Mientras miraba El esquema fenicio, la última película de Wes Anderson, mi primera reacción fue: “Esto ya no es cine. Es otra cosa”. Tenemos, por supuesto, los manierismos de Anderson que se reconocen al instante (lo cual probablemente sea más un problema que una virtud); tenemos también el tema más recurrente de la filmografía de Anderson (¿tal vez el único?): el reencuentro con el padre ausente; tenemos el elenco de “no se puede creer que consiguió que todos esos actores hicieran esos papeles de tres segundos”. O sea, un poco más de lo mismo, pero con algunas disminuciones: ahí donde Anderson solía construir estructuras elaboradas y personajes reprimidos para al final hacer estallar un géiser de emotividad solapada, lo que vemos es cada vez menos sensibilidad y más artificio. Antes, tarde o temprano, la emotividad encontraba un momento musical, una breve secuencia en cámara lenta donde alojarse; ahora, sus personajes parecen moverse casi levemente acelerados: como si Anderson filmara con algunos cuadros menos, como si incluso sus seres humanos fueran criaturas de stop motion. Menos de lo mismo. Como si Anderson se hubiera extraviado en los laberintos de los mundos que él mismo crea, y no pudiera quedarnos ya más que el recuerdo de lo que solía emocionarnos de su cine (aquello con lo que sí podemos identificarnos) para entender por dónde van los mecanismos que despliega en pantalla. El problema con esta lectura, primero, es que parte del capricho del fan o, por lo menos, de la mirada perezosa del crítico: creer que tenemos que exigir de Anderson siempre más y mejor Anderson, cuando desde hace tiempo que Anderson abandonó aquella belleza indie de sus primeras películas para explorar otras formas de belleza. Por otra parte, esta idea de que Anderson siempre se parece a Anderson es problemática también por cuanto los manierismos fáciles de identificar ocultan las cosas nuevas que van apareciendo en cada película. Además, y a esto probablemente vuelva más tarde, ¿quién sabe en definitiva qué es y qué puede llegar a ser el cine?
El esquema fenicio presenta por lo menos una novedad: una trama que podríamos llamar, con muchas modulaciones, de suspenso: hay intentos de homicidio, intriga internacional, espionaje, choques de aviones, disparos, granadas por doquier. Casi una película de acción. Esto es nuevo en el cine de Anderson: sus tramas siempre giraron en torno a los complicados vínculos interpersonales de sus personajes y sus intrigas no suelen ir más allá de los conflictos familiares (o de familias extendidas). Solo en El gran hotel Budapest había rozado algún tipo de intriga más amplia, así como en French Dispatch rozó también un contexto histórico concreto e intrigas que excedían lo puramente individual. El género es nuevo para Anderson, y también lo es la ambientación: no por la época sino por el lugar: El esquema fenicio está ambientado en el mundo árabe, un mundo un tanto impreciso, anterior históricamente al radicalismo islámico, que volvería más problemáticos sus recorridos, pero en definitiva un universo simbólico nuevo. Recién al terminar de ver esta película pude entender que en realidad se trata de un movimiento muy anterior en la filmografía de Anderson: a partir de El gran hotel Budapest, hace ya más de diez años, Anderson se ha dedicado a proponer, con cada nueva película, la exploración de un mundo diferente, una ampliación y fagocitación de su universo hacia universos simbólicos que son ajenos al suyo: en Budapest… el de Europa Central y el decadentismo; en La isla de los perros, Japón; en The French Dispatch, el mayo francés; en Asteroid City, la ciencia ficción yanqui de los ’50; en El esquema fenicio, el mundo árabe y el cine de intriga internacional. Una vez que estas películas existen, uno puede rastrear sus filiaciones y sus lógicas, pero en principio nada unía estos mundos con el universo bastante autorreferencial de las anteriores películas de Anderson. Desde hace un tiempo ya, se ha embarcado en la exploración de mundos nuevos, de formas de relato diferentes, de distintas perspectivas.

Por supuesto, como todo esto se explora desde la perspectiva Anderson, la novedad pasa casi desapercibida: la filmografía de Wes Anderson propone una serie de coordenadas muy específica y, sobre todo, muy diferentes a cualquier otra cosa que ocurra o haya ocurrido en el cine hasta ahora. Esa identidad, sin embargo, no es lo mismo que una repetición: de hecho, cada nueva película propone algo diferente.
Hay dos aspectos formales que llamaron mi atención en El esquema fenicio. El primero tiene que ver con la escala de los planos: nos encontramos muchas veces con los planos generales frontales típicos de Anderson, incluso con sus simetrías y juegos de detalles y maquetas, pero en una escala mucho más grande, con planos tan amplios que las figuras humanas apenas si aparecen como pequeños perfiles perdidos en la escenografía. Esto es algo que ya había notado, por lo menos, en The French Dispatch, aunque posiblemente hubiera aparecido alguna vez antes. Es notorio porque, más allá del preciosismo de los encuadres y de la escenografía, el cine de Anderson siempre estuvo muy centrado en la figura humana, a veces en planos medios pero mucho también en primeros planos, incluso cuando estos primeros planos eran extraños por lo simétricos o lo descentrados. En cambio, con esta nueva perspectiva, sus personajes adquieren un lugar diferente en la pantalla, y por tanto en lo que se muestra, en la historia, en el cine mismo: no porque haya menos intimidad, sino porque esa intimidad pasa a encastrarse en un contexto complejo que lo supera ampliamente y que en términos formales ocupa mucho más espacio.

