Y para todos aquellos que tienen
el don de la poesía,
la liberación es poesía.
Starobinski, La tinta de la melancolía
Cuenta María Negroni en el capítulo de Pequeño mundo ilustrado dedicado a Jan Svánkmajer: “En una carta pública que su mujer, la pintora Eva Svánkmajenova, le escribió hace años, puede leerse esta frase: ‘Tu deber como artista es quedarte como estás, asustado’”. Si el destinatario de la carta hubiera sido Fellini, para decir lo mismo Svánkmajenova podría haber escrito: tu deber como artista es quedarte donde estás, en Roma.
Como suele ocurrir con los escritores y cineastas vinculados con hondura a una ciudad (Borges y Buenos Aires, Scorsese y Nueva York) la relación de Fellini con Roma no es la del admirador fascinado y obediente. Es más bien la del artista que no puede alejarse demasiado de aquello que lo tortura y alimenta. ¿Qué hay entre Fellini, ese director provinciano, y la así llamada Ciudad Eterna? Una mezcla siempre inestable de atracción y espanto, como en cualquier vínculo cierto. En La dolce vita Roma es un laberinto lineal de fiestas cuyo Minotauro se llama vacío y se apoda Milagro Económico (¿o es al revés?). En la no menos excepcional Roma es un caleidoscopio infernal y apabullante de tiempos, lugares, generaciones y tradiciones culturales (el catolicismo, la mitología clásica) que toma formas distintas según los episodios, de la ensoñación al grotesco, de la evocación a la crónica. Dos secuencias rimadas renuncian enteramente a la narración y liberan al movimiento de cualquier excusa que no sea el movimiento mismo. La primera muestra, entre el día y el anochecer, y bajo una lluvia gruesa que ayuda al efecto-pandemonium, cómo es el ingreso a Roma por la circunvalación, e incluye, junto a vehículos de todo tipo (camiones, camionetas, carros con tracción a sangre, carros a motor, autos, motos, tanques, un micro con hinchas del Nápoli), al propio equipo de filmación, con Fellini dando órdenes al camión que transporta la grúa desde la cual se filman algunos de los planos que vemos1. La segunda secuencia es el final: un grupo de jóvenes en moto que irrumpen cuando ya no queda nadie en la calle, pasan por lugares bien conocidos como si tomaran posesión de la ciudad (los Foros, el Coliseo, Piazza del Popolo, Piaza di Spagna, el Castel Sant’Angelo, el monumento a Marco Aurelio en el Campidoglio) y se sumergen junto a la película en la oscuridad de la que parecen haber nacido minutos antes.

Es difícil saber si los motoqueros son ángeles de la redención o del exterminio, del mismo modo que es difícil saber si la criatura que arriba a la playa en el final de La dolce vita expresa la podredumbre moral de Roma o una primitiva resistencia de la vida a su cosificación (Pasolini diría: a la homogeneización pequeñoburguesa, que es el modo en que pensaba al Milagro Económico). Por supuesto, la dificultad de cambiar los planos por ideas no habla de la mala formulación de las ideas sino de la fortaleza de los planos, que no se dejan decir enteramente; por eso, una vez transitado el camino del sentido, las motos siguen siendo motos y la criatura marina sigue siendo una criatura marina2.
Esta tensión entre la idea -la vida en la nueva Italia es inauténtica, atronadora, incapaz de producir relaciones no regidas por el interés, el aburrimiento o la banalidad- y los obstáculos que le presentan a su expresión los mismos planos que la convocan no tiene muchos momentos mejores que el desfile de ropa religiosa que Fellini pone en escena en Roma, una pequeña obra maestra del cine decadente (otras son Casanova y Satiricón, claro). El desfile tiene lugar en una casa señorial venida a menos, ante la dueña (una tal princesa Domitilla) y sus invitados (curas, monjas, cardenales, nobles vestidos con ropas de distintas épocas), y puede pensarse en relación con la fiesta en el castillo de La dolce vita, en la que Marcello recorre una sala llena de retratos de mujeres (“un gineceo”) y un noble le dice a su hijo, en un escenario casi vacío, con apenas un candelabro y un sillón roto: “Qué tristeza ver que todo se cae a pedazos”. Roma confirma este diagnóstico pero sus ruinas tienen otro aspecto: el aspecto pútrido y seductor de lo lentamente carcomido. Las diferencias respecto de la fiesta de La dolce vita se observan en por lo menos cuatro aspectos. Primero, el sector social puesto en foco, que no es civil sino eclesiástico. Después, y en lógica solidaridad con lo anterior, la galería, cuyos cuadros de estilo tenebrista no muestran mujeres sino hombres de la iglesia. En tercer lugar, la imagen de quienes dan cuenta del paso del tiempo: el hombre que en La dolce vita se lamenta porque todo se desmorona es sobrio, distante, para nada patético; la princesa Domitilla, en cambio, es vieja, lleva un vestido y un velo negro y le dedica al pasado lágrimas y un ubi sunt. Por último, el escenario en el que se evoca el tiempo perdido: de un lado, las habitaciones despojadas de La dolce vita; del otro, el salón de Roma, primero oscuro y polvoriento y luego lleno de personas, objetos y colores (un grupo de nobles, un patio de butacas de estilo, una pasarela decadente). El desfile comienza con trajes más bien previsibles, sigue con novedades como la cofia con alerones (buena para los días calurosos), atraviesa la abstracción y un exuberante memento mori y concluye con un traje papal que produce el éxtasis de los presentes. Por supuesto, es posible hablar de sátira, con más autoridad incluso que respecto de La dolce vita, comparada más de una vez con Juvenal y Petronio. Pero si en La dolce vita Fellini mira a sus nobles con severidad y compasión (la misma compasión que les dedica a todos), en Roma los mira también estéticamente. No son solo unas almas perdidas, fuera de tiempo, o una podredumbre social y moral: son una forma.

Aunque varios lugares sean célebres (también por eso mismo, en realidad), lo que se ve en las dos secuencias de Roma dedicadas al movimiento no tiene ninguna relación con la Roma turística. El ingreso a la ciudad lo muestra de manera inmejorable. Ruido, humo, caos, amontonamiento, reses muertas en la ruta. Cuando llegamos al Coliseo, la postal romana por excelencia, todo es congestión y bocinazos. Si la llegada a Roma es ominosa y fascinante (pocas veces el cine confió tan abiertamente en sí mismo), la salida de Roma es una visión poética elaborada con los mismos materiales que participan del caos urbano: los vehículos a motor, el ruido, la combustión. La diferencia es que como ya es noche honda, no hay tráfico, lo que permite liberarse de la aglomeración. Es la chance del poeta: hacer obra con los materiales de su pesadilla. Y también: estar en el mismo espacio que los demás pero no en el mismo tiempo (o al revés, claro). De ahí las figuras que Fellini elige cuando quiere poner en escena percepciones no convencionales: de la santa lela de La strada al Pinocho errabundo de La voz de la luna. Y de ahí las ensoñaciones que se les presentan a sus contrarios, los que dependen del espacio-tiempo oficial: la niña a la que Marcello no alcanza a escuchar en la última escena de La dolce vita, la joven de aspecto renacentista a la que el cronista mira obnubilado en Y la nave va. Es sugerente que ambos personajes sean periodistas, ese oficio atado a los acontecimientos y al tiempo corto, y que las películas los muestren disconformes consigo mismos y moviéndose finalmente en sentido contrario. Marcello, que conoce de literatura y alguna vez quiso ser escritor, vive en el ritmo de las cosas, frívolamente, como si cualquier pausa pudiera ponerlo ante la evidencia de su propia inautenticidad (“La fiesta no debe terminar nunca”, dice al final, en uno de los parlamentos más tristes que se hayan filmado). El cronista de Y la nave va, que se queja en un momento de su torpeza por no decir algo que no sea un lugar común (casi podría decirse: de su propio oficio), no se integra en esa especie de Via Veneto flotante y de principios de siglo que la película pone en escena; una catástrofe (el bombardeo tal vez accidental del barco en el que viaja) lo conduce a su exterior, así como una catástrofe (el doble filicidio seguido de suicidio de su amigo y referente Steiner) conduce a Marcello al corazón seco de su mundo. Por eso los finales son distintos. Marcello sigue en sus fiestas, desconectado ya de todo lo que no sea la vida falsa que lleva. El cronista, después del hundimiento del crucero, descubre que la leche del rinoceronte con el que zozobra es nutritiva. La abundancia es un naufragio. El naufragio es un comienzo.

