la escena folk), comunión (lo mira orgulloso cuando presenta “The Times They Are a-Changin’”) y distancia (trata de mantenerlo en el camino correcto cuando la aventura estética lleva a Dylan más allá de la responsabilidad).

Contra el Seeger capaz de comprender los cambios razonables (“No seamos dogmáticos”, dice en la reunión preparatoria de Newport ante el cruzado folk que odia a los Beatles y cuestiona a Peter, Paul and Mary porque el tal Paul no se llama verdaderamente así), contra el Seeger padre bueno, digamos, se presenta, en segundo plano, el tío Johnny Cash. Antes de la presentación de Dylan en Newport, Seeger dice: no lo hagas, Bob. Cash dice: a mí me gustaría escucharte, y al final, luego del shock eléctrico de “Maggie’s Farm”, “It Takes a Lot to Laugh. It takes a Train to City”, y “Like a Rolling Stone”, le da la acústica para que calme los ánimos, como diciendo: el corte ya está hecho, que la sangre no corra ahora.

Pero es Guthrie el que le da a la película un pliegue que la libera en parte del molde estricto con el que Hollywood cuenta las historia de quienes rompen el molde. Guthrie es el momento de síntesis entre tradición y nombre propio. Seeger y Dylan parten de él en direcciones opuestas. Seeger lleva su banjo a todos lados para comunicar la historia de una música capaz de inspirar a los pueblos. Dylan se mueve sin saber bien por qué ni adónde, volviéndose extraño a sí mismo, como si el interés por el viento se impusiera al interés por las respuestas que soplan en el viento. Seeger se entrega a la tradición. Dylan al nombre propio. Pero lo hacen con tanta convicción que uno y otro terminan por poner en crisis la referencialidad de las palabras que los identifican. Seeger por supresión: desdibuja su nombre en pos de la expresión de una historia comunitaria. Dylan por sobrecarga: se vuelve tan singular que obliga al nombre a revelar su condición traicionera, porque una misma palabra no alcanza para dar cuenta de vidas y músicas diferentes8. Así, lo que entre ellos es una historia paterno-filial, por intermediación de Guthrie es una historia de hermanos o primos. Su presencia de tótem retirado y mudo, su preferencia incluso (le da la armónica a Dylan, lo mira irse, la única palabra que dice es “Bob”), horizontaliza lo que de otra manera sería solo vertical. Le otorga un espacio común al drama al mismo tiempo exterior e interior de cada uno de los involucrados, como si fuera Tebas para Creonte y Antígona o la imagen paterna para Hamlet, Laertes y Fortinbrás. Ante él los dos tocan “Dusty Old Dust”. Seeger en su banjo, una versión triste, como de réquiem folk, que Dylan interrumpe al llegar al hospital. Dylan en su armónica (de Guthrie, de él), una versión melancólica que el gesto de Guthrie religa a la vida. Seeger conserva. Dylan indetermina.

Guthrie ve cómo Dylan se va con la que fue su armónica hacia donde su mirada no alcanza. Ve una cifra de la historia. Mangold agrega un plano después (Dylan en moto lleno de viento, con calcomanía virtual: Don’t Look Back) pero su punto de vista coincide con el de Guthrie. Como si el lugar al que aspira fuera también la síntesis entre tradición y nombre propio. Como si finalmente declarara su voluntad de ser un director clásico en un sistema que convirtió esa figura en una excepción.

5. Me gustaría que el texto terminara en el párrafo anterior, pero incluso cuando la apuesta es consistente Mangold enfrenta un problema. El problema Joan Baez. Dylan dice que canta bien. “Tal vez demasiado bien”. “Pretty” es la palabra que usa, más venenosa. Es prolija. Es educada. “Te esforzás demasiado”, le dice Dylan una vez. Y concluye: “Tus canciones son como óleos en la sala de espera del dentista”. Es difícil dejar pasar estas palabras. Difícil porque si se les presta atención resuenan en la película como una advertencia tal vez desoída. Mangold tiene talento, filma con gracia, entona siempre. Pero la historia que cuenta -por buscar una imagen: la historia del tipo que abolla “Highway 61 Revisited” con un silbato sobradamente autorizado hoy pero incluso así todavía extravagante- vuelca sobre la película la sombra académica que Dylan identifica en Baez, y esta sombra no solo separa a Mangold de Dylan, cosa que el propio punto de vista asume (como en Ford vs. Ferrari respecto de Christian Bale) sino que desacopla en parte su mirada de la de Guthrie.

Notas

1 La homonimia entre este Sam Fuller cobarde y uno de los directores con más coraje de la historia puede promover la confusión. Me pregunto si Mangold barajó otros nombres de A la hora señalada para evitarla o asumió que nadie en condiciones de registrar el guiño sería capaz de pensar que el tipo que hizo Casco de acero podía ser aludido por un cobarde. En otro orden de cosas, unas notas de la banda de sonido de El tren de las 3:10 a Yuma se pueden escuchar en Inocencia interrumpida, indudable concesión de Mangold a sí mismo, como “I Want You” en Identidad.

2 Y por eso es tan diferente de Red Line 7000 de Hawks, más concentrada en los devaneos sentimentales y en el profesionalismo que en la visión deportiva. Al principio un piloto muere en la pista y enseguida hay un desfile de pilotos buscando su lugar. No es que la ambición los lleve al desinterés por el prójimo. Es que actúan como los pilotos de avión de Solo los ángeles tienen alas: como si solo la afirmación maníaca de la vida permitiera hacer un trabajo semejante. De ahí que entre las carreras y el amor haya una continuidad. La vida es velocidad y sexo. Que en Ford v Ferrari Bale tenga una familia bien constituida y Damon no tenga nada (sorprende el silencio respecto de esto) ayuda a que las carreras ganen un estatuto especial. Los personajes corren porque es un trabajo, claro. Pero no solamente. En Hawks, y esto es fascinante, corren porque corren, sin elaborar ninguna idea al respecto. Sin lo sublime del rojo 7000.

