El absoluto: La tercera parte de la noche, por José Miccio

Pocos debuts (pocas películas) en la historia del cine pueden desbaratar y reírse de las condiciones de su emergencia y compresión con tanta autoridad como La tercera parte de la noche. Hoy, con la perspectiva que dan los años -o en palabras menos imprecisas: con el trabajo demoledor de la Historia- es fácil ubicar la opera prima de Zulawski dentro de conjuntos de obvia y bien probada pertinencia: el cine polaco y europeo de los años 60 y 70, la modalidad narrativa comúnmente llamada de arte y ensayo, la obra del propio director. Pero lo que cada nuevo encuentro con la película vuelve evidente es la resistencia que todavía es capaz de presentarles a todos estos intentos de domesticación.

Y es que hay algo en La tercera parte de la noche que la vuelve ajena a sí misma. Algo misterioso, sí, pero no porque permanezca oculto a los sentidos sino porque, evidente, continúa aún creándose. Algo impropio.

Lo más notable tiene que ver con el modo en que, hundiendo los pies en su barro, se independiza del más pesado referente histórico que un director polaco podía enfrentar en los años posteriores a la Segunda Guerra. La historia, traicionada por la linealidad, es aproximadamente así. Durante la ocupación de Polonia los nazis matan a la familia de Michal, un joven en los veinte, pálido, vendedor de seguros primero, alimentador de piojos después en un experimento contra el tifus, figura errante de un mundo que tal vez no responda enteramente a lo que solemos identificar como real. Después de perder a la esposa, a la madre y al hijo (escondido, junto a su padre, es testigo de los asesinatos) Michal decide unirse a la Resistencia. En su primer acercamiento, la Gestapo lo persigue, se salva porque capturan por error a otro hombre y descubre que la esposa del detenido es igual a su esposa muerta. No solo eso: minutos después, frente a él, la mujer da a luz a un niño. Es como si todo se reiterara: tiempo atrás Michal se quedó con la mujer de otro, ahora podría ocurrir lo mismo. O quizás corresponda decir: es como si su familia volviera de entre los muertos (más adelante, él mismo dice la palabra milagro). De los dos temas entrelazados -la ocupación, el estado de conciencia enrarecido de su protagonista- Zulawski se inclina por el segundo. Está más interesado por lo que sucede en la cabeza de Michal que por lo que sucede en el mundo en el que vive, incluso cuando asume que lo primero depende en buena medida de lo segundo. De ahí que nunca se desentienda de lo que pasa en Polonia: además de las varias escenas de brutalidad nazi, los modos de vivir están determinados por el estado de excepción. Pero el marco bíblico (un fragmento del Apocalipsis), la estructura narrativa (que va y viene en el tiempo y juega a confundir realidad y alucinación) y especialmente la puesta en escena (admirable, nerviosa) terminan por disminuir lo que la película tiene de referencial. En lugar de echar anclas y permitirnos afirmar: La tercera parte de la noche trata del nazismo (cosa que no es falsa, por supuesto, pero sí desleal), Zulawski se lanza a un mar agitado. Filma una especie de peregrinaje entre mundos, como si todo lo que vemos y escuchamos transcurriera además de en Polonia en algún espacio intermedio entre la vida y la muerte.

Este efecto de irrealidad o de realismo alucinatorio no nace de ninguna apelación a lo sobrenatural sino de la elaboración de materiales capaces de producir una profunda convicción realista. La sangre, por ejemplo, colorada y viscosa, que baña la cara de los personajes heridos por golpes o balazos. La piel irritada de los que alimentan piojos. Los piojos mismos, vistos por el microscopio en el momento en que revientan. Y el parto, por supuesto, filmado de manera documental. Todo es pegajoso. También la ciudad, que invita a pensar en otra imágenes táctiles (las paredes rugosas, los pisos húmedos). En lugar de establecer un espacio en el que podamos ubicarnos, Zulawski lo enrarece. Las calles se vuelven laberínticas. Las escaleras crecen en todos lados, rectas o espiraladas. El movimiento constante del protagonista y de la cámara alcanza a los diálogos. Michal sube una escalera para encontrarse con el ciego que conduce la célula de la Resistencia. Este le dice, en dirección contraria: “Siento que nos hundimos cada vez más en forma inexorable en un circulo donde todo se va asemejando”. Arriba, abajo, en diagonal, lateralmente, entre pliegues que conducen de un lado a otro como en los sueños: así se mueve la película, con intensidad creciente, empujada por la música de Andrzej Korzyński, hasta volver a empezar. Es una geografía de limbo religioso o de alucinación. Las cruces se multiplican. Una monja le dice a Michal que él ve cosas que los demás no ven. De una u otra manera, La tercera parte de la noche es una película de espíritus.

Hay algo en el corazón de la película que volverá a menudo en Zulawski y que por su propia condición entorpece la formación de una serie. Ese algo es la experiencia de lo absoluto. “¿Qué es el amor?”, pregunta la que será mujer de Michal en el momento en que está dejando de ser mujer de otro. “No sé”, contesta el hombre, inquieto y pálido. “Es lo contrario de la crueldad”, continúa ella. “Total desprecio de lo que no es amor (…) Es quitarse la coraza que de todos modos no nos protege. Entregarse uno mismo con el temor de ser rechazado (…) ¡Tocame el corazón!”. Michal le dice: “Yo… yo no puedo sentirme como un adulto con usted”. Ella termina el diálogo: “Yo no puedo estar cerca suyo sin sufrimiento”. Luego se acercan y sonríen, y la cámara los rodea como en un vals.

Diálogos como este están siempre cerca de sonar ridículos, no solo por lo que dicen sino porque suelen presentarse con voluntad de hondura y distinción. Pero Zulawski es un director valiente (no recurre a formas probadamente respetables) y filma a la altura de los riesgos que se presenta a sí mismo. Hay algo conmovedor en esta opera prima al mismo tiempo frágil y prepotente: la evidencia de que un hilo fino separa el triunfo de la caída. Un hilo fino que parece elaborarse a medida que la película avanza.

Guiado por una idea del cine como apuesta al todo por el todo, Zulawski estableció su poética desde el comienzo, con convicción demente, en la escena de alimentación de piojos en la que enfrenta a Michal con un escritor en crisis y, por su intermediación, lo que pide la obra con lo que pide el mundo. El escritor siente que escribir es un lujo. Michal le dice que no. Que “nunca los destinos de aquellos que no existen fueron tan importantes”. Le habla entonces de Balzac y de Proust. De cómo, cuando agonizaban, el primero llamó a un médico que él mismo había inventado y el segundo se preocupaba por la suerte de un personaje secundario de su obra. El escritor contesta que ni Balzac ni Proust vivían como ellos, que ninguno murió de hambre en un campo y que nadie los detenía en la calle como a perros. Michal escucha y concluye: “entonces lo que escribas no tendrá nunca su grandeza”.

Zulawski no tiene las dudas del escritor. Quiere la grandeza de la que habla Michal. En pos de ella eligió el cine y desbalanceó, como todo artista verdadero, el vínculo con el mundo en favor de su arte. Podría haber fallado y haberse vuelto así blanco fácil para las objeciones de los Serios. Triunfó, y por eso los Serios seguirán hablando en la nada y el cine tendrá en La tercera parte de la noche una de sus catedrales.

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