De Las noches de Cabiria a Satiricón, de La dolce vita a La voz de la luna, Roma es siempre un escenario hostil. Desconoce la hospitalidad, aunque no el brillo de lo que amenaza y seduce. Pero incluso habiendo señalado la pobreza, el ruido, el amontonamiento y el vacío, Fellini nunca le dedicó planos tan furiosos como los de los primeros minutos de Ginger y Fred, un brulote contra la televisión, el berlusconismo entonces todavía en ascenso y contra la propia Roma, mostrada como una ciudad arreciada por la publicidad y la basura. No es que estos sean elementos sin historia en Fellini (las paredes de sus películas aparecen siempre sobrecargadas de anuncios comerciales o políticos, como toda la cartelería que en Roma promociona a candidatos de derecha). Lo notable es la virulencia con la que esta vez se hacen presentes. De hecho, hay un progresivo, aunque no enteramente lineal, oscurecimiento en el siempre oscuro cine de Fellini (“¿Qué prepara? ¿Otra película sin esperanza?”, pregunta un médico en 8 ½). Se le puede tomar el pulso en tres películas. 1) En La dolce vita, cerca del comienzo, cuando Anouk Aimée le dice que quisiera vivir en otro lado, Marcello responde: “A mi, en cambio, Roma me gusta mucho. Es una especie de jungla tibia y tranquila donde uno puede esconderse”. Más adelante, esta imagen de peligro atenuado se vuelve insostenible porque Marcello pierde los pocos lazos que lo mantenían conectado a la posibilidad de una vida auténtica y desciende (o cae, porque no se trata de un movimiento gradual) a los círculos banales del infierno romano, hasta el envilecimiento; en la última fiesta, perdido ya todo valor, anuncia que dejó la literatura y el periodismo para convertirse en agente publicitario, y brinda además por “el anulamiento de todo”. 2) En Roma, Gore Vidal dice que vive en la capital italiana porque se acerca el fin del mundo, y entonces: “¿Qué lugar podría ser mejor que este, que renació tantas veces? ¿Qué lugar podría ser más tranquilo para esperar el final por la contaminación y la sobrepoblación? Es el lugar ideal para ver si todo se acaba o no”. 3) Ginger y Fred es la película en la que Fellini asume que el apocalipsis lento del que habla Vidal está más cerca. Basta atender a los primeros minutos, que tienen su propia historia. Fellini filmó una sola vez (en Los inútiles) la partida del pueblo hacia Roma, pero filmó varias veces la llegada desde el pueblo a la gran ciudad: en El sheick blanco, en Roma, en Entrevista. A diferencia de lo que ocurre en estas tres películas, en las que la fascinación coincide (en el primer caso) con la realidad burocrático-turística de la ciudad y (en los otros dos) con su ritmo agresivo, la Roma sucia e invadida por publicidades que recibe a la Ginger de Giulietta Massina se impone enseguida a la mirada. Los ojos de la actriz (también con historia propia) mantienen su gesto entre inocente y curioso pero ya no se abren como para comunicar la revelación, lo que los sitúa más cerca de Julieta de los espíritus que de La strada y Las noches de Cabiria (son ojos burgueses, no subproletarios)3. Ginger y Fred muestra el momento más crítico en la historia entre Fellini y Roma: un aumento del espanto y una consecuente merma de la atracción.

Todo esto se nota con claridad en el sonido, un tema central en Fellini (por un triste azar, estas son las últimas palabras de su cine: “Si todos hiciéramos un poco más de silencio, tal vez algo podríamos entender”). Se lo puede perseguir en las mismas tres películas. 1) La Roma de La dolce vita está atrapada por los clicks de los fotógrafos de la farándula, las bocinas y los motores de los autos de Via Venetto y el olvido de otras realidades acústicas (en la iglesia, Steiner dice al tocar el órgano: “Ya no estamos acostumbrados a escuchar estos sonidos”, y en la reunión en su casa reproduce una cinta con grabaciones del viento, la tormenta y los pájaros). Pero incluso así, la ciudad todavía le permite a Fellini imaginar escenas no situadas en la periferia en las que los personajes están acompañados por el ruido de los grillos, como la de Marcello y Sylvia después de que abandonen el boliche y antes de que se bañen en la Fontana de Trevi. Es una de las señales de que estamos en un tiempo de transición, un umbral histórico que Fellini captura en su movimiento urbano y espiritual, de ahí que los barrios todavía tengan extensiones vacías, que unos autos puedan cruzarse con un rebaño de ovejas y que Marcello aparezca al mismo tiempo inquieto e integrado en el mundo en el que se mueve, y con significativos problemas de escucha (se siente incómodo cuando Steiner toca el órgano y no alcanza a entender lo que la niña le dice la playa). 2) La Roma de Roma está sonoramente aún más contaminada, tal como se puede escuchar en el ingreso a la ciudad; en la noche honda, además, no hay grillos sino motos. 3) La Roma de Ginger y Fred es un cuerpo ya tomado por el ruido. En los pasillos del estudio de televisión (donde el cartel que pide “Silencio” suena a ironía) alguien recita unos versos de “La lluvia en el pinar” de D’Annunzio, ese poema4 que empieza con un apelativo: “Calla”. En el último plano un televisor continúa transmitiendo una vez que los personajes se despidieron en la estación de trenes, como si ni siquiera la noche quedara a salvo. Dice (amenaza): “En Roma, tenemos dieciséis canales y sesenta y siete repetidoras en la región”.
