También existe marchitarse, por Nuria Silva

Hay una escena en Frankenstein (James Whale, 1931) que dura apenas un par de minutos pero bastan para herirnos para siempre: el monstruo se encuentra con una nena (que no casualmente se llama María), junto a un lago. Ella no grita ni corre, en cambio le ofrece una flor. Dos criaturas que no entienden del mundo pero entienden del gesto. La nena empieza el ritual: tira una, dos, tres flores, para verlas flotar en el agua. El monstruo, con torpeza sagrada, la imita. No hay música, hay inocencia. Luego, al ver sus manos vacías, él lanza la nena al agua esperando ver flotar la flor, pero huye espantado ante la ausencia y el silencio. La escena fue censurada durante décadas, pero la angustia quedó.

Años más tarde, en 1989 y en Nápoles, nace una imagen que recorre los diarios del mundo: Mientras se preparaba para empezar a entrenar, Diego Maradona se toma unos minutos y se agacha para que Dalma —una nena de apenas dos años— pueda ponerle flores en los botines. El gesto es mínimo y ceremonial, como un rito privado entre una bestia y su criatura. Maradona, ese otro cuerpo colosal, esa otra bestia sagrada, maldita, violenta y amada, la mira con algo que no se parece al orgullo ni al amor paternal televisado. La mira como si entendiera que ese momento es una breve redención.

En L’envol (Pietro Marcello, 2022), hay otra flor: un padre de manos endurecidas por el mundo —veterano de guerra, obrero, expulsado del relato épico— le ofrece a su pequeña hija un ramo de flores silvestres arrancadas del paisaje, como quien regala un poema mal aprendido. No dice mucho porque no puede, pero las flores hablan por él. La nena toma una. Su ternura, otra vez, no suaviza la historia: la hace más visible. Porque donde existe la flor, también existe marchitarse.

Tres escenas. Tres cuerpos —un monstruo, un Dios, un ex soldado— que en el contacto con lo frágil se vulneran. La ternura de las bestias no redime pero revela que no hay monstruo sin herida. La flor, en cada caso, no es decoración, es un pacto. En la flor que la nena le da a Frankenstein, en la que Dalma acomoda sobre los botines de su padre, en el ramo que el ex soldado entrega a su hija, se cifra un secreto: que el horror, el mito, la fuerza que asusta, también pueden inclinarse ante el sentimiento. Que incluso las criaturas marcadas por el mundo por un segundo pueden detenerlo para ver florecer algo.

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