Es imposible saber si Sadao Yamanaka dirigía exclusivamente obras maestras, o si la casualidad quiso que de su filmografía sobrevivieran las mejores. De las 25 películas que dirigió en cinco años, solo nos llegaron tres: The Million Ryo Pot (sobre la cual escribí hace un tiempo acá), Priest of Darkness y Humanity and Paper Balloons. Con 28 años, el día mismo del estreno de su última película (Humanity and Paper Balloons) lo reclutaron y lo mandaron al frente, y murió pocos meses después. Sería ridículo creer, después de ver no solo la maravilla de las películas que hizo, sino también la precisión, el manejo de la puesta en escena, la cadencia de sus escenas, la maestría con la que mezcla géneros y registros para construir relatos de un clasicismo sin ripios, que esa maestría y sobre todo esa consciencia de su arte hubieran florecido solo en tres de sus películas y el resto no valieran la pena. Sus contemporáneos, que pudieron ver más de sus obras, lo consideraban entre los mejores, y con apenas tres películas todavía se lo considera en Japón uno de los mejores directores de su historia. Con razón. Cabe imaginar, incluso, que la mejor película de Yamanaka se encontrara entre las que se perdieron en la guerra. No podemos saber lo que nos perdimos.
Después de ver las tres películas de Yamanaka que nos quedan (filmografía fácil de cubrir) resulta muy tentador intentar encontrar vínculos y paralelos entre ellas: no solo porque es lo que la crítica nos tiene acostumbrados a hacer, sino sobre todo porque esa frecuentación de las películas, los contrastes pero también las similitudes, permiten ver con más claridad la originalidad de la propuesta de Yamanaka. Vamos primero con lo más evidente: las tres películas (una de cada año antes de su muerte: 1935, 1936 y 1937) corresponden al género que en Japón se denomina jidaigeki, es decir, películas de época, fundamentalmente la época anterior a la restauración Meiji de 1868. En términos gruesos: películas de samuráis. Según la Internet, Yamanaka fue uno de las figuras claves en el desarrollo del jidaigeki como género y toda su filmografía se desarrollaba dentro de este género.


Dicen que Ozu dijo que, de haber seguido con vida, probablemente Yamanaka habría virado eventualmente a los dramas contemporáneos (la especialidad de Ozu) y no resulta demasiado descabellado pensarlo. Las películas “de samuráis” de Yamanaka son muy diferentes a lo que normalmente conocemos como ejemplos de ese género. Por de pronto, los samuráis que aparecen en sus películas son todos, en realidad, ronin: es decir, samuráis que ya no tienen un amo. Son figuras disminuidas: dos de los tres incluso físicamente (a uno le falta un brazo, el otro tiene una pierna “más larga” que la otra), pero sobre todo en términos sociales. No están de vuelta, están en las últimas: ya no pueden ejercer su oficio (porque quedaron discapacitados, porque se cayeron de su lugar social y no tienen forma de volver a él en una sociedad rígida como el Japón medieval) y se ven obligados a laburar por monedas, a vender su habilidad y su dignidad, a rondar por los estratos más bajos de una sociedad fuertemente estratificada. Pero, sobre todo, ninguno de los ronin de Yamanaka es realmente el protagonista de la película, en la medida en que ninguna de sus películas parece tener un verdadero protagonista. La única excepción podría ser The Million Ryo Pot, la primera de estas tres, la más ligera en tono y en resolución, en la cual podría verse a la figura del ronin interpretado por Denjiro Okochi como el centro de la película, pero solo porque la fotogenia absoluta de Okochi se carcome todo; en términos estrictos, la película no se centra en él, tarda bastante en aparecer y solo acompaña los hilos centrales de la acción.
Cuando vi The Million Ryo Pot no terminé de entenderlo cabalmente, pero al ver las otras dos ese aspecto fundamental salta a la vista: el cine de Sadao Yamanaka es un cine sin centro. No hay un protagonista, no hay una sola historia, tampoco hay un único punto de vista. Las escenas saltan y entremezclan ambientes, personajes. En ese contexto, también se entiende con más coherencia la naturalidad con la que Yamanaka pasa de registros de un instante a otro: los pasos de comedia se pegan con grandes dramas, se cruzan con intrigas farsescas, se enhebran con lecturas sociales, todo atravesado por un uso muy potente (y bastante solapado) de la belleza del encuadre. No recuerdo otro director capaz de un cine tan sin centro, a excepción de Alexei German, pero ahí donde el ruso es experimental y desorbitado, Yamanaka se mueve siempre dentro de los parámetros de un clasicismo pulido: sus guiones son perfectos y todo calza con naturalidad.