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Fellini -especialmente después de 8 ½– entendió el cine como un lugar sin resguardos. Un lugar para vagabundear por las formas, los recuerdos y la fantasía, y cuyas fuentes narrativas hay que buscarlas no tanto en la literatura y el propio cine como en el circo y el teatro de variedades. Es decir, en espectáculos divididos en cuadros y con atracciones de distinto tipo, como tantas de sus películas, llenas de apuntes y episodios unidos a veces por figuras que funcionan como maestros de ceremonias. El programa de televisión de Ginger y Fred responde también a esta descripción, por lo que podría pensarse como un nuevo circo o un nuevo varieté. Pero Fellini lo trata de manera opuesta, como si fuera el fin de un camino y no su continuidad. Esto por al menos dos motivos. Primero, porque pertenece a su edad adulta, no a su infancia o primera juventud, de modo que no puede ser objeto de evocación; la televisión es puro presente, lo que en este caso también quiere decir: es objeto de sátira (una sátira cuya acritud puede ponderarse comparándola con su antecedente más cercano en el cine de Fellini: las fotonovelas de El sheick blanco). Luego, porque es una trampa: la televisión ofrece algo en apariencia semejante al espectáculo popular pero lo que hace es traicionarlo. El número de tip-tap que les dio fama a Ginger y Fred en los años 40 reúne el cine y el show de variedades, dos cosas que Fellini amaba. La televisión lo recupera como una más de las atracciones sometidas a su actualidad obscena. El novelista invitado al programa (ese idiota presuntuoso) es exitoso ahora. La pareja de baile fue exitosa antes. La televisión no conoce otro tiempo que el de su encendido. No es una falsa memoria sino algo peor: un sistema antievocativo. Por eso el desprecio: porque no solo agrede a la alta cultura, como es obvio decir (ahí está la publicidad de relojes que se monta en La divina comedia para salvar a Dante de la selva oscura y los dobles de Kafka y Proust) y a la cultura que supo ser popular en algún momento del pasado sino al mismo cristal de tiempos sobre el que se levanta el cine de Fellini, y que le otorga ese carácter a la vez moderno y primitivo que lo vuelve extremadamente singular. Esta pérdida de relieve temporal (y de capacidad de asociación) alcanza también a los niveles culturales. Fellini inventó un mundo en el que Proust y el circo coinciden sin renegar de su naturaleza: ni el escritor debe hacerse el payaso ni el payaso debe ser redimido por el escritor. La televisión no obtiene ningún chispazo estético de la fricción entre lo alto y lo bajo, entre lo autorizado y lo innoble. Aplana todo. Vuelve a cada cosa comunicable. Incluso al propio Fellini, crítico de un monstruo al que también él alimentó. Un monstruo que -está a la vista- tiene un costado felliniano.

Evidencia número uno: una mujer mueve las caderas para vender aceite de oliva igual que la pelirroja de Casanova las mueve para excitar al veneciano (en cuyos ojos nos pone Fellini). Evidencia número dos: los personajes del especial televisivo (la transexual ninfómana5, los enanos, los dobles, el mafioso, el coronel repleto de medallas, el cura que levita) son personajes con historia en el cine del director, de manera que el casting para el programa y el casting para la película se solapan: lo que vemos como espectáculo televisivo lo vemos también como grotesco felliniano. Evidencia número tres: el mismo Fellini aprovecha el zapping y la omnipresencia de las pantallas para ejercitar su debilidad por el fragmento: acá un videoclip, allá una publicidad, más allá una escena de cocina.
El sumario es generoso, pero afecta inevitablemente a cuestiones que al final se presentan como secundarias. Fellini es circo, grotesco y abundancia. Pero es también vacío y silencio, dos cosas que la televisión no puede procesar. De ahí que una de las llaves maestras de su cine sea la fiesta como síntesis de placer y angustia sorda. El hedonismo aciago. La dolce vita, ese rosario de fiestas sin alegría, es lógicamente la figura central del tapiz. Pero su historia comienza antes, con el año nuevo de El cuentero y el extraordinario carnaval de Los inútiles, y continúa después, con el aniversario de bodas de Julieta de los espíritus, el banquete de Satiricón, las dos horas y media de Casanova, el festejo por las diez mil conquistas de La ciudad de las mujeres y la discoteca y el día de los ñoquis de La voz de la luna. La coexistencia entre los placeres (el baile, la comida, la bebida, el sexo) y el gusano que los roe disciplinadamente varía su intensidad pero no descansa nunca. Hay (con una excepción, de la que hablaré al final) algo terrible en las fiestas de Fellini porque en ellas se tapa y se revela el vacío, junto a las maneras no necesariamente conscientes en las que los personajes tratan de sobrellevarlo o se rinden a su influencia. Tres ejemplos de La dolce vita: la negación maníaca (Marcello), la última fantasía antes de que todo termine de desmoronarse (Steiner en su propia fiesta: “Quisiera vivir por fuera de las pasiones, más allá de los sentimientos, en la armonía que existe en una obra de arte lograda, en ese orden encantado”), el momento en que a la vez que se comprende que nada es auténtico, se percibe que quizás las cosas puedan ser de otro manera (Marcello a Anita: “Sos todo: la primera mujer del primer día de la creación, la madre, la hermana, la amante, la amiga, el ángel, el diablo, la tierra, la casa… claro, eso es lo que sos: la casa”). Se trata, sobre todo, de un problema burgués; la subproletaria Cabiria baila el mambo, los demás hacen sociales6. Pero el problema burgués es ya el problema por antonomasia. En este punto, la cercanía de Fellini con Pasolini es notable: en la Italia moderna casi no hay vida por fuera del ideal pequeñoburgués en el que coinciden la derecha y la izquierda (sus diferencias se dan en los modos de alcanzarlo y distribuirlo). En los años 80, la televisión aparece como la fiesta vacua por excelencia.
Un panorama como este conduce con facilidad a esta conclusión: nada queda por fuera de la publicidad, la televisión y la basura. Pero incluso en un universo tan ferozmente sometido Fellini encuentra la manera de filmar un momento no sometido. En la secuencia de La dolce vita dedicada a la aparición de la Madonna, después de mostrar rezos ensayados para la televisión, y antes de que los fieles destruyan aquello que alabaron, Fellini filma a una mujer que se acerca al árbol de la virgen para pedir por el hijo que lleva en brazos. Es un instante auténtico en medio de la confusión generalizada. Un instante de fe verdadera que se sustrae a la puesta en escena televisiva y al éxtasis destructivo de la multitud. Bastan estos segundos y algunos gestos de sincera expectación de parte de los presentes (entre ellos Marcello y su novia) para entender que Fellini es contrario al cura que sostiene que es difícil que la virgen haya aparecido donde los niños dicen que apareció, porque “los milagros surgen en la meditación, en el silencio, no en una confusión como esta”. Los milagros de Fellini ocurren en medio del ruido. No se trata de apariciones, resurrecciones, curas o metamorfosis. El milagro en Fellini no es un acontecimiento (ni una fantasía psicológica, claro) sino un espacio repentinamente luminoso que se abre entre el que mira y lo mirado: Geslomina ante la virgen y el equilibrista en La strada (primero ante una, enseguida ante el otro, en una continuidad sacroprofana decisiva en el arte de Fellini), Cabiria ante los jóvenes en el final de Las noches de Cabiria, Marcello ante Sylvia en La dolce vita (con miedo de tocarla, como si pudiera hacerla desaparecer, mientras el sonido de la Fontana se reduce de pronto), Casanova ante la giganta en Casanova, la Gradsca ante el cine en Amarcord. El momento de autenticidad en Ginger y Fred (el milagro felliniano, esta vez en una película que transcurre el 24 de diciembre) tiene lugar en dos escenas perfectamente enlazadas. Una es el número de tip-tap; una cápsula de tiempo en la que los viejos actores vuelven a ser Ginger y Fred. En el medio del leviatán, en el reino de lo falso, de la banalidad y el descarte, ahí mismo, en un escenario de nadie, Fellini construye una catedral: esos minutos que dura el baile y en los que ella brilla y él cae y se repone, porque las iluminaciones de Fellini son iluminaciones heridas, y porque así es todavía mayor un triunfo que la televisión no recordará pero ellos sí, y también nosotros, espectadores de cine7. La otra escena es complementaria al número musical. De hecho, lo interrumpe. Se trata del momento en que la transmisión se corta por un problema técnico y entonces los personajes pueden estar solos y hablar en voz baja, a la vez dentro y fuera del ruido.

