Miyazaki: muere un pelícano, por José Miccio

En un momento de su conferencia sobre Hawthorne, dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores en marzo de 1949 y publicada luego en Otras inquisiciones, Borges escribe: “En aquel tiempo no había (sin duda felizmente para los niños) literatura infantil”. Walter Benjamin compartía esta aversión. En uno de los textos de Calle de mano única, “Obra en construcción”, sostiene: “Es tonto cavilar pedantemente sobre la fabricación de objetos (material visual, juguetes o libros) que sean aptos para niños. Desde la Ilustración, esta es una de las especulaciones más enmohecidas de los pedagogos”. Más directo, César Aira escribió en 2001 un breve ensayo con título de diatriba: “Contra la literatura infantil”, en el que reconoce en la producción destinada a los niños, tal como la concibe el mercado, una negación de la infancia como modelo o matriz de todo programa artístico, idea que defiende en su relato “A brick wall” y practica sin reiterarla en todos sus libros. Dicho de otro modo: la infancia es para Aira una fuerza estética; la literatura infantil, una traición. El repudio sigue vigente. En El arqueólogo, novela publicada hace unos meses, escribe: “No eran libros infantiles. En su ya lejana niñez había tenido la fortuna de que no existiera esa abyecta rama de la literatura”.

Hayao Miyazaki filma desde hace cuatro décadas películas que suelen ver los niños y que no responden a ninguna de las miserias que Benjamin y Aira encuentran en los libros que pretenden dirigirse a ellos. Fundamentalmente: no son adecuadas, en el sentido que solemos darle a la frase, ganados por la alianza entre mercado editorial y pedagogía. Primero, porque no reducen todo a los elementos tiernos y algodonados que invariablemente incluyen. Después, y en consecuencia, porque hieren.

Como en tantos clásicos, muchos de los protagonistas de Miyazaki son niños separados de sus padres por motivos que van de la enfermedad a la magia y del trabajo a la muerte, de manera que sus historias transcurren en lapsos más o menos extensos de orfandad. En esto, y especialmente en el modo en que enfrentan sus temas más espinosos, no son tan distintas de las novelas de Dickens. Como Dickens, Miyazaki exagera la vida en dirección de la vida (la imagen es de Chesterton) y le concede a las fuerzas contrarias suficiente poder como para que todo triunfo sea sufrido. Más que la vida, sus personajes ponen en riesgo la presencia de ánimo. Conocen bien la angustia, el miedo a la soledad y la certeza inconmovible de la muerte; por eso no es extraño que cuando las aventuras terminan se lleven, y pongan ante nosotros, el resto no elaborable de todas estas cosas; un resto del cual nada se aprende y cuyo vigor dificulta el recurso a banalidades corrientes como sanación y resiliencia.

El niño y la garza, la hasta ahora última película del director, tiene una de sus escenas más sorprendentes. Una noche, unos simpáticos seres llamados warawara flotan después de mucho tiempo gracias a que el joven Kiriko les dio de comer el pez que él mismo capturó, trasladó en su barco y fileteó en una escena que no ahorra detalles: vemos el cuchillo hundiéndose en la carne, la fuerza que requiere hacer el corte y las vísceras que invaden el plano. “Me alegro de haber podido alimentarlos bien”, dice Kiriko, mirando el cielo donde los warawara forman espirales. En ese momento, aparece una bandada de pelícanos, y si no fuera por la intervención de una niña aliada al fuego todos los warawaras terminarían en sus buches, tal como señala un parlamento y tal como muestran dos planos: uno general, en el que las aves se llevan hileras enteras de warawaras, y uno bien cercano, en el que un pelícano engulle y traga. Este interés por mostrar en detalle cosas que las películas para chicos suelen elidir tiene poco después su momento más importante. Ya en noche honda, acostado, el niño escucha un ruido afuera. Cuando sale, encuentra un pelícano herido. Lo mira con desprecio, blandiendo la pala que llevó por si era necesario defenderse. “Eso te pasa por atacar a los warawaras”, le dice. El pelícano cuenta entonces la historia de su bandada y desarma la diferencia entre seres queribles y depredadores: los warawaras hicieron su danza porque comieron el pez; los pelícanos, debido a que los peces escasean, comen warawaras. Pero lo realmente notable no es esta apertura dramática -bella, no inusual- sino la puesta en escena de la agonía. El ave está quemada, tiene el ala rota, habla entre estertores, sufre a tal punto que pide que la maten, se desangra y muere sin culpa ni redención, naturalmente, frente al niño y frente a nosotros, en plano.

