Cuidado con la tristeza (Necrológica pop): Weapons, por Nuria Silva

“Watch out now,

Take care, beware the thoughts that linger

Winding up inside your head,

The hopelessness around you

In the dead of night;

Beware of sadness”

— George Harrison.

Un grupo de chicos escapa de sus casas a las 02:17 de la madrugada con los brazos extendidos apenas separados de los costados del cuerpo. Podríamos decir que corren como Naruto, como aviones, como misiles teledirigidos, pero hay una sombra más profunda en ese movimiento, una imagen que repica en mi cabeza: la nena de Vietnam escapando del napalm, corriendo desnuda, quemada, escapando del horror pero no del dolor. O escapando a través de él. Esa nena, convertida en símbolo del espanto y del siglo, reaparece multiplicada en otro tiempo y en otro país. Weapons (La hora de la desaparición, Zach Cregger, 2025) arranca en esa línea entre juego y catástrofe. Un travelling, los chicos corriendo y la canción de Harrison (“Beware of Darkness”) funcionan como conjuro germinal.

Zach Cregger abre su película con un hechizo y nos invita a mirar la tristeza, pero también a temerle, porque la tristeza en Weapons no es un sentimiento, es una fuerza, una materia contagiosa, invisible, que se propaga de cuerpo en cuerpo, de casa en casa y de pantalla en pantalla. Es la forma contemporánea del mal o de su fantasma. Desde el prólogo, una voz infantil sobre fondo negro, acompañada por un sonido similar al de un latido, nos arroja a una experiencia de duelo expandido. Cuando ingresa la imagen, la cámara parece dejarse arrastrar por la historia, se distrae y se tienta con los objetos de consumo. Una lata de Coca-Cola en primerísimo primer plano no permite ver que un padre fue convertido en zombi; dos remeras de Disney y un plato lleno de hot dogs sustituyen la cena familiar mientras un documental sobre parásitos suena de fondo; en la casa de una maestra que está siendo atacada, otro televisor transmite el programa Shark Tank donde un grupo de empresarios/tiburones decide quién cumple el sueño americano y quién no. Todo lo que brilla se pudre. Todo lo que promete una vida de confort —consumo, entretenimiento— carga una pequeña muerte dentro. Y lo maquilla con una sonrisa.

Justine Gandy es la maestra de todos los chicos desaparecidos. En su aula las pizarras hablan de ballenas, planetas y parásitos. En las paredes del aula una cartulina recuerda el asesinato de Gandhi y el desplazamiento de su propio apellido, Gandy, hace pensar que la reescritura es un eco irónico o una suerte de fractura moral en un mundo donde hasta los nombres pierden su sentido. Gandy, la maestra, tiene puesto un prendedor que dice Stop Bullying, lleva un llavero en forma de estrella y, en la licorería donde compra, un cartel publicitario justo detrás de ella ordena: Vive tu estrella. Parece que todo tiene su merchandising, incluso la derrota.

No lo soñé

La verdadera bruja, Gladys (Amy Madigan), llega haciéndose pasar por la tía de Alex (Cary Christopher, el único chico que no desaparece) y se infiltra en la comunidad como un virus. Nadie sabe de dónde vino ni cuánto tiempo lleva ahí. Su maquillaje exacerbado y la sonrisa forzada la acercan a una versión grotesca del payaso, como si oscilara entre Ronald McDonald y Pennywise. Los nenes corren hechizados hacia “su” casa sin saber por qué y en lugar de escapar del peligro se entregan a él. La bruja los esconde en el sótano como reserva de municiones, quizás porque la inocencia puede ser la materia más inflamable del mundo. Alex es el encargado de atiborrar con latas Campbell´s tanto a sus compañeros (en realidad, bullies) como a sus padres. Una instalación de Warhol fuera de lugar, o una cita al gesto que convirtió la cultura de masas en arte y al arte en mercancía. Pero acá el pop ya no es ironía, es necrología. Si a Warhol le fascinaban las repeticiones y sus superficies, Cregger filma el envase vacío.

Justine se convierte en el chivo expiatorio, sobre ella se descarga la ira, se depositan los miedos y la necesidad de creer que el mal puede tener un nombre. Archer (Josh Brolin), padre de uno de los chicos desaparecidos —el bully mayor de Alex— es quien la señala como culpable. El mismo padre que sueña con una ametralladora gigante suspendida sobre su casa, réplica exacta del póster que cuelga justo frente a la cama de su hijo. Archer no soporta mirar frontalmente su propio fracaso y transforma la pesadilla en acusación. Paul (Alden Ehrenreich), el policía amante de Justine, tampoco escapa al contagio. Engaña a su esposa, se hunde en la culpa y se pincha accidentalmente con la aguja de James (Austin Abrams), el adicto al que persigue, atrapa y trompea en un arrebato paranoico. Pero ese adicto es quien descubre accidentalmente dónde están los chicos desaparecidos mientras busca qué puede robar cualquier para mantener su vicio. Así se delinea una cadena de parasitación donde cada cuerpo succiona del otro lo que puede (afecto, atención, dinero) mientras el tejido común se descompone.

En el universo de Weapons los adultos comen, beben, fingen, repiten, pero parecen anestesiados. Ellos son los verdaderos muertos vivientes, mientras que los chicos se transforman en pequeñas catástrofes que la sociedad engendra irresponsablemente. Los chicos son los huéspedes predilectos del parásito. Marcus (Benedict Wong), el director del colegio, también bajo el influjo invisible de la bruja termina asesinando a su pareja y en ese momento horroroso se condensa el desgarro de toda una comunidad en la que nadie actúa por voluntad propia. Todos son apenas extensiones del malestar colectivo mientras que la bruja en lugar de crear la grieta, la revela. En la tradición estadounidense, fueron siempre figuras fundamentales para sostener el mito fundacional, las que garantizan la cohesión a través del sacrificio. Weapons subvierte ese mito porque la bruja no es tanto la otra sino la consecuencia de una sociedad ya derrotada. Su sanguinario final no purifica nada, sólo extiende la podredumbre.

“Cuidado con la tristeza”, dice Harrison, y el eco se vuelve amenaza. Porque la tristeza cuando no encuentra cauce, se acumula y se hereda. La corrida de los chicos es la imagen más brutal y más tierna porque presenta la infancia como catarsis del horror adulto. La cámara filma una serie de eventos imposible de evitar: las adicciones, los engaños, las paranoias, los odios, las soledades. El mal no necesita de un demonio y ni siquiera de una bruja porque se basta con el acostumbramiento. Quizás por eso la película no busca cerrar nada. No hay moraleja ni redención, nos deja en ese borde entre lo bello y lo terrible y nos recuerda que la tristeza también puede ser una forma necesaria de mirar.

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