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La televisión de los años 808 -la de los canales privados, la del berlusconismo- expresa una amenaza diferente de las que Fellini ya había enfrentado, y con las que lo único que tiene en común es el principio que la guía: el sometimiento de aquello que Fellini hace a criterios que Fellini considera exteriores. Los discursos de la moral cristiana y de la moral marxista con los que trató durante cuarenta años (desde la posguerra hasta los años 80) pedían responsabilidad. La televisión pide velocidad e impacto. Solo los primeros se sostienen en valores. En 8 ½ el delegado de un cardenal y un intelectual de izquierda (un poco Sartre, un poco Aristarco) le presentan a Guido, el director que interpreta Mastroianni, exigencias religiosas y civiles, y ensayan en distintos momentos críticas que coinciden con las que Fellini solía recibir. Uno dice: “Usted mezcla con demasiada desenvoltura el amor sacro con el profano”. Dice el otro: “Usted parte con una ambición de denuncia y termina ofreciendo la aquiescencia de un cómplice”. Más adelante, en la escena del sauna, el cardenal expresa el maniqueísmo que sostiene las versiones más drásticas de ambas posturas: “Quien no pertenece a la ciudad de Dios, pertenece a la ciudad del Demonio”. La respuesta que Fellini da en 8 ½ a esta doble presión tiene antecedentes y continuidades. Entre los primeros, dos cartas: una (de 1955, a propósito de La strada) a un crítico marxista y otra (de 1957, a propósito de Las noches de Cabiria) a un sacerdote jesuita, ambas agudamente filosóficas, ambas sostenidas en un mismo criterio: no hago cine de doctrina. Entre las segundas, Roma, que ofrece otras encarnaciones del mismo par. Por un lado, unos jóvenes estudiantes de aspecto sesentaiochista que le preguntan a Fellini si va a poner en escena de manera objetiva los problemas de la sociedad actual, no solo los que tiene que ver con la educación sino también con el trabajo y la vida en los barrios: “No quisiéramos ver la misma Roma de siempre”, y tampoco “el habitual punto de vista cualunquista”. Por otro, un hombre grande y conservador que le pide que no olvide que su película se verá en el extranjero, que no muestre solo putas y pervertidos, que qué pensarán sino de “la Romita nuestra”. Distintas entre sí, y hasta enemigas, todas estas figuras tienen algo en común: son las figuras del Compromiso. O como enseña Los payasos (esa película magistral): son encarnaciones del Payaso Blanco, cuyo rigor se opone al espíritu anárquico, infantil y caprichoso (en una palabra: fellinesco) del payaso Augusto. Uno dice la ley. El otro, todas las maneras de incumplirla. Por eso trabajan juntos. En 8 ½, cuando el intelectual muestra algún prurito antes de presentar sus objeciones (una sola vez, al comienzo), Mastroianni le dice: “Adelante, no se preocupe, yo lo llamé”. Fellini rechaza las demandas que le presentan los agentes de la responsabilidad, pero para hacerlo los convoca. Tenía dos argumentos indiscutibles para ofrecerles. Uno, que puede hablar en los términos de sus inquisidores, es La dolce vita, la película italiana que mejor dio cuenta de su tiempo (del vacío espiritual, de la mercantilización de la vida, del así llamado Milagro Económico) sin someterse a criterios ya consensuados. La otra (la decisiva), su propio cine, capaz de redimir por sí mismo toda presunta falta moral.
(En este punto, y como desde el festival de Venecia de 1954, en el que Senso y La Strada fueron recibidas como películas irreconciliables, expresiones de proyectos e ideologías opuestas, Fellini y Visconti se iluminan mutuamente. Si la obra de Visconti expresa una tensión constante con mandatos a los que les confiere legitimidad, la de Fellini los convoca para poder negarlos. Visconti escenifica el drama del esteta comprometido: la pelea entre unas ideas claras, fácilmente identificables, y unas formas que las perturban y exceden. No es que Visconti sea un payaso Blanco. No hay cineasta que lo sea (no hay cineasta sin Augusto). Es un Augusto que cree en la justicia y el valor cultural de unos reclamos que no solo escucha sin que asume como propios, y que trata de mantener bajo control una desobediencia que no puede controlarse. La pelea de Visconti es entre la línea (en el sentido partidario de la palabra) y la voluptuosidad, entre la historia y el melodrama, entre la ilustración y la decadencia. La pelea de Fellini es por la absolutización de su capricho (¿pero como darla sin Payaso blanco?). Si Visconti dice: también me inquieta lo que debe inquietarme (de ahí el carácter productivo de su tensión, inherente a su grandeza), Fellini dice: quisiera atender a las cosas que me inquietan, porque si atiendo a las que debo puede que perdamos todos: de lo que debo9, diré lugares comunes; de lo que me trabaja, si le soy fiel, tal vez pueda decir algo que nadie más podrá decir. O también, como les comenta a los jóvenes en Roma: “Yo creo que hay que hacer solo aquello que va bien con uno mismo” (“ciò che ti è congeniale”). O con palabras de Pavese (el de Poesía es libertad): “El constreñimiento ideológico ejercido sobre el acto poético transforma ciertamente los leopardos y las águilas en corderos y pavos”.O en todo caso: no me rompan las pelotas. Pasolini acertó cuando dijo que era un niño, y en lugar de atacarlo por eso lo defendió).

