Extrañas voces, o cómo aprendí a dejar de preocuparme y empecé a amar el doblaje, por Marcos Rodríguez

Recuerdo un momento en el que las distribuidoras empezaron a proyectar en salas películas para adultos dobladas al español y se desató una especie de polémica, o lo que podría calificarse como polémica en el limitado ámbito de la gente de cine: las películas ahora se pasaban en español con buena repercusión del público y toda la gente del medio estaba horrorizada. Entre ellos, yo. Había artículos en los diarios, citas de Borges, conversaciones de pasillo en una época en la que la gente todavía se encontraba físicamente para conversar. Se notaba algo así como el orgullo herido de dejar de ser el país de la excepción: en España, por ejemplo, lo normal es que las películas se estrenen todas dobladas, excepto raras excepciones; creo que en México también. En Argentina, no: acá hasta ese momento las únicas películas que se estrenaban dobladas al español eran las películas infantiles o “para toda la familia”. Pasados los años, lo que se anunciaba como apocalipsis no fue tal: todavía subsiste el subtitulado en salas, pero es cierto que antes de sacar una entrada para algún tanque yanqui conviene cerciorarse de que se pase en versión original, si uno no quiere clavarse con voces dobladas.

Según supe en el momento de aquella polémica, la costumbre de las películas subtituladas o no se remonta al nacimiento del cine sonoro: la década del ’30, cuando de pronto ya no eran tan fácil comprar una película de cualquier parte del mundo y proyectarla en cualquier otra, porque pasó a ser importante entender lo que estaban diciendo los actores, no solo traducir una placa en pantalla. En la transición hubo pruebas y alternativas: recuerdo, por ejemplo, la anécdota de que en 1931 la Universal probó un sistema de, básicamente, filmar dos veces la misma película: una con el elenco que hablaba en inglés y, al mismo tiempo (¿a contraturno?), la exacta misma película pero con elenco que hablaba en español; y así es como existe, además del clásico Drácula protagonizado por Bela Lugosi, un Drácula mexicano protagonizado por Carlos Villarías. El sistema, evidentemente, no era muy práctico, no sé cuántas películas se habrán hecho así, pero la experiencia decantó por las dos opciones que todavía subsisten hoy: a una misma película que se filma una sola vez, o se le cambia la pista de audio por una que incluya voces en el idioma deseado, o se sobreimprime en la imagen la traducción en texto de lo que los personajes están diciendo. Hoy en día, además, todo es absurdamente más fácil: un solo archivo digital puede contener incontables opciones de subtítulos y de doblaje al mismo tiempo, para que el usuario en casa elija su formato: muchos preferimos, incluso al estar viendo una película hablada originalmente en español, verla igual con subtítulos, porque no siempre es fácil entender el audio. Pero en una sala de cine, no: en una sala la experiencia todavía es compartida y entre todos vemos juntos lo que sea que se proyecte en la pantalla, incluso si se trata (casi seguramente) de un archivo digital proyectado.

En aquella lejana década del ’30, los distribuidores también intentaron acá traer las nuevas películas sonoras dobladas (probablemente, me aventuraría a creer, las mismas que se doblaban en México y se querían exportar a otros países), pero al público argentino no le gustó. De ahí la cita de Borges. El público manda y así se instauró la tradición que duró por lo menos hasta entrado el siglo XXI: el cine para adultos, subtitulado. Por lo menos en cine, en televisión era otra cosa. El cultivado público lector cinéfilo (entre el cual me incluyo) podrá huirle al cine doblado como a la peste, pero si las funciones dobladas siguen existiendo, es porque alguien las va a ver. En lo personal, siempre identifiqué primero a un actor por su voz que por su cara (me pasa con la gente en la calle también), con lo cual esos cambios de voces me resultan bastante complicados, más allá de que en general el trabajo de doblaje tiende hacia lo homogéneo y lo neutro, lo cual ya es también en sí otro problema aparte.

¿Adónde voy con todo esto? Hace un par de semanas empecé a ver avisos de que una distribuidora planeaba reestrenar unas cuantas de las películas del estudio Ghibli: algunas que ya vi en sala, la mayoría no. La primera era “El viaje de Chihiro”, esa obra maestra absoluta de Miyazaki, que no solo nos voló la cabeza a tantos, sino que además fue el ariete que abrió las puertas de muchas cosas, allá por los lejanos comienzos de este siglo. La publicidad citaba un aniversario espantoso (más de 20 años) pero no hay una verdadera excusa: alguien decidió que estas películas (en una selección un tanto rara, pero siempre bienvenida) volvieran a verse en cine. Gran decisión.

Llegado el día del estreno, me acerqué con mi hija al cine, para ver la única función que estaba programada: el aviso decía que se proyectaba en japonés subtitulada. Recién entonces me di cuenta de que siempre vi “El viaje de Chihiro” doblada: en el momento de su estreno, y después cuando la vi en casa, aunque con un doblaje diferente. Mi hija no estaba muy contenta, pero no había opción: un caso raro, una película “para toda la familia” que solo se podía ver subtitulada. Sospechoso. Las sospechas se confirmaron una vez que entramos a la sala: mi hija era la única niña en toda la función. Es raro lo que pasa con las películas de Ghibli.