El otro aspecto que me llamó la atención se nota casi desde el comienzo, con la secuencia de títulos: el personaje interpretado por Benicio del Toro está echado en una bañera, mientras a su alrededor se mueve una especie de ballet de enfermeras que lo cuidan y preparan cosas. Se trata de un largo plano cenital (creo que el único en el que recurre al ralenti), donde fundamentalmente lo que vemos es el piso del baño y el desplazamiento de estas figuras. Perfectamente compuestos sobre ese piso de cerámicos aparecen los créditos de la película, de tamaño y colores exactamente iguales a los cerámicos del piso sobre el que se imprimen. El resultado es precioso, por supuesto, pero sobre todo es difícil de distinguir. Si uno no presta mucha atención o se distrae con las enfermeras, ni se entera de que cambiaron los títulos. Hay algo de ese juego que se repite a lo largo de toda la película: el uso de una paleta cromática que tiende hacia tonos muy similares, lo cual hace que se vuelva difícil diferenciar los límites de las formas, e incluso las figuras del fondo. Es algo que ya había notado, por lo menos, en Asteroid City, aunque posiblemente hubiera aparecido alguna vez antes: los colores terrosos y lavados del desierto y personajes pálidos y vestido con colores terrosos y lavados, que virtualmente se pierden sin ningún tipo de contraste. El lugar común establece que a Anderson le gusta usar y combinar colores pasteles, cuidadosamente articulados entre sí: algo de eso fue cierto y encuentra su apoteosis en El gran hotel Budapest, su película más merengue, tal vez su película definitiva en cuanto al uso de ciertos recursos. Sin embargo, es evidente (porque nada en una película de Anderson está nunca librado al azar) que ahora comenzó a trabajar con un concepto diferente: no menos trabajado, pero con un objetivo distinto. Ese efecto de monocronía resulta muy claro en El esquema fenicio en las escenas que transcurren con fondo de desierto (que, de hecho, se parecen bastante a las de Asteroid City, incluso con Scarlet Johanson) pero funcionan en toda la película: los grises del palazzo veneciano de Korda, los amarillos del hotel “egipcio” del final, y un largo etcétera. Incluso en el diseño de la que podríamos llamar la coprotagonista de la película: la hija de Korda, Liesl, interpretada por Mia Threapleton, es una figura de piel extremadamente pálida que está siempre vestida con un hábito impoluto de novicia: un blanco sobre blanco que apenas en un plano en la selva se utiliza para brillar y deslumbrar (con un contraluz), pero en la casi totalidad de la película se muestra como una figura de blanco contra blanco opaco, casi como una figurita de papel que no dibujara bien sus límites internos.
Estos dos aspectos, curiosamente, trabajan en realidad en un mismo sentido: la disolución o la pérdida de la figura humana, ya sea por su transparencia, ya sea por su tamaño. Es decir, en dirección contraria a cualquier relato que intente desarrollarse con claridad: si no vemos o no distinguimos a los personajes, es difícil seguirlos. Esto se refuerza, por otra parte, con la trama complicada y explicada a velocidad del rayo de El esquema fenicio: espías, intriga internacional, espionaje industrial. No puedo hablar por todos pero, por mi parte, me costaba seguir qué era lo que se suponía que estaba pasando, sobre todo en la medida en que el argumento deja de lado los intentos de asesinato (que son siempre divertidos) y se adentra en cuestiones de manipulación de mercado y porcentajes de capital no solvente. ¿Qué es lo que pasa en El esquema fenicio? No lo sé muy bien, pero la película no se queda quieta ni un segundo. Por supuesto, en el fondo de todo eso está la historia del reencuentro de Leisl con su padre, pero la película casi no se detiene en eso y atraviesa infinidad de peripecias cuidadosamente talladas. En algún punto, con su exotismo de estudio y su viaje incesante, El esquema fenicio me hizo recordar a esa otra gran película de viaje artificioso que se estrenó este año, que es Grand Tour.
Por otra parte, Wes Anderson está lejos de ser un vanguardista o un director independiente: sus películas son aparatos muy complejos, probablemente muy caros y prestigiosos. En ningún momento este trabajo sobre la forma busca ser difícil o perder a su espectador. Al contrario, el uso constante del humor tira líneas de vínculo con el espectador. Pero es curioso, el prestigio de Anderson le permite jugar a los juegos que a él le gustan, y gracias a esos juegos seguir filmando películas tan complejas (en términos de producción) que ningún otro director podría llevar adelante. Ya con solo mirar el elenco es más que suficiente: es evidente que todos quieren sumarse el juego de Anderson. Se me ocurre que es posible que a aquellos a los que les gustaban las primeras películas de Anderson no les gusten estas últimas, así como no llego a imaginar del todo quién es el público de estas nuevas películas que sigue filmando. Como con cualquier ser humano, todo está sujeto a error y ni siquiera la complejidad de un método garantiza resultados: con algunas la puede pifiar más que con otras (Asteroid City, por ejemplo, era floja, El esquema… me parece mucho más interesante, así como The French… contiene algunos de sus mejores momentos, al igual que algunos de los cortos basados en Roal Dahl que estrenó por streaming). Pero más allá de hallazgos o errores o críticas que se le podrían hacer (resulta muy raro, por ejemplo, la inclusión de una tropa de guerrilleros en el universo tan lavado de referencias políticas que es el cine de Anderson), lo que es innegable es no solo que nadie filma como Wes Anderson, sino sobre todo que nadie como Wes Anderson se dedica a explorar y trabajar el medio cinematográfico, buscando siempre formas y universos nuevos, explorando los modos de contar y las historias, los vínculos pero también las escenografías, los movimientos de cámara, los encuadres (por ejemplo, los personajes que se asoman como agarrados del borde de la pantalla), dispuesto siempre a jugar con todo.