De los desafíos que les presentó Fellini a las doxas con las que trató durante cuatro décadas, uno de los más notables atañe a la estructura de sus películas. En un tiempo en que la palabra bozzetistico10 dice de por sí un cuestionamiento Fellini se complace en debilitar cada vez más la lógica subordinativa propia de la narración o de la tesis y opta por adiciones unidas de las maneras más caprichosas que puedan imaginarse. Esto dice el intelectual en 8 ½ sobre la película que prepara el director: “En una primera lectura salta a los ojos la falta de una idea problemática, o si quiere, de una premisa filosófica, lo que convierte a la película en una sucesión de episodios absolutamente gratuitos, quizás divertidos por su realismo ambiguo; pero uno se pregunta qué quieren realmente los autores”. El parlamento replica críticas que Fellini recibía pero parece describir mejor lo que vendría después, como si la película que prepara Guido fuera ya Roma o Amarcord. El cuentero, Los inútiles, La strada y Las noches de Cabiria hilvanan los episodios mediante un mismo personaje o conjunto de personajes. La dolce vita presenta una estructura aún más abierta, pero en su desenvolvimiento aditivo es posible notar al final una modificación en el personaje (un salto más que un desarrollo), que le da la espalda a las inquietudes que lo asaltaron en las estaciones previas de su periplo. Después de 8 ½ y de Julieta de los espíritus las cosas se vuelven más libres. En Satiricón los episodios se suceden como en una novela bizantina (o como en una César Aira) y se detienen arbitrariamente, en eco con el carácter incompleto de la obra de Petronio en la que se basa, y justo después de que el protagonista presente una historia nueva: “En una isla cubierta de pastos altos y perfumados, conocí a un joven griego que me contó que en los años…” Los payasos, Roma y Amarcord ya no se preocupan por inventar motivos firmes para la reunión de episodios. La primera asume la forma de la investigación periodística, lo que le permite a Fellini la libreta de apuntes (estrategia que había utilizado un año antes en su documental Block-notes di un regista, que ya desde el título asume su forma provisoria). La segunda pasa de un episodio a otro con la libertad de quien ha conquistado su capricho. Amarcord presenta a un abogado que asume un rol afín al del cronista y que aparece y desaparece sin anuncios. Sobre esta última, Tullio Kezich pudo escribir: “Estructuralmente, Amarcord es una charla en la que se enhebran recuerdos, hecha para el propio placer y para divertir al auditorio”. Lo notable no es tanto la proliferación de apuntes y episodios (que puede remontarse al periodo anterior a La dolce vita) como el modo cada vez más libre en el que se combinan y suceden. En Roma, cuando los operadores de la grúa le dicen a Fellini que ven a lo lejos el teatro de la Barafonda, aparece en off la voz del director y dice: “Eso, por ejemplo, me gustaría contar: un espectáculo de variedades en el teatrito de la Barafonda tal como era hace treinta años, al principio de la guerra”. Y por supuesto, eso cuenta, no porque participe de una totalidad capaz de justificarlo o por algún otro motivo orgánico. Lo cuenta porque es lo que le gustaría. Lo cuenta porque sí11.
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Cuando la vida tal como es (inauténtica) se suspende, los personajes de Fellini quedan frente al vacío: Marcello en La dolce vita, Alberto en Los inútiles, Augusto (ese nombre) en El cuentero, Casanova en Casanova. Fellini los mira con más o menos distancia pero nunca sin piedad. Al menos por dos motivos. Primero, porque tiene una convicción: que incluso en los peores seres humanos hay “un núcleo de bondad y de amor”, tal como escribe en su carta al jesuita y tal como muestran los finales de El cuentero y de La strada, con Augusto y Zampanò transidos por la iluminación y la pérdida. Segundo, porque en algún momento queda claro que tanto los personajes como el director enfrentan una situación de la misma naturaleza. En la carta al crítico marxista, Fellini escribe: “Nuestro mal de hombres modernos es la soledad y esta comienza en lo más hondo, en las raíces del ser, y ninguna borrachera pública, ninguna sinfonía política, puede presumir de extirparla tan fácilmente”. Así, ante la amenaza del vacío -que es histórico, en tanto tiene relación con los hombres modernos, pero no solamente, en tanto proviene de las raíces del ser- lo que queda es la acción maníaca (Marcello va de fiesta en fiesta, Casanova conquista mujeres), la inacción (Alberto no hace nada, de ahí también su famoso corte de mangas a los trabajadores) o, en los casos en los que la evidencia llega tarde, un último gesto (Augusto estira la mano hacia el prójimo, Zampanò llora la conexión que no supo establecer con Gelsomina ni con nadie). Por su parte, Fellini filma12. Tiene, por eso, algo en común con sus personajes. Podría decir de ellos: “mis semejantes, mis hermanos”. Pero también tiene una diferencia, derivada de la actividad que realiza. Casanova escribe lejos de Venecia. Marcello no escucha a la niña. Gelsomina (muerta) y la familia de campesinos (lejos) no rescatan a Zampanò y a Augusto, que solo están ante nosotros. El cine, en cambio, sabe responder.

Dos veces puso en escena Fellini esta cualidad salvifica del cine. La primera es obviamente 8 ½. La segunda es la también extraordinaria Entrevista, esa película libérrima, en la que ninguna categoría está en condiciones de subordinar a las otras. Es un reportaje y un casting (para una versión de América de Kafka), es cine y televisión, es ficción y documental. Pero no se trata de uno de esos dispositivos que proliferan todavía y que se acomodan fácil a la idea de indecibilidad, convertida desde hace mucho en un lugar común para profesionales del medio. Es algo a la vez más viejo y todavía no formado, como corresponde a su naturaleza de pequeño mundo poético. Entrevista no trata de ningún tema preexistente. No informa ni opina. Es, por eso, una demolición de aquello de lo que en principio se alimenta, porque ahí donde el periodismo se somete a uno o varios referentes (incluso cuando no tergiversa, incluso cuando no miente), Fdllini instituye referentes nuevos. Que es como decir: nunca hablaremos de los temas de Entrevista por fuera de Entrevista.
En el comienzo -primera rima con 8 ½– Fellini cuenta que soñó que volaba. Al principio tocaba una pared interminable; después, ya en el aire, entreveía un lugar conocido y extraño, visto como entre la niebla13. “¿Qué era?”, se pregunta. “¿La Ciudad Universitaria? ¿Él Policlínico?” Después explica: “Parecía un reclusorio, un refugio antiatómico. Finalmente lo reconocía: era Cinecittà”. Cinecittà, que es donde Fellini pone en escena los sueños, es también un sueño. En la emocionante escena del reencuentro entre Mastroianni y Anita Ekberg, un Marcello vestido de Mandrake realiza un conjuro: “O varita de Mandrake / te lo ordeno de inmediato: / haz volver los buenos tiempos del pasado” (“Oh, bacchetta di Mandrake / il mio ordine è inmediato / fai tornare i bei tempi del passato”). El resultado es una tela blanca que se estira sola en el aire y que ofrece imágenes de La dolce vita para que sus actores se vean no solo como eran antes sino como son ahora, en el momento de la evocación. La escena es la única fiesta no aciaga del cine de Fellini; dulce, melancólica, funciona como un regalo a sus actores. El director, pro su parte, se reserva el final. Después de mostrar en acción (en una acción siempre risueña) el funcionamiento de los distintos departamentos y oficios del cine, de reunir a Marcello y Anita, de mostrar grúas y grúas (en una de ellas hace su mágica aparición Mastroianni), de jugar con sus entrevistadores japoneses, de que el ayudante de dirección diga que es hora de irse, como el tonto del pueblo en el final de Amarcord y Anna Magnani en la anteúltima escena de Roma, Fellini ofrece una coda extraordinaria, dos minutos de cine y filosofía. En uno de los estudios, el mismo donde antes vimos a dos obreros pintando el cielo y haciéndose bromas groseras (porque el cielo es espíritu y organismo, Dante y varieté), Fellini dice en off estas palabras:
“La película debería terminar aquí. De hecho, ya terminó. Me parece oír a uno de mis antiguos productores: ‘¿Cómo terminás así, sin un hilo de esperanza, un rayo de sol? Dame por lo menos un rayo de sol’, me suplicaba al principio… Un rayo de sol… Mmm, no sé, probemos”.
