Resulta que tanto mirar el cine de Hayao Miyazaki, me vengo a dar cuenta de que el estudio Ghibli escondía también otro genio: Isao Takahata. Es razonable: cualquiera quedaría tapado por la sombra de Miyazaki, y tampoco es justo decir que no conocía a Takahata: había visto dos películas suyas, a cual más inolvidable. Pero digamos que en el balance injusto de la memoria, el genio parecía ser Miyazaki y Takahata quedaba atesorado como una especie de joya del lirismo: ya sea el lirismo lacerante de La tumba de las luciérnagas o el lirismo más abstracto de La princesa Kaguya. Entre esos dos extremos del espectro (realismo descarnado, fábula budista), la figura de Takahata acababa por desdibujárseme un poco. Todo esto hasta que vi, en el reestreno que acaba de pasar por las salas, Pom Poko: la guerra de los mapaches. Nada de lo que había visto de Takahata, ni tampoco de Miyazaki, me había preparado para esta obra maestra terrenal, una película absoluta que tiene todo: humor, política, melancolía, terrorismo y escrotos de mapache.
Al parecer, según la tradición sintoísta, los mapaches (al igual que los zorros) son las únicas criaturas de la naturaleza que tienen el poder de cambiar de forma. Pom poko, como sus protagonistas, es una película que constantemente está cambiando de forma. Empieza como un relato épico, casi en tono documental, narrado con voz en off, en el cual se nos habla de la guerra territorial entre clanes de mapaches, la cual se presenta con los modos (y, ocasionalmente, el vestuario) de una guerra entre clanes samurái. Una familia es desplazada de su territorio y debe reubicarse, quienes ya estaban ahí defienden sus tierras, y se producen peleas (que, por momentos, son descarnadas y por otros parecen juegos de nenes), hasta que finalmente los mapaches comprenden que deben unir fuerzas para enfrentar el verdadero problema que los afecta a todos: el desarrollo de una zona residencial para humanos en lo que antes eran bosques vírgenes y ahora pasará a convertirse en un suburbio de Tokio. Este es el verdadero conflicto: el avance de la civilización visto desde la perspectiva de estas criaturas mágicas.

Los mapaches de Pom poko, sin embargo, no son dioses ni criaturas sabias; ni siquiera son criaturas serias. Bichos gordos y vagos, la mayoría de los mapaches olvidaron incluso cómo usar sus poderes ancestrales para cambiar de forma. Les gusta comer, cantar y bailar. También chupar. Cuando comprenden que la amenaza de los humanos es ineludible, empiezan un esfuerzo por organizarse, por planear algo, por volver a recuperar sus antiguos poderes y estrategias. Los mapaches suburbanos y semi domesticados, por decirlo de alguna forma, tienen que volver a aprender a ser mapaches, y tienen que intentar hacer algo.
A partir de este punto, la película comienza a desplegar una serie de estrategias narrativas múltiples: líneas de historias que se abren, frentes posibles de lucha, ramas que van divergiendo. Gracias al carácter mágico e inestable de sus protagonistas, Takahata se da el gusto de jugar con un trazo muy libre en sus dibujos: algo que se vería con mucha más gravedad en La princesa Kaguya, pero que también desarrolló con mucha belleza a través de la ligereza del trazo de Mis vecinos los Yamada, donde el contexto realista de familia burguesa curiosamente le abre el juego a una libertad casi absurda. En Pom poko la narración es fuerte (si bien múltiple) pero sus personajes están constantemente escapando por todos los costados: porque cambian sus formas, porque cambian sus perspectivas. Como si frente al clasicismo de Miyazaki, Takahata explorara por el barroco.
Dentro de este contexto de comedia con animales peludos, Pom poko es también una película altamente política: cuando llega el momento de decidir qué hacer para frenar el avance de los humanos, la asamblea de mapaches se encuentra frente a un dilema. Estas criaturas afables y perezosas tienen que entrar en acción, pero las perspectivas son dobles: por un lado, el bando liderado por Gonta, un mapache gordo y carismático que dice que la única alternativa que les queda es usar sus poderes mágicos para salir a matar humanos en una guerra de guerrillas, hasta que entiendan que no tienen que talar el bosque; por el otro, se opone la voz razonable de Sokichi, un mapache que tiene gran habilidad para disfrazarse de humano y que propone un acercamiento oculto para intentar comprender a los humanos y convencerlos de alguna otra manera. La alternancia entre una y otra facción determina en buena medida el avance narrativo de la película. Como curiosidad: mientras veía el documental Hayao Miyazaki y la garza, filmado en los estudios Ghibli después de la muerte de Takahata, en un momento uno de los entrevistados dice que Pom poko de alguna forma refleja las experiencias de juventud de Takahata y Miyazaki, sus aventuras y borracheras y discusiones. Según esta lectura, Takahata sería el terrorista Gonta.

Sería imposible (además de bastante inútil) intentar resumir todo el devenir de las cosas mágicas y terrenales que ocurren en Pom poko, desde la aparición de la televisión hasta un desfile de fantasmas, pasando por zorros que manejan bares en el microcentro de Tokio. Parte de su encanto tiene que ver con lo inesperado de sus giros, su fe absoluta en la narración, su alegría y su bronca. De alguna forma, Takahata logra crear toda una aldea de personajes individuales, queribles, muy diferentes entre sí, cada uno entregado a sus penas y sus amores. Tendría que hablar de la vieja matrona de la aldea, del encanto peleador de Gonta, que quiere salir a matar incluso cuando está todo enyesado, del joven discípulo que enfrenta el dilema de empezar su propia familia o serle fiel a su aldea, del parque de diversiones poseído, de los testículos mágicos de los mapaches, de las ojeras de los trabajadores de oficina que toman el subte para ir al trabajo. Pom poko casi parece imposible de contener.
Por supuesto, el resultado de esta guerra de los mapaches contra el avance de la modernidad no podría tener muchos resultados. Aun así, con toda la melancolía y el dolor (y las lágrimas) que nos arranca Takahata, incluso en ese final al cual llegamos agotados y maravillados, logra componer un momento mágico, una elegía para lo que ya no va a volver, que es mucho más cruel y terrible porque sabemos que esa última magia de los mapaches no va a poder nada.