De las 50 películas que filmó en 19 años de carrera, apenas pude ver cinco, una proporción escasa, pero aun así el cine de Yuzo Kawashima fue una revelación: no solo porque ni siquiera conocía su nombre cuando anunciaron el pequeño foco de películas restauradas que enviaron de Japón, no solo porque esas cinco películas contenían al menos dos obras maestras (proporción alta), no solo porque su figura de alguna forma viene a completar un momento clave del cine japonés para quienes no lo conocíamos (al parecer, sus películas nunca se habían proyectado en Argentina), sino sobre todo porque este torrente de cine me permitió ver al menos dos imágenes que nunca había visto antes en el cine japonés.
La información sobre Kawashima dice que era conocido fundamentalmente como director de comedias, una figura muy popular en Japón. Probablemente, sus primeras películas y sus productos más industriales fueran comedias lisas y llanas. Pero si bien las películas que vi tienen un tono y una ligereza que podríamos vincular con la comedia, incluso en las películas que eran más claramente cómicas (pocas), la lectura política y la veta de amargura irresoluble iban incluso un poco más allá de lo que podríamos entender como un “tono clásico” de tragedia incluso en un cine ligero. Kawashima propone una mirada muy fuerte.
Podríamos pensar a Yuzo Kawashima como una figura de articulación entre el cine clásico de los estudios y la nueva ola que pronto iba a imponerse. Por generación, por estilo. Kawashima dirigió su primera película 1944, ya sobre el final de un sistema, y murió en 1963 a los 45 años. En el medio, filmó demasiado, tomó demasiado y fue el mentor de Shohei Imamura. Empezó filmando en Shochiku, a partir del 55, con su paso a Nikkatsu, logró su mayor notoriedad, y hacia el final de su vida fue saltando de estudios, experimentando. Incluso en sus dos películas más clásicas que llegué a ver (Suzaki Paradise: Red Light District de 1956 y El sol en los últimos días del shogunato de 1957), que tienen todo el despliegue de estudios y, en el caso de El sol… hasta el despliegue de vestuarios y escenografía de época, la mirada sobre el presente, la lectura política y la carnalidad de sus personajes claramente proponen un mundo que está lejos del cine clásico. Para sumar rupturismos modernistas en una película de época: El sol en los últimos días del shogunato empieza con una escena ambientada en el periodo Edo: la calle frente a la casa de geishas donde transcurrirá la acción, una pelea entre samuráis; luego viene la secuencia de créditos iniciales, en la cual hay un salto temporal: pasamos a ver vías de tren, autos, un paisaje urbano industrial y contemporáneo, mientras que una voz en off nos ubica en Tokio, en la callecita que queda junto al puente tal, donde todavía se levanta el distrito rojo que la nueva ley anti-prostitución hará desaparecer dentro de un año, y que es el mismo lugar donde desde hace siglos se levantaba el distrito rojo que usaban quienes iban camino a la capital del shogunato; terminan los créditos y, por corte, pasamos nuevamente a la narración de época. Habiendo visto eso, el modernismo chillón y vocinglero de Elegant Beast, estrenada en 1962 con guion de Kaneto Shindo, no puede sorprendernos ya y demuestra una continuidad con el cine que vendría, y que Kawashima ya no vio.

Primera imagen que nunca había visto en el cine japonés: monjes zen cachondos y en pedo. Toda una declaración de fisiología e iconoclastia. A diferencia de los monjes graves, adustos y trascendentales que suelen mostrarse en el cine japonés de cualquier época y género (lo zen como un más allá de lo humano), el monje principal de El templo de los gansos salvajes no solo está siempre dispuesto a sacar una botella de sake “medicinal”, sino que acaba por mudar a su querida al templo y se hace traer una cama matrimonial de estilo occidental a su cuarto. Y no es el único: las charlas entre monjes y con feligreses sugieren de forma bastante explícita que se trata de una práctica extendida que, en el mejor de los casos, debería manejarse con un poco más de discreción.