En The Million Ryo Pot el artilugio que le sirve de excusa es ese jarrón del millón de ryo: un McGuffin absoluto que se desarrolla con paciencia y le sirve a Yamanaka para conectar personajes entre sí y recorrer Edo (Tokyo, claro, la excusa de la ambientación permite lecturas muy claras sobre el presente) de arriba abajo: desde los grandes señores feudales hasta los cartoneros feudales. En Priest of Darkness el McGuffin no es menos McGuffin, pero sí es más relativo: en términos estrictos, la acción se desencadena cuando un jovencito pobretón le roba a un samurái un cuchillo corto sin saber muy bien lo que es: encontró la espada abandonada en un descuido en el mercado nocturno y manoteó lo que pudo. Pero resulta que ese cuchillo se lo dio al samurái como obsequio su señor y, por tanto, está enroscado en las tramas del honor: si su señor se llega a enterar de que lo perdió, podría llegar a exigirle que se ejecute un harakiri. La búsqueda de ese cuchillito termina al final por atarse a la resolución farsesca de la trama (en medio de dramas, suicidios y venta de mujeres), pero la realidad es que el cuchillín encuentra su camino bastante fácil y la película se olvida pronto de él: en cambio, se dedica a seguir a todos los personajes que nos va presentando, uno a uno, incluso el que al principio parecía un personaje secundario sin importancia y que después resulta ser la historia central de redención que nadie esperaba encontrar. El cuchillo abre el camino, digamos, pero la película sigue sus intereses. En Humanity and Paper Balloons, la última película que llegó a filmar Yamanaka, el sistema aparece mucho más depurado: ya no hace falta recurrir al McGuffin (con la pérdida que eso implica de buena parte de los elementos farsescos) y lo que encontramos en su lugar es un espacio. Concretamente: el pasillo central de una especie de callejón de casuchas de alquiler, un rincón de mala muerte al que entramos junto con la policía cuando se nos anuncia que un samurái se suicidó (otra vez) en una de las habitaciones. Lo que dictamina el curso de la película son las historias de los personajes que viven en esas casuchas (entre ellos, un samurái, pero también un ciego mendigo, un expeluquero que quiere dedicarse a tener una casa de juego) y aquellos con los que estos se relacionan: una trama centrífuga que se va abriendo y entrelazando.

Si uno las piensa en orden cronológico (lo cual no deja de ser engañoso, porque entre una y otra película, por ejemplo, Yamanaka llegó a filmar otras cuatro más que no podemos ver) se produce la impresión de un paulatino paso de preponderancia de elementos cómicos a un tono más trágico y desesperanzado. Siempre tomado con pinzas: The Million Ryo Pot tiene elementos muy amargos, así como Humanity and Paper Balloons tiene hermosos toques de comedia. Pero, en líneas generales, uno se ríe mucho más en The Million… y termina bastante más angustiado en las otras dos. Priest of Darkness es a la que parece faltarle más fragmentos: hay subtramas que no están desarrolladas (el amor juvenil entre el ladronzuelo y la geisha que era su amiga de la infancia), hay cosas que uno no entiende bien porque indudablemente la introducción falta, y también tiene un final abrupto que no termina de cerrar la historia. No podemos estar seguros de qué va a pasar finalmente con la virginal e inocente Onami (una jovencísima Setsuko Hara, en la primera película en la que podemos verla), la flor en el medio del barro que termina por inspirar el altruismo que acaba por redimir a dos hombres gastados y viejos. Pero digamos que el camino hasta ese corte está sembrado de cadáveres. Por otra parte, Humanity… abre con un suicidio y termina con un doble suicidio.