A propósito de esto, y a partir de Senna, el documental de Assif kapadia sobre el piloto brasileño, Rafael Arce escribe en «Tamburello»: «En el gran premio de Montecarlo de 1988, primer año en el que ambos corren en la misma escudería (los inolvidables McLaren Honda, rojos y blancos, con la propaganda de Marlboro), Senna va ganando la carrera con unos cuantos segundos de ventaja sobre Prost. No faltan muchas vueltas. Entonces siente que ya no conduce con su conciencia, sino que se ha liberado de ella o ella lo ha abandonado, poniéndolo en otro plano, en otra dimensión. Con la carrera en el puño y los ingenieros que le dicen por radio que puede desacelerar sin riesgo de perder la punta, Senna termina chocando. Después declara: ‘De algún modo, me sentí más cerca de Dios’”.

3 Ferrariano a sueldo de Ford, para ser más precisos. Director estadounidense, con un evidente interés en el cine clásico, Mangold tiene ante sí un nombre extremadamente connotado. En la presentación del Mustang, y con el nombre de Ford por todas partes, Damon da un breve discurso que empieza así: “Mi nombre es Carroll Shelby y hago autos de carreras”. El contexto no recibe bien la analogía, pero es difícil que quien conozca la historia no piense en el famoso “Mi nombre es John Ford y hago westerns” con el que Ford comenzó su respuesta a Cecil B. De Mille en la reunión del Sindicato de Directores en la que De Mille quería destituir al presidente Mankiewicz acusándolo de comunista.

4 Un buen ejemplo de cómo funciona este margen se encuentra en la estupenda Knight and Day. En una escena descubrimos que Tom Cruise utiliza como ringtone una canción de los Sonics, banda de garage que también forma parte de la banda sonora de Ford v Ferrari. No es un tema sin importancia porque en el final Cameron Diaz (fan de los autos, por cierto) le da a Cruise el estatuto de musicalizador. Difícil no pensar que la canción de cierre y créditos pedía ser una que pudiera ser entendida como programada por el personaje. Pero la canción que suena es una de Black Eyed Peas (“Somedays”), banda de moda entonces, sin relación con la música que prefieren Cruise y la película.

5 No es la única. Al principio, cuando Seeger y Dylan van en auto rumbo a la casa del primero, Dylan pide permiso para poner la radio. Seeger asiente, por supuesto. Al encenderse, la radio deja escuchar un comentario sobre Vietnam, pero Dylan mueve el dial enseguida y se detiene en otra emisora, que pasa en ese momento “Slippin’ and Slidin’” de Little Richard.

6 Hay otra inversión. El “No se puede romper el molde” de Shane tiene su contestación en el pedido que un Logan sartreano le hace a Laura antes de morir: “No seas lo que te hicieron”. Hay que decir que, si bien la frase aspira al humanismo y exhibe por ello un alto grado de aceptabilidad, el mundo que presenta Mangold es demasiado brutal como para pensar que la niña pueda cumplir con el pedido. Esta tensión interna trabaja en favor de la película.

7 Atención, autoristas.

8 Atento a esto, Todd Haynes empieza I’m Not There con el siguiente cartel: “Inspirada en la música y las muchas vidas de Bob Dylan”. Después intenta lo que seguramente habrá quedado bien llamar deconstrucción de la biopic: cuenta la vida de Dylan como un montaje de relatos, máscaras y nombres. Dylan es Woody Guthrie, Dylan es Rimbaud. Haynes consigue convencernos de que la ruptura puede ser tan obvia como la biopic tradicional (¿qué pasa con esas películas cuyo mayor mérito es lo que no son?). En este punto, las diferencias ciertas al interior de lo que se presenta como igual tal vez sean más importantes que las diferencias espurias de lo que se presenta como distinto. Mismo género, mismo director, mismo sistema: ¿por qué Un completo desconocido es tan diferente de Walk the Line?Por al menos una razón: el juego de Dylan con su pasado libera a la película de la escena traumática que Hollywood insiste en usar como estructura psicológica y de la que hace depender todo lo demás. Por el guion y por la puesta en escena, que lo ilustra obediente, el Cash de Walk the Line es un personaje dócil. De niño va a pescar mientras su hermano, un par de años mayor, corta madera para ayudar a la familia. El hermano no sabe manejar la máquina. El hermano muere. El padre no abraza a Johnny. El padre le dice: “¿Dónde estabas?” Johnny vive con culpa y mantiene con el padre una relación siempre difícil. Las pocas veces que hablan, pelean. El comienzo de la película es durante una pausa del recital en la cárcel de Folsom, con Cash frente a una sierra como la que mató a su hermano. La historia va hacia atrás, cuenta la escena traumática, los inicios de Johnny en la música, las giras, las drogas, la familia, June, el éxito. Después vuelve a Folsom y agrega una coda en la que Cash parece haber conseguido el equilibrio y puede invitar a su padre a ser abuelo. Un completo desconocido tiene sus propios lugares comunes pero hace la diferencia porque le da a la historia musical un volumen y una autonomía que Walk the Line no alcanza a instituir. La historia de Cash viene de la tierra (la escena en la que la familia cosecha el algodón). La historia de Dylan viene del relato: yo viví en una feria, yo me llamo como un escritor, yo no vengo: yo llego.

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