Dos elementos fundamentales se repetían en las películas de Kawashima. Primero, un manejo muy particular del ritmo de la narración: un fluir ininterrumpido que te arrastra sin que te des cuenta y que te termina por llevar por cualquier lado. Las películas de Kawashima empiezan con un detalle, una particularidad: un espacio y un objeto que de pronto se enganchan con el que va a ser el protagonista de la película. A partir de ese momento, las acciones y los hechos empiezan a encadenarse con un ritmo parejo, un poco más pausado en las películas más clásicas, un poco más frenético en las más modernas, pero que no tiene pausa y salta sobre grandes elipsis sin dar nunca una explicación completa, sin detenerse a sostener un guion, siempre para adelante. Es así como una escena se encadena con la otra y los personajes viajan por todo lo que les pasa sin que tengamos un respiro. Puede empezar por una tarjeta de presentación personal de un cliente y acabar en una imagen desoladora entre montañas; o entrar por un artista que pinta gansos en los biombos de un templo y terminar por un momento de homicidio y alucinación. No sabés por dónde vas a salir de una película de Kawashima.
El segundo elemento que llama la atención es la forma en la que Kawashima maneja los espacios: la fuerza y la importancia que les da. Los lugares tienen una lógica propia y un protagonismo que los vuelve casi un personaje más. No me refiero únicamente a las películas que están todas ambientadas en un único espacio: ya sea la teatralidad moderna del departamento de Elegant Beast o el prostíbulo de época de El sol en los últimos días del shogunato. En estas películas, está claro, el espacio tiene una gravedad evidente: la narración y los personajes están enmarcados y definidos por sus espacios: desde la familia moderna de estafadores en un edificio de departamentos, hasta el microcosmos del siglo XIX que representan las geishas, sus clientes y los empleados de la casa. Pero incluso en las demás películas, en las que la narración atraviesa diferentes espacios y recorre, también ahí el espacio es fundamental: desde el templo de El templo de los gansos salvajes, que también se vuelve un sistema y un universo casi autónomo (con sus pasillos, su pozo séptico tapado, sus salones de oración y su sótano), hasta las habitaciones donde la geisha de Las mujeres nacen dos veces recibe a sus clientes y, eventualmente, el departamento en el que la aloja su cliente. Pero tal vez donde mejor se note este uso de los espacios es, curiosamente, en la película más abierta y transitada: Suzaki Paradise: Red Light District, una de sus mejores películas y, según dicen, la preferida del propio Kawashima. Por un lado, por supuesto, se encuentra el Distrito Suzaki que se menciona en el título: la zona roja de la que escapó la protagonista y que durante toda la película se encuentra siempre presente, ahí, al otro lado del puente, como una tentación y una amenaza. Alrededor de ese centro de gravedad simbólico se construye la película, y va erigiendo los espacios en una relación más o menos cercana a esa referencia: el café donde se aloja la pareja protagonista, la casa de udón donde termina por trabajar el marido, el río que corre a un lado (con sus barcos), las calles, incluso el centro de Tokio en una de las escenas más agotadoras y desconcertantes de la película. De una punta a la otra del recorrido de los personajes, los espacios los definen y los marcan. Detalle evidente: Suzaki Paradise empieza y termina de forma circular con la pareja protagonista que, siempre otra vez de vuelta de sus últimas aventuras, se hallan de pronto en un puente, sin saber qué camino tomar. El puente, el mismo, expresa, de forma concreta, documental y simbólica, el estado de los personajes.