Entonces, en lugar de recurrir a un rayo de sol (o a un bebé que se para, una flor a o algo menos convencional pero igualmente adecuado para lo que el productor le pide) Fellini muestra a un camarógrafo y un claquetista que anuncia la primera toma de la película que acabamos de ver. A Anita y a Marcello les dio La dolce vita. A él mismo, el final de 8 ½. El cine es la esperanza del cineasta.

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Notas para la próxima vez que escriba sobre Fellini
1 A Fellini le gustaba utilizar grúas y le gustaba también mostrarlas: además de en Roma aparecen en La dolce vita, en Las tentaciones del Doctor Antonio, en Y la nave va, en Toby Dammit, en Ginger y Fred, en La voz de la luna y en Entrevista, con especial protagonismo en las dos últimas (en la primera, una grúa modificada por el obrero que la maneja permite capturar la luna; en la segunda, dos grúas enormes se levantan como faros o monstruos antiguos en Cinecittà, en una grúa hace Matroianni su aparición gloriosa y un plano de grúa muestra la grúa con la que se filma una película exotista). Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y las grúas. Recordar: Tarantino. Si Los ocho más odiados es su 8 ½, ¿Había una vez… en Hollywood, tan llena de grúas, es su Entrevista?
2 Barthes habla en Barthes por Barthes de “la exención de sentido”, posible solo una vez que se lo ha atravesado: “Para él, sin embargo, no se trata de encontrar un pre-sentido, un origen del mundo, de la vida, de los hechos, anterior al sentido, sino más bien de imaginar un pos-sentido: hay que atravesar, como en el curso de un camino iniciático, todo el sentido, para poder extenuarlo, eximirlo”. Resuena en esto el proverbio budista: “Primero, las montañas son montañas y los ríos son ríos. Luego, las montañas dejan de ser montañas y los ríos dejan de ser ríos. Finalmente, las montañas vuelven a ser montañas y los ríos vuelven a ser ríos”. Fellini -que incluye una mención a Barthes en Tobby Dammit, burlona porque el personaje que lo trae a la memoria es un frívolo citador serial– ofrece una versión del proverbio en Julieta de los espíritus: “Las cosas retornan a las cosas”, dice el maestro budista después de definir a una manzana como una manzana y también como Buda y el Espíritu Único. “El iluminado ve conjuntamente la unidad y la multiplicidad, la apariencia y la sustancia”, completa. Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y el budismo. Recordar: las cartas de Ginsberg y Kerouac y algunos versos de Padeletti. Recordar también: el budismo es en Fellini parte de un repertorio que incluye a Jung, la magia y el espiritismo: menos un compromiso intelectual que un intensificador estético y una estrategia para la imaginación de formas nuevas (como la pintura africana para Picasso, como el teatro japonés para Brecht, como el propio Jung para Spinetta). Recordar, por último: la razón por la cual Fellini es un artista y Jodorowsky un chanta hay que buscarla en el cine.
3 Y adultos, no niños. En Julieta de los espíritus, la monja que elige a la niña para hacer de santa en la obra de teatro escolar le dice: “¡Julieta, qué ojos inocentes tenés! ¡Parecés la verdadera santa!”. Fellini no muestra ojos en la escena: filma a la monja con la cara cubierta y a la niña de espaldas. Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y los ojos. Recordar: el primerísimo primer plano de los ojos de un Casanova viejo y solo en el final de Casanova. Recordar: tener cuidado con líneas como esta de Anita Ekberg dedicada al censor en Las tentaciones del Doctor Antonio: “Sos vos el que ve con ojos equivocados”, donde “ojos” puede sustituirse por “mirada”, “punto de vista” o “comprensión”. Recordar: este sueño de Fellini (incluido por Tulio Kezich en Federico Fellini, la vida e i film): “De pronto, con una cuchara, alguien me saca el ojo derecho. No siento dolor, solo sorpresa. ¿Qué quiere decir este sueño? No lo sé con precisión. Tal vez que para la película no es necesaria la visión del ojo derecho, concreto, terrestre, sino solo la del ojo izquierdo, transparente, fantástico. Puede ser también un sueño admonitorio: terminarás mal, ya no tenés el ojo derecho, ves las cosas a la mitad”. Recordar: estos versos de Picaba que encontré en la contratapa de Sergio Bizzio para un libro de Fabio Kacero (Antología del sueño argentino): “Los ojos de los gatos que miran a los pájaros / son ojos que piensan. / Los ojos de los pájaros que miran a los gatos / son ojos que dudan. / Mis ojos se cierran / para meditar sobre los milagros”. Recordar: el extraordinario montaje de plano y contraplano entre Marcello y el pez en La dolce vita. Posible extensión del tema: Fellini y el plano-contraplano. Recordar: el juego de planos entre Alberto y la marioneta en el carnaval de Los inútiles, posible antecedente del montaje Marcello-pez. Recordar, siempre: el contraplano más verdadero de la historia del cine está en 8 ½:


4 Los versos que se escuchan no son sucesivos: son los dos primeros y los dos últimos de estos seis (11 a 16 en el poema): “Llueve sobre los pinos / escamosos e hirsutos / llueve sobre los mirtos / divinos / sobre las retamas refulgentes / de racimos de flores”. (En el original: “piove su i pini / scagliosi ed irti, / piove su i mirti / divini, / su le ginestre fulgenti / di fiori accolti)”. Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y la poesía. Recordar: esta línea de Satiricón: “Los poetas pueden morir, Encolpio, pero eso no importa si la poesía permanece”. Recordar: los versos de Dante que cita el padre de Marcello en La dolce vita, con un pequeño cambio al principio, nacido de las circunstancias (provienen del canto XXXIII del Infierno): “… no renovemos / el gran dolor que el corazón me oprime” / “…Tu vuo’ ch’io rinnovi / disperato dolor che’l cor mi preme”. Recordar: los versos de García Lorca, recitados en español, en Julieta de los espíritus (el primer cuarteto de “Gacela del amor imprevisto”): “Nadie comprendía el perfume / de la oscura magnolia de tu vientre / Nadie sabía que martirizabas / un colibrí de amor entre los dientes”. Recordar, en la misma Julieta…, la definición que da el hombre que recita a García Lorca de los pases del torero: “Una espontaneidad que nace del cálculo” (vale para la poesía). Recordar: los versos de Leopardi en La voz de la luna, modificados por Benigni al recitarlos (“Posa la luna sui tetti e su gli orti”, dice, reformulando el comienzo de “La sera del di di festa”: “Dolce e chiara è la notte e senza vento, / e queta sovra i tetti e in mezzo agli orti / posa la luna…” / “Dulce y clara es la noche y calla el viento / y quieta sobe huertos y tejados / posa la luna…”), y la mención al genio de Recanati por parte del abogado-cronista en Amarcord, que también recuerda a Dante, Pascoli y D’Annunzio (gran momento con