Cincuenta años de Artaud, por José Miccio

Cuando alguien quiere dejar en claro que hubo un tiempo en que las cosas fueron divinas recurre indefectiblemente a Spinetta y dice: «Antes el rock te llevaba a Artaud, ahora no te lleva más lejos que a una birra (si es que te lleva a alguna parte)». El dictamen es falso pero también algo peor: es embrutecedor y mezquino; expresa una nostalgia de púlpito y condena a una obra de arte descomunal al amargo papel de certificadora del desastre. Así, Artaud ya no estaría entre nosotros para hacer lo que hizo desde que apareció en 1973 –volar cabezas, conmover, desarreglar percepciones- sino para echarle en cara al presente un modo de existir que no tiene el brillo de un pasado presuntamente heroico, modelo estable de cualquier arte y experiencia. Solo hay una cosa peor que los que andan por ahí contentos con el mundo y consigo mismos, en estado de cumple eterno: los viejos chotos.

Artaud escribió sobre ellos, es decir, sobre las fuerzas que pugnan por la claudicación del espíritu: la moral burguesa, la medicina, las escuelas artísticas. Spinetta hizo lo mismo en su manifiesto Rock: música dura, la suicidada por la sociedad, en el que denunciaba el negocio y la profesionalización de la música. Pero la semejanza entre los dos concluye ahí, en la energía del manifiesto y en la afirmación de una libertad interior inapelable. El resto es drama y diferencia. Spinetta lee a Artaud de manera torcida, sin buscar apoyo en la filosofía o la historia del arte. Dicho con menos palabras: Spinetta lee. Lo que toma de Artaud vuelve en sus canciones intervenido y poseso, completamente emancipado de sus fuentes. Los textos de Heliógabalo que inspiran tal imagen de «Cantata de puentes amarillos» o las palabras de Van Gogh que coinciden con estas de «La sed verdadera» o esas otras de «A Starosta, el idiota» nada dicen de la grandeza del disco, y menos aún de su sentido. Spinetta no ilustra a Artaud. El disco invoca en el título, en las fotos de tapa y contratapa, en la cita que explica la razón de los colores y en decenas de elementos repartidos en las canciones a un escritor que le da impulso e intensidad poética pero no una fe a expresar y seguir.

Artaud pone en escena la disputa entre la desesperación del escritor francés y la terquedad anímica del rock. O lo que es lo mismo: entre la locura y el amor. O mejor: entre Artaud y Lennon, como el mismo Spinetta dijo una vez y todos repetimos (sensatamente) a partir de entonces. «Cantata de puentes amarillos» es el acto mayor del drama. Dos imágenes aparecen enfrentadas al comienzo: el camino, que abre el mundo a la experiencia, y la sangre, que confunde e idiotiza. En su desarrollo modular y tortuoso la canción asocia a cada una de estas imágenes otros elementos (el pájaro y la jaula, el alma y el encierro, el puente y el carrusel), siempre en situación de forcejeo, hasta que al final la borrasca cesa y el amor impone su dominio. Lo que pasa en «Cantata» pasa en las otras canciones o entre ellas. Es como si Artaud pusiera a Spinetta ante el abismo y Spinetta sacara del vértigo que lo sacude una obra sublime como respuesta al sobresalto que le produce leer. Hay discos en los que ciertos estados de ánimo parecen dar con sus notas esenciales, de manera que lo que le sucede a su autor no es distinto de lo que les sucede a todos los que atraviesan una situación del mismo nombre. Blood on the Tracks no trata del divorcio de Dylan sino de todos los divorcios. El amor después del amor no dice sobre Páez más que lo que dice sobre todos los enamorados. Artaud es el disco de la conmoción de la lectura.

Artaud nace de un mar bravío, como su expresión y su exorcismo. No solo incluye y contesta a un escritor notable, a cuyos libros hay que sobrevivir, sino también a una situación política convulsionada y a la breve historia del rock en Argentina: Rock: música dura está cocinado en la misma retórica de la violencia justa que sus palabras rechazan; «Cantata» declara el fracaso o la debilidad de una música que tiene su máximo triunfo en el disco que la cuestiona. Siempre hay dos figuras en Artaud, porque el Flaco lo compuso guiado por una idea del arte como riesgo y sostén. Hizo las cosas a su manera –mejor dicho, absolutamente a su manera, porque la historia del universo no tiene elementos suficientes como para decir: con esto sustituyo a Spinetta, con esto otro consigo Artaud– y dejó para que nuestra vida fuera más intensa nueve canciones más ricas que todos los tesoros de Constantinopla.

Todo el que ama Artaud tiene, además de una impresión de su totalidad –las canciones, la tapa geométricamente irregular, los músicos, los instrumentos, la forma de grabación-, unos instantes-Artaud preferidos, unas grageas no sometidas al conjunto que funcionan como tesoros de la escucha íntima. He aquí una lista más. La voz tarareante de «Cantata» y «Superchería», el caminó de «Bajan», la secuencia Luna loba dedo cal de «Por», los pares Oye dime y ahora algo de «Cementerio Club», el llanto de Starosta inmediatamente después del She love’s you beatle, la enorme cantidad de figuras que el disco obsequia a la guitarra de aire, y por supuesto todas esas frases completamente musicales, misteriosas y voladas que nos hacen temblar de pura emoción estética desde hace cincuenta años y ofrecen complemento y resistencia a la comunicabilidad maniática de la consigna, tan presente en Artaud, cuyo lenguaje poético no deja nada de lado y va de la pintada Mañana es mejor a la sonoridad plena del daiadón daiadón de «Superchería», o de los consejos de «Todas las hojas son del viento» al inventario léxico de «Por».

Dos de esas frases que la voz de Spinetta –un cantante genial- convierte en aerolitos, ambas de «Las habladurías del mundo», ambas doblando la melodía de guitarra: Mientras oigo trinos voces oigo más y la maravillosa Ni-í ni-í la anaconda es como el buey. ¿Otras? En «A Starosta», Ya coman en la oscuridad; en «Cementerio Club» todas, pero sobre todo Solo sé que no soy yo a quien duerme; en «La sed verdadera», Por tu living o fuera de allí no estás. Artaud nos sacude con palabras como para tatuarse el alma pero obtiene su mayor fortaleza de una música y una lengua capaces de convertir todo lo que tocan en algo único y reciente; los mensajes –no te apures, tenés que parar, cuida bien al niño y demás recomendaciones antirreviente– son a la larga menos decisivos que estas otras frases, hermosas y resbaladizas, que se sitúan más cerca del lalalá que del sentido.

Dicen que el mundo no perdona la grandeza. Pero que la destruya mal amándola resulta especialmente escalofriante. Una suerte macabra y unos corazones mezquinos convirtieron a Artaud –el disco infinito, la épica rocker de Eros– en el muro de los lamentos del rock argentino. Hay quienes solo pueden escuchar en Artaud eso que ya no es posible. Quienes prefieren seguir entregándose a su hechizo saben que hay discos que no se sujetan a la común medida del tiempo, y que lo increíble de Artaud no es que hoy sea inviable sino que en algún momento tanta belleza haya podido venir al mundo, y que continúe todavía haciendo su trabajo en las habitaciones jóvenes, disponible ahora como archivo de Spotify o de YouTube. Artaud no pertenece a 1973 más que lo que pertenece a este preciso instante, cincuenta años despues. A ver si entienden los viejos chotos: Artaud es aún.

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