Uno de los temas centrales tanto en Priest… como en Humanity… es el de la lucha por recuperar la dignidad. En Priest… uno de los que recupera la dignidad es un ronin, un tipo simpático que viene de mal en peor y se la pasa jodiéndolo a su viejo amigo samurái, el que perdió el cuchillo, preguntándole cuándo se va a hacer el harakiri. No está tan mal Kaneko: consiguió un laburo (algo así como el matón de un tipo que regentea puestos en una feria nocturna, casi una mafia pero tampoco tanto), más o menos consigue donde comer sin pagar, sobre todo donde tomar, tiene sus amigos que lo reciben siempre bien y, como es buena onda, todas las noches, cuando le toca cobrarle su comisión a la jovencita Onami (Hara) en el puesto en el que vende sake dulce, siempre se las arregla para hacerla zafar de pagar. Es cuando Onami queda atrapada una trama que termina por forzarla a venderse para poder pagar la deuda de su hermano menor (el que se había robado el cuchillo, el que se escapó con su noviecita geisha, que era propiedad de una mafia jodida) que Kaneko decide arriesgarlo todo para intentar salvarla. Puro altruismo: no parece que esté enamorado de la chica y como sea sabe que probablemente él muera en el proceso, pero está dispuesto a entregarlo todo para proteger ese rayo de luz que todavía subsiste. En Humanity… el que recupera la dignidad es un peluquero (interpretado por el mismo que daba cuerpo al ronin Kaneko: Kan’emon Nakamura, un actor con una gran versatilidad y una fotogenia rara pero potente). Hasta el momento en el que de pronto el peluquero Shinza se cruza por casualidad con la oportunidad para un pequeño plan, venía siendo un tipo que se las rebusca: no quiere ser más peluquero, quiere manejar una casa de apuestas, pero la mafia local no lo deja y él se las sigue ingeniando para sobrevivir y abrir una noche más. Un tipo buena onda, no diríamos que noble, y hasta el tramo final de la película, bastante secundario. Hasta que una noche se cruza en la calle con la hija de un comerciante poderoso del barrio, que quedó atrapada por la lluvia en un portón. Él le ofrece acompañarla, pero ella lo rechaza, después le ofrece su paraguas, pero ella lo esnobea, finalmente se le ocurre una idea. Un par de secuencias después, cuando creíamos que seguro la había violado, descubrimos que la secuestró y la guarda ilesa en su casa mientras anuncia a todos en el barrio que la tiene ahí, para que le vayan con el chisme hasta la casa del comerciante. El tipo manda a los matones con los que trabaja: ellos intentan amenazarlo, prepotearlo, darle un par de monedas para que suelte a la chica antes de que se entere nadie y se arme un escándalo. Él rechaza todas sus ofertas y les dice que, si quiere recuperar a su hija, el comerciante va a tener que venir hasta su casa a pedírsela. Se hartó de que lo traten como basura. Finalmente, a través de unas cuantas vueltas, Shinza termina por devolver a la chica y un intermediario le consigue un montón de monedas a cambio. Shinza le dice que lo que buscaba no era la guita, era otra cosa. Enseguida reparte lo que tiene e invita a todos en el barrio al restaurante de la esquina para que puedan comer y chupar. Mientras están festejando, aparecen los matones a buscarlo: ahora que ya no tiene a su rehén, va a tener que pagar por su insolencia. Shinza sabía que iban a venir, estaba dispuesto a ese final por el simple hecho de enseñarle una lección a esos hijos de puta. Se enfrenta a su muerte como un samurái, aunque ni siquiera tiene espada. Antes de morir, le pide a uno de sus verdugos que por favor no se olvide de devolver un paraguas que un amigo le pidió que llevara para devolver por aquella zona.
Todo en el cine de Yamanaka es así: pequeño, mezclado, pleno. Ni siquiera los héroes son grandes héroes, el barro lo mancha todo, pero también la alegría lo salpica todo. Se podría hablar de un cine social, de una película de denuncia, pero nos quedaríamos muy cortos. Ningún personaje ni ninguna acción es solo una cosa en el cine de Yamanaka: todo se expande, se entrecruza. Todo esto por no hablar de la belleza plástica de muchos de sus planos, de la forma distanciada pero precisa en la que filma las escenas de acción. De cómo maneja el espacio y cómo distribuye a sus personajes en el encuadre. Es mucho lo que se podría hablar sobre las tres películas de Sadao Yamanaka. Seguramente, en las más de veinte que no podemos ver había mucho más para decir también. Por lo menos queda el placer enorme de seguir descubriendo grandes maestros del cine.