La escena es excepcional por su puesta en escena, que es lo que sostiene todo, y porque la materialidad de la muerte está fuera del horizonte de las películas que aspiran a incluir a los niños entre sus espectadores. Pueden aceptarla como motivo argumental e incluso hablar de ella todo el tiempo, como Coco, pero no pueden filmarla así, sin ninguna clase de espiritualización o aligeramiento. (La gran escena de Flow en la que, después del retiro del agua, el gato ve agonizar a la ballena tiene una extraña compensación por fuera de la historia, con un nuevo plano del animal vivo).

La muerte del pelícano conduce al niño a cavar una tumba, lo que señala otra vez la presencia del cadáver. No se trata de algo que Miyazaki agote en esta escena. La misma película pone el tema en primer plano porque la garza convence al niño de entrar al mundo maravilloso diciéndole que cómo puede estar seguro de que la madre murió si nunca vio su cuerpo. Poco después, apenas atravesado el portal, tras un cortinado que recuerda fácilmente a un telón teatral y presentada por la garza con gesto ceremonioso, la mujer aparece dormida en un sillón. El niño se acerca a ella. Cuando la toca, la madre se deshace porque está hecha de agua. Miyazaki muestra en detalle la disolución, y como si asumiera su crueldad hace que el niño le pregunte a la garza: “¿Por qué hiciste algo tan horrible?”.

El problema de la literatura infantil, extensivo al cine, también tiene que ver con esto. El vínculo entre mercado y pedagogía, entre target y moraleja, entre interés comercial y lo que Aira llama con justicia «la sospechosa raza de los psicopedagogos» prefiere mantener tranquilos a los lectores. Clasificarlos en grupos que apenas se comunican entre sí. Ofrecerles a todos seguridad e historias adecuadas.

Aira identifica en esta operación un ataque a lo que llama “continuo adulto-niño”. La literatura infantil es el resultado victorioso (para el mercado y los pedagogos) de este ataque. Libros “para los niños que ya no leerán los adultos”. Libros que no inventan a su lector sino que lo dan “por inventado y concluido”. Libros, agrego yo, hechos para satisfacer la moral y el nivel de comprensión que les asignamos a ciertos bloques de edad en lugar de para imaginar mundos, lógicas nuevas y fantasías capaces de honrar el vínculo entre infancia e inadecuación. En lo que hace a la moral, Saki expone la potencia de este vínculo en “El cuentista”, historia de una niña devorada por un lobo no como consecuencia de sus errores sino de sus virtudes, y verdadero manifiesto en favor de la literatura como valor en sí. En lo que hace a la imaginación, Carroll y sus Alicias continúan siendo el modelo de todos los inventores. Podría decirse: Carroll es nuestro Homero, Alicia nuestra Ulises, Troya el Sentido.

Roald Dahl sigue a Saki en Matilda y Las brujas. Miyazaki sigue a Carroll en El niño y la garza. Son obras muy distintas pero unidas por algo más importante que el estilo y las peripecias: mantienen el continuo adulto-niño y permiten, entonces, no solo imaginar cosas que de otra manera serían imposibles sino aprender a leer después de haber aprendido. Que una nena se quede con su maestra y que perdone a sus padres por ser así de idiotas y mezquinos, que un nene se convierta en ratón y la historia no le devuelva nunca su forma humana, que un pelícano muera como en la película de Miyazaki. No es seguro que estos triunfos continúen sumando ejemplos. Temo que pronto la policía que los adultos insistimos en mandar contra la infancia -la policía buena, la policía pedagógica- lleve órdenes de captura contra estos libros y películas, por no ser lo suficientemente edificantes, y temo que seguiremos perdiendo así lo que más importa: ese pequeño o gran vértigo de la inadecuación que es lo que nos empuja a leer y ver cine.

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