manos y deícticos:“Dante acá, Leopardi acá”, dice y señala, donde el primer “acá” es bien alto y el segundo apenas un poco más bajo). Recordar: los versos en dialecto véneto que Amdrea Zanzotto escribió para Casanova (“Recitatvo veneziano” para el carnaval del comienzo en el Canal Grande, “Cantinela londinese”para el baño de la giganta y los enanos) y la mención que Casanova hace de quienes considera sus héroes y camaradas mientras prepara su suicidio: Horacio, Dante, Petrarca, Ariosto y Tasso, a quien llama “tierno amigo” y de quien recita estos tercetos cuando se sumerge en el agua: “Oh muerte, oh pausa en todo estado humano / Seca planta soy yo, que brota a los vientos / Ya no se despliega, y aun me irrigo en vano. // Ay, ven, Muerte suave, a mis lamentos / Ven, oh piadosa, y con piadosa mano / Cubre estos ojos y estos miembros algentes”. (En el original: “O Morte, o posa in ogni stato umano, / Secca pianta son io che fronda a’ venti / Piú non dispiega e pur m’irrigo in vano. // Deh, vien, Morte soave, a’ miei lamenti, / Vieni, o pietosa, e con pietosa mano / Copri questi occhi e queste membra algenti). Recordar: los versos que en la misma Casanova recita un personaje atribuyéndoselos a un tal Lung Ho-tse, “poeta chino del siglo VIII”: “Cuando estoy borracho no distingo / cielo ni tierra, me tiendo solo, / inmóvil en mi lecho, hasta que al final / me olvido de que existo y entonces / mi felicidad es infinita”. Recordar: los versos que recita (es un decir, porque ni siquiera mueve la boca, en un caso extremo del doblaje según Fellini) el conquistador Katzone en La ciudad de las mujeres, poco después de decir que soñó con D’Annunzio (pero que, según entiendo, no son de D’Annunzio). Recordar, a propósito de esto: “Mujeres” del propio D’Annunzio. Recordar: 8 ½ es la Comedia según Federico; La dolce vita es solo el Infierno. Recordar (debería ser innecesario esto): la secuencia de la niebla en Amarcord y la de los frescos en Roma son poéticas, pero también lo son la jorobada de Casanova y la pelea entre el luchador Aramis y la mujer Hércules en Los payasos. Recordar: los pareados de Pippo en Ginger y Fred: “Una mujer sin culo / es como un alpinista sin muro”.
5 Parte de un conjunto mayor de ninfómanas: hay una en 8 ½, una en Satiricón, una (calderera) en La ciudad de las mujeres, una (escultora) en Julieta de los espíritus, una (jorobada) en Casanova, y dos asociadas a cánidos (la zorra, la loba): la volpina de Amarcord y Federica la lupa en La dolce vita. Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y las mujeres. Recordar: la lengua afuera, un ícono en el cine de Fellini. Recordar: la fascinación por las mujeres no es independiente del temor que pueden producir en los hombres. Recordar: no ceder sin convicción a catecismos, y menos a los del presente.
6 También Franco Fabrizi baila el mambo en Los inútiles. Pero es un mambo de moda, un mambo bailado en provincia porque en Roma es novedad. Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini, el cine italiano y la música ligera. Recordar: el mambo de Silvana Mangano en Anna de Lattuada. Recordar: las canciones (Mina, Seegio Endrigo, Peppino Di Capri) de Io la conoscevo bene de Piietrangeli Recordar, aunque no se trata de una canción: el final (otra fiesta vacua) de La corruzione de Bolognini. Recordar: la secuencia de La ciudad de las mujeres con “The Visitors” de Gino Soccio y la de La voz de la luna con “You Make Me Feel” de Michael Jackson. (¿Son “música ligera” estas canciones entre el disco, el soul y el pop? Para Fellini sí, en tanto que, como el mambo, proceden de una misma fragua). Tratar de olvidar: la parodia infame de Risi en Straziami, ma di baci saziami.

7 Ya no es común esta generosidad del creador con sus criaturas. Tres que saben de ella y la honran en películas extraordinarias: Kaurismaki en El puerto, Pedro Costa en Vitalina Varela, Tarantino en Había una vez… en Hollywood. Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y la compasión. No olvidar: Cazador blanco, corazón negro. No olvidar: el movimiento respecto de Casanova, al que Fellini comienza odiando y termina cuidando a pesar de lo que piense de él. Recordar: una relación semejante estableció Visconti con el Príncipe en El gatopardo.
8 El problema de la televisión, la publicidad y el ruido define un mundo nuevo, el de los años 80, con el que Fellini se midió de manera diferente a la de otros directores con historia. No lo hizo siempre en el mismo tono. En Entrevista, que sigue a Ginger y Fred, la disputa adquiere una forma cinéfila e infantil: las antenas de televisión pasan por medio de un fundido encadenado a los indios, que las usan como lanzas y atacan con ellas al equipo que prepara con Fellini una película (la adaptación de América de Kafka). Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini, sus colegas y los años 80. Recordar: Marco Ferreri filmó en Chiedo asilo, en El futuro es mujer y en I Love You las mismas transformaciones con otra mirada: fascinado por lo terrible, elaboró una etnografía de los nuevos espacios y tipos humanos. La disco de El futuro es mujer no tiene un personaje que la juzgue, como sí la juzga Paolo Villaggio en La voz de la luna, que se queja de la música y del baile y suspende “You Make Me Feel” para poner y un vals. (Las dos discos están ideadas por sus directores junto a Dante Ferreti, colaborador habitual de ambos). Esta oposición tan drástica está al borde de la prédica. Pero Fellini es demasiado inteligente como para hacer solo eso, así que mientras Villaggio juzga, y dice cosas con las que seguramente el director estaba de acuerdo, Benigni le prueba un zapato a las mujeres que bailan, en una versión del príncipe y la cenicienta, y la cámara recorre a los jóvenes del lugar como sin entenderlos, lo que le da a los planos una indeterminación que no existiría si solo Villaggio estuviera en escena. Aunque en este caso nadie se muestra fascinado, lo que pasa en la disco tiene relación con lo que pasa al final de La dolce vita con el pez, que al mismo tiempo repugna y atrae (y al que Fellini no abandonó, ya que vuelve a aparecer dos veces: en Roma como plato en el restaurante popular, entre pastas y caracoles, y en Satiricón como parte del banquete de Trimalción). Los jóvenes de la disco felliniana no son los jóvenes de Roma –ni los hippies de Plaza España, para quienes “el sexo ya no es un problema”, ni los universitarios que discuten al director por cuestiones ideológicas- sino los jóvenes de la posmodernidad a los que Fellini recibió con menos interés etnográfico que Ferreri y con menos entusiasmo que Bellocchio, que los puso en el centro de El diablo en el cuerpo, ya en un tiempo pos-68. Recordar: el Argento de Tenebre. Recordar: Franco Battiato. Recordar: los textos de Pier Vittorio Tonelli reunidos en Un weekend postmoderno.
