Breillat: sucia como un ángel, por José Miccio

A veces pienso en un programa de glorias indecorosas. Un programa para presentar grandes películas impresentables. No me refiero a las que se pusieron al servicio de estados o corporaciones criminales (y que no son solo las de Leni Riefenstahl) sino a las que por representar las relaciones sociales en términos que hoy no aceptamos parecen condenadas a funcionar nada más que como ejemplos de lo ya superado, tanto para quienes, preocupados por la cultura, quieren mantenerlas en la memoria por su culpabilidad (porque lo que se olvida se repite, etc.) como para quienes, preocupados también por el cine, quieren defenderlas mediante una fórmula que ya tiene algo de mágico: era otro tiempo. Sobre los primeros no hay mucho para decir más que lamentar su influencia y, por extensión, la cobardía de quienes, sabiendo lo que esta influencia significa (la absoluta mediocrización del mundo), callan por temor a que su convicción redentora los alcance, y a ver si alguien se confunde. Sobre los segundos, reconociendo aun lo que pueda haber en ellos de estratégico (conceder en parte para no resignar todo, dar una uña o un dedo para no perder la mano), cabe señalar por lo menos una cosa: hay algo desleal en su historicismo presuroso, que protege aquello a lo que no se quiere renunciar concediéndole razón a lo que lo instituye como culpable. Quizás, considerada en términos de estricto realismo político, sea una actitud inteligente, en tanto sabe negociar. Pero considerada estéticamente es una actitud deshonesta. Estéticamente lo que corresponde es decir lo que el cura de Misericordia, la última película de Alain Guiraudie: me da alegría ver al asesino.

Volví a pensar en estas cosas debido a Sucia como un ángel, la extraordinaria película que Catherine Breillat estrenó en 1991 y con la que sumó su nombre al cine francés de canas, gran tradición de la que ya participaban Melville (Un flic), Giovanni (Último domicilio conocido), Corneau (Policía Python 357), Tavernier (L627) y Pialat (Police, que tiene a la propia Breillat entre sus guionistas). (En parte como reconocimiento de la relación con esta serie, en parte como un elemento más del retrato del grupo policial, en la comisaría hay un póster de Los repodridos de Zidi). Breillat respeta tres rasgos de estas películas. Primero, el realismo urbano, especialmente en la primera parte, antes de que la historia del inspector (Claude Brasseur) y la esposa de su compañero (Lio) lleve las escenas a interiores. Después, el ritmo de vida siempre agitado de su protagonista, que apenas empezada la película lo obliga a pasar unos días en el hospital, afectado por los excesos hermanos de trabajo y alcohol. Por último, la alternancia e interacción entre escenas laborales y escenas de vida privada. El fundamento de las primeras es la información, de ahí la presencia de tantos soplones. El fundamento de las segundas es el sexo. En estas, Breillat llega más lejos que todos sus colegas.

Para confirmarlo o discutirlo basta ver la primera escena privada entre Brasseur y Lio, cuya exploración de una zona en la que agresividad y consentimiento se confunden la vuelve especialmente apta para el programa de glorias incómodas. Tiene lugar en el departamento de la mujer, sola porque su esposo está desde hace días, por motivos que remiten al código de honor melvilleano, a cargo de la protección de la familia de un delincuente amigo del inspector. La escena, de diecisiete minutos, se mueve entre avances, resistencias y aceptaciones. El hombre quiere sin vueltas. La mujer dice no sin decir del todo no, dice sí entre lágrimas, se mueve entre las ganas y una culpa que parece alimentarlas, disfruta y padece un juego en los bordes mismos del juego. Estas contradicciones son el punto que le interesa a Breillat. Las figuras no regladas del deseo, sus arabescos oscuros. La línea recta es la excitación.

Esto último es lo que sostiene la escena. En el final, mientras el hombre imagina ya una relación y se prepara para dormir con ella (es más íntimo que el sexo, llega a pensar) la mujer persiste en su movimiento. Primero le pide que se vaya: “No sé, me parece violento. Como si me desposeyesen de mí misma. Además yo no quería ceder. Usted me acorraló”. Después se despide de él entre risas, prometiendo ir a su casa al día siguiente y entonces sí, dormir juntos. Con lo primero cumple. Con lo segundo, no, porque cuando el inspector se duerme ella sale de entre sus brazos, se levanta y se pone a hojear una revista. El tango que suena intermitentemente cuando están juntos le da marco a esta danza de acuerdo y dominio que continúa hasta la última escena. En el entierro de su esposo, muerto en una redada tal vez innecesaria, y quien sabe si protegido adecuadamente (la acción sucede fuera de campo), la mujer se retira después de arrojar tierra al cajón. El hombre la sigue, la alcanza, le hace notar su presencia llamándola por el apellido de casada (así de bajo, pobre inspector). Cuando ella se da vuelta, en lugar de tristeza, culpa o inquietud, muestra una sonrisa que no tiene nada de nerviosa. Una sonrisa que sobrevive a la cachetada con la que el hombre la recibe y se queda con todo, porque Breillat la congela, fuera de foco, para que la película termine así: ingobernable.

Es difícil imaginar un personaje como el de Lio y una escena como la del primer encuentro sexual con el inspector en el cine contemporáneo. Demasiado ambiguas, demasiado perversas, demasiado cinematográficas. Un modo de entender esta dificultad es considerar que hoy existe una conciencia mayor del papel que cumplen las representaciones en nuestras vidas. Otro -menos edificante, más verdadero- es que estamos ante una defección del cine, que no sabe concebir la puesta en escena de un deseo despedagogizado. Un deseo al que no pueden amputársele la culpa y la dominación sin traicionarlo.

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