Segunda imagen que nunca había visto en el cine japonés: samuráis meando en una casa de geishas. Es más: el mingitorio y las conversaciones al paso (y de pie) entre samuráis en pedo. Toda una declaración de fisiología. Los clientes de El sol en los últimos días del shogunato suelen encerrarse y pasar varios días metidos en el burdel chupando, roncando y tratando de atrapar entre sus brazos a las geishas más codiciadas, las cuales, entre promesas de matrimonio y juramentos de amor eterno, tienen que pasárselas de un cuarto al otro para mantener contentos a todos sus clientes. Entre hombres respetables y poco respetables, samuráis nacionalistas sin un mango y pobretones comunes y corrientes, todos acaban por cruzarse en el mingitorio abierto a un costado del pasillo de la preciosa casona del periodo Edo en la que transcurre toda la película.
Las cinco películas que pude ver de Kawashima trataban sobre putas. O, en el caso de Elegant Beast, sobre una madre soltera que usa su cuerpo para seducir a los hombres y lograr que le entreguen dinero; una especie de geisha posmoderna. Tema tradicional y de larga raigambre en el cine japonés. Las miradas que cada película lanza sobre sus putas varían según el caso, desde el pragmatismo cómplice de El sol en los últimos días del shogunato (los pobres, como dice la propia película, tienen que arreglárselas para salir adelante), pasando por la condena y también la fascinación que se evidencia en Suzaki Paradise, hasta la mirada compasiva y desgarrada de El templo de los gansos salvajes y de Las mujeres nacen dos veces, e incluso el pragmatismo capitalista y la mirada de admiración de la madre estafadora por la mujer que supo manipular a su propio hijo en Elegant Beast. Las mujeres japonesas, nos dice Kawashima, no tenían casi opciones en el mundo que se les presentaba: trabajar honestamente y sufrir sin pausa y sin posibilidad de futuro (como la dueña del café de Suzaki Paradise, como la madre de la protagonista en El templo de los gansos salvajes) o vender su cuerpo y tal vez así encontrar por lo menos un poco de holgura, aunque van a terminar mal.
Tres de esas putas pragmáticas y desoladas las interpreta la misma actriz: Ayako Wakao, que había hecho ya de geisha y de puta en dos películas de Mizoguchi (A Geisha, de 1953, como la joven aprendiz; y Street of Shame, de 1956, la última película de Kenji). En estas tres películas que hizo con Kawashima entre 1961 y 1962, Wakao interpreta a una mujer bella pero que ya empieza a pasarse de años; alegre y rápida, pero con un sedimento de experiencia que la inclina hacia el pragmatismo. Wakao ya no está para el amor, le preocupa más saber qué será de ella en el futuro. Traza los planes que tiene a su alcance: en una sociedad más tradicional, buscar el apoyo de un cliente fijo que la mantenga; en una sociedad moderna, buscar como sea los fondos que necesita para poder independizarse. Su herramienta es su ternura (a diferencia, por ejemplo, de las geishas llenas de artimañas de El sol en los últimos días del shogunato) pero, aunque no busca el amor, termina por encontrar algo parecido en Las mujeres nacen dos veces. O, para ser más precisos, la ilusión de un amor posible, que en el que tal vez sea su final más desolador, se va revelando gradualmente y de forma definitiva como un engaño.

Las criaturas de Kawashima, rápidas, prácticas, adaptables, están siempre solas y tienen que arreglárselas como pueden. Cualquier código por fuera de las necesidades más básicas para la supervivencia (y, tal vez, la necesidad de un poco de ternura) no son más que engaños o excusas. Sobre el final de El sol en los últimos días del shogunato, la que tal vez sea su película más acabada, después de un largo periplo en el que vimos a su protagonista estafar y sacar provecho de todas las formas imaginables (sin dejar de ayudar, por eso, a los que sí lo necesitan), después de mentir por última vez para poder irse de una vez del prostíbulo, el protagonista se encuentra en un cementerio y, cuando el estafado comprende que le mintieron, le advierte:
-Si seguís mintiendo, vas a terminar en el infierno.
-No existe el infierno ni el cielo. Mientras, tengo que vivir mi vida.