9 A lo que debo (en el sentido periodístico y empobrecedor de este reclamo, tan diferente de la manera en que lo entendió Visconti) dedicó Fellini Ensayo de orquesta: una alegoría acerca de la disolución y el orden social filmada en plenos años de plomo, lo suficientemente ambigua como para que los espacios ideológicos tradicionales la defendieran y la atacaran, por izquierda y por derecha (solo los sesentaiochistas coincidieron en la evaluación: la odiaron todos). Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y la actualidad política. Recordar: en La ciudad de las mujeres hay un “juicio” que bien puede ponerse en relación con el de las Brigadas Rojas a Aldo Moro. Recordar: en Ginger y Fred Mastroianni le habla a la Massina con lugares comunes de la rebeldía vacua. Dice, por ejemplo, que el mafioso que va al programa de televisión discute a la sociedad, y trata a su compañera de burguesa (la Massina contesta que trabaja todo el día para que su pequeña fábrica funcione). Recordar: la víctima de Ensayo de orquesta, en cuya muerte se sostiene el nuevo y provisorio pacto social, es la arpista, la única que dice sobre la música lo que Fellini podría decir sobre el cine: “Le cuento cosas, le hablo y el arpa me responde, me comunica sensaciones y fantasías, es un sentimiento agitado de felicidad y de tristeza a la vez. Pero lo más importante es que te da fe. Si tocás el arpa sabés que hay otras dimensiones. Un niño me preguntó una vez: ‘¿Adónde va la música cuando paran de tocar?’ Solo un niño hace preguntas así”. Benigni confirma esto último en La voz de la luna (ver la nota siguiente).
10 Boceto, apunte, fragmento, impresión. Fellini tiene una evidente inclinación por lo no definitivo. En La voz de la luna, Benigni reflexiona, mirando el fuego de la casa infantil, desde abajo de la cama: “¿Dónde van las chispas? ¿Dónde va el fuego cuando se apaga? Como la música, que nadie sabe dónde va cuando termina. Pa ra pa… Cuantas ideas se me ocurren acá, abuela. Pero desaparecen, como las chispas. ¿Cómo se hace para detenerlas, abuela?” La pregunta no es solo por el conjunto (el fuego) sino por cada uno de sus detalles (las chispas). Una percepción atómica del mundo. Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y la melancolía. Recordar: En Los payasos, los payasos le hacer recordar al Fellini-narrador personajes de su infancia, “extraños e inquietantes, que viven y se agitan en cada ciudad de provincia”: un vagabundo loco que les decía groserías a las campesinas, una monja enana que vivía entre el convento y el manicomio, un borracho, un encargado de la estación de trenes del que los chicos se burlan por petiso, un tonto que lleva las cuentas de las partidas de billar en un lenguaje incomprensible y que cundo ve una película de guerra sale al mundo a combatir como en el campo de batalla, un viejo fascista en silla de ruedas que pasea con su uniforme negro y su esposa, que sabe de memoria los discursos de Mussolini. Fellini compara estos recuerdos con el presente, al que describe así, en parte con su voz, en parte con la voz de la secretaria que copia lo que dicta (y que no es hablante nativa del italiano): “¿Dónde están los payasos de mi infancia, dónde se han metido? ¿Existen todavía? ¿Aquella comicidad violenta que provocaba carcajadas hila, hila, hila [la secretaria se traba] hilarantes, espasmódicas, puede divertir todavía hoy? El mundo al que pertenecía y del que era expresión ya no existe. Los teatros transformados en pistas, los decorados luminosos, ingenuos, la credulidad infantil del público ya no existen. Quedan unas huellas sutiles y conmovedoras en el circo actual, y esta es nuestra búsqueda”. Esto que Fellini identifica con los payasos no es distinto de lo que sucede en Roma con el varieté, por lo que es posible pensar que sus esfuerzos tienen mucho de melancólicos. En un momento, Pierre Etaix le dice al director que teme que en la película se sostenga que los payasos ya no existen. Fellini no sostiene eso, pero lo que persigue es un hilo débil, conformado por viejos que ya no están en la memoria del pueblo sino en la de los interesados. Fellini los ve como espectros. “La ciudad no sabe que está habitada por estos viejos fantasmas”, dice. Recordar: el final de Los payasos es un funeral payasesco, es decir, una despedida y un desmadre. Una última función. Recordar: como Godard, que es tan distinto, Fellini despide un mundo que ama pero al que no puede continuar.

11 Esta es la afirmación a la que toda obra de arte aspira, lo sepa o no su autor. Los niños la dicen a menudo. Tema (obvio, ineludible) para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y la infancia. Recordar: en Los payasos el punto de vista se establece desde el comienzo. Un niño entra en la carpa que el circo acaba de levantar frente a su casa. El animador sale a la arena. Fellini le dedica un primer plano en el que el hombre guiña un ojo hacia nosotros. En el plano siguiente vemos al niño de espaldas, mirando la arena. El cine es un engaño honesto. Miramos como niños pero no somos niños. Miramos al niño mirar. Recordar: César Aira (que escribió sobre Ginger y Fred). Recordar: el final de 8 ½, en el que el animador-mago despierta al director de la monodia del intelectual: mientras este felicita a Guido por abandonar el proyecto, y ofrece versiones empobrecidas de Flaubert, Rimbaud y Mallarmè, los personajes de la película se reúnen para darle vida a su creador y un niño dirige la orquesta que le pone música a la ceremonia (los músicos son payasos). Recordar: no es el pensamiento el que recibe estos ataques sino los profesionales que lo vuelven catecismo o los fatuos que lo condenan a no ser más que un dispenser de distinción. Recordar, a propósito de esto: además de contra la televisión y la publicidad, en Ginger y Fred Fellini dispara contra el escritor de éxito y su pequeño séquito de aduladores, también ellos parte del espectáculo, aunque convencidos de su diferencia. La escena es importante porque pone frente a frente dos modos de la estupidez: la baja y grosera de Pippo, que califica sus rimas de cercanas a Marcial, y la jactanciosa de los informados, que resulta más idiota. Fellini no es Pippo. Pero menos aún es el escritor que se burla de él. Recordar: solo los necios (los profesionales, los fatuos) dejan caer ante un artista como Fellini la palabra antiintelectual.
12 Filmar no es lo mismo que ir de fiesta o conquistar mujeres (cosas que Fellini también conocía) pero guarda relación con la misma sombra que amenaza a Marcello y a Casanova. Esa comunión indirecta con sus personajes (responden cosas distintas a una misma inquietud) le permite a Fellini comprenderlos, incluso cuando no le son cercanos. Vuelvo a la nota 7 (Fellini y la compasión): durante mucho tiempo, en parte por declaraciones del propio director, fue común decir que Fellini odiaba a Casanova. Pero en la película hay mucho más que eso. De hecho, la evocación final que Casanova hace de Venecia en la corte de Bohemia funciona en parte como el llanto de Zampanò o el último gesto de Augusto. Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y los finales. Recordar: solo Satiricón termina sin alguna clase de pico emocional.
13 Entre la niebla y el sonido del viento. Tema para la próxima vez que escriba sobre Fellini: Fellini y el viento. No se trata de un viento entre otros. Es un viento espeso, profundo y espectral. Un viento-niebla. Se lo escucha en Amarcord, en 8 ½, en Satiricón, en Casanova. en Julieta de los espíritus. Recordar: el diálogo de esta última: “-Alguien llora” / -Es el viento”. Recordar: el viento sopla donde Fellini quiere. Pero también (como en todo arte) donde quiere el propio viento.