La sorpresa fue cuando empezó la proyección: un auto avanza por una ruta de pueblo, sobre una ladera. Más arriba, las casas. Cuando sonaron las primeras voces, resulta que hablaban en español. Listo, problema resuelto: al final la pasaban doblada, todos contentos. A los cuatro minutos de película, cuando Chihiro estaba a punto de entrar al portal que la lleva al mundo de los dioses, de pronto se cortó la proyección y se prendieron las luces. Enseguida vemos que una pareja de treintañeros entra a la sala y se ubica donde estaban sentados antes. Arranca la proyección de vuelta: esta vez con las voces en japonés y subtítulos. Habían ido a quejarse. Es raro lo que pasa con las películas de Ghibli.

Fue así como, por primera vez, vi “El viaje de Chihiro” con el audio original en japonés. No sé cuántas veces habré visto esta película, más que unas cuantas, aunque en cine solo dos. Es notable cómo la película va engarzando una secuencia impecable atrás de otra: no hay ripios ni tiempos muertos en “El viaje de Chihiro”; hay narración, hay una exuberancia de narración, pero cada momento, casi cada plano está cargado de fuerza y de sentido. En un punto uno siente que cada secuencia, cada ambiente en la película podría abrirse a una película en sí misma, a la vez que el centro absoluto y constante es siempre Chihiro: una chica de la que no sabemos nada, pero que vamos conociendo sobre la marcha. Todo estalla por los cuatro costados en “El viaje de Chihiro”, nunca dejamos de descubrir, nunca nada se asienta, siempre avanzamos.

Decir hoy en día que “El viaje de Chihiro” es una obra maestra es, por supuesto, una obviedad. La novedad fue verla en japonés, un idioma por demás incomprensible (muchos de nosotros, a estas alturas, estamos acostumbrados a captar por lo menos algunas palabras del inglés en el que suele estar hablado la mayor parte de lo que vemos, pero en japonés…). Si bien la película me la sé casi que de memoria, igual si quería entender los diálogos tenía que leer. Y ahí está la cosa: si uno lee, su atención tiene que concentrarse en un fragmento muy chiquito de la pantalla. En “Chihiro” los personajes hablan rápido y dicen bastantes cosas a las que uno tiene que seguirle el paso si quiere seguir la trama. Así que hay que leer.

La cruzada contra el doblaje se basa en buena medida en una cierta idea de “autenticidad”: es innegable que un actor actúa también (casi me atrevería a decir que de forma prioritaria) a través de la voz. Alterar la voz altera la actuación, y el cambio no necesariamente es para mejor. Quienes se arrastraron ese viernes de invierno para aprovechar la oportunidad de ver “El viaje de Chihiro” en una sala de cine (algunos, por lo que escuché, por primera vez en sus vidas) buscaban la experiencia completa: querían verla en japonés. Hasta fueron a reclamarlo. Junto a ellos, escuché por primera vez la voz original de Chihiro: los labios coincidían perfectamente con lo que salía de su boca. Tengo que decirlo: no estoy convencido de que haya sido mejor así.

Por un lado, se trata de una película de animación: toda voz es falsa. En la animación de Hollywood a veces existe el argumento de la voz de grandes estrellas de la pantalla; un argumento relativo. Hasta donde sé, no aplica lo mismo para Japón, e incluso si así fuera tampoco significaría mucho de este lado del mundo.

Pero más allá de eso, el verdadero problema es que si uno está concentrado leyendo para tratar de entender lo que pasa en la película, necesariamente se pierde de algo. “El viaje de Chihiro” es una película en la que no solo siempre está pasando algo, sino que muy frecuentemente están pasando varias cosas a la vez, y no todas necesariamente en primer plano y relacionadas con la historia central. La casa de baños es un universo de niveles múltiples y saturado de microrrelatos: es muy difícil seguirle el paso incluso si uno no está concentrado solo en el tercio inferior de la pantalla; y más todavía si lo está. Lo fundamental se entiende, pero justamente “Chihiro” es una película que ofrece mucho más y no estoy nada seguro de que la autenticidad del audio compense eso.

Por supuesto, no toda película de animación es “El viaje de Chihiro”: la mayoría de lo que vemos tiende irremediablemente a la mediocridad y, en esa medianía, es altamente probable que los planos no estén aprovechados con la magnitud centrífuga del arte de Miyazaki. Ni siquiera todas las películas de Miyazaki se expanden tanto. Sin ese universo amplio, probablemente no pase nada si tengo que concentrar mi atención en los subtítulos y me pierdo parte del plano: casi seguro no había nada ahí. En esa medianía es más razonable negociar entre la falsedad del audio y el vacío del plano. Pero la grieta está abierta, eso es lo que hacen las obras maestras. Tal vez el doblaje no sea una cosa tan terrible después de todo. Tal vez el arte cinematográfico, ese que sabe trabajar el plano, exige una concentración alta en la que la concentración del subtítulo moleta. Recuerdo que alguien alguna vez me dijo que Hitchcock prefería que sus películas se pasaran dobladas precisamente por eso: para que el espectador pudiera prestar atención a lo que pasaba en la pantalla. Pienso, por ejemplo, en las películas de Fellini, en las que el propio audio en italiano está hecho con un doblaje espantoso. Después de todo, ¿exactamente qué es auténtico en el cine?

Cuando salimos de la función, mi hija (que ya había visto la película varias veces también, pero no desde hacía un tiempo) me dijo que no se acordaba que la película era tan triste. Nunca hubiera pensado que “El viaje de Chihiro” era una película triste, pero es posible que algunas películas de Miyazaki solo las puedan entender realmente los niños.

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