Las lágrimas del cine, por Marcos Rodríguez

Dos hermanos se reencuentran en Seúl tras varios años sin verse. Después de la emoción del abrazo público en un aeropuerto, de algunas charlas y de golosinas compartidas, un día están tomando un café (o algo) y charlando más tranquilos y, entre un tema y otro, el hermano mayor, que lleva al menos cuatro años viviendo en Corea del Sur, le cuenta a su hermana que en general a los coreanos les preocupa mucho cuidar su piel y, con lógica rigurosa, suelen aplicarse protector solar todos los días porque, después de todo, el sol no existe solo en la playa. En Argentina uno no suele aplicarse protector a menos que vaya a tomar sol y, por lo tanto, al principio le resultaba raro esa costumbre de su nuevo país; con el tiempo empezó a aplicarse también protector todos los días. Pero, confiesa, cada día, cuando va a aplicarse de nuevo, el olor del protector sobre la piel le trae a la memoria las vacaciones en Argentina, cuando iban con su madre a la playa. Los hermanos se miran. El silencio solo lo quiebran las lágrimas.

Son muchos los detalles y momentos como este los que pueblan Partió de mí un barco llevándome, la nueva película de Cecilia Kang, que formó parte de la Competencia Internacional del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata 2023. Por supuesto, no sería justo reducir la película a estos pequeños hallazgos, porque la propuesta de Kang es amplia y compleja, y abarca desde crímenes de guerra hasta historias familiares, indagaciones sobre el cuerpo, la memoria, las migraciones, entroncados en un punto de vista fuerte. Una lectura responsable debería dar cuenta de sus despliegues y sus matices. Sin embargo, tendré que ser injusto con esta película hermosa. Sospecho que tal vez hay otra forma de hacerle justicia a las películas.

Nuestra memoria sabe ser injusta, no por caprichosa (esa sería una lógica muchas veces bienvenida) sino por limitada: lo que vivimos, lo vivimos una vez, en un contexto, en un momento determinado. Podemos adiestrarnos para ignorar o menospreciar esa memoria, pero no tenemos otra. Creo que todos podemos entender (por lo menos, acá) lo que significa ese olor a protector solar: un recuerdo bien pegado al cuerpo, probablemente un tiempo pasado cuando nuestros padres nos torturaban con ese ritual pegajoso y molesto que nos impedía ir a divertirnos. Ese olor viaja con nosotros, y no va a ser otro.

De la misma manera, no puedo evitar que cuando vi Partió de mí un barco llevándome, lo hice durante este festival, con todo lo que significaba para mí el regreso, y durante un día que enhebró tres hermosas películas para llorar, que se fueron acumulando y abriendo una a otra, unidas por su cercanía temporal (azarosa), por sus tonos armónicos (¿paralelos?), y por la potencia de encontrarme nuevamente en una sala, nuevamente en un festival, compartiendo emociones y frustraciones, en un evento que olía a agotamiento y final. (Ojalá me equivoque.)

Vuelvo al cine, a sentarme en una sala llena, sin haber dormido, fagocitando lo que sea que la pantalla esté dispuesta a ofrecerme. Hay una apertura especial en esas circunstancias (y un cansancio inevitable) que sospecho que nos hace más vulnerables y más irritables también. Durante un festival, es casi imposible ser razonable frente al cine: tal vez fuera de ese contexto de acumulación y desborde aquella película que nos pareció tan maravillosa en el fondo no sea para tanto, e igualmente aquello que no pudimos tolerar capaz no estaba tan mal. También sospecho que las películas nunca me hacen llorar tanto como durante esa exaltación casi insoportable que se llama festival. Lo curioso de las lágrimas de cine es que suelen ser mucho más ambiguas de lo que permite suponer un primer acercamiento. Como el cine. Y suelen revelar mucho más de lo que creemos. Como el cine.

Las lágrimas por la muerte del cine son más viejas que yo y parecen nunca secarse. Con todas las paradojas que eso implica. La nueva película de Víctor Erice (que no filmaba hace no sé cuánto) prometía sumarse al lamento y no decepciona. Lo que decepciona es la película. Era evidente que un autor cuya primera película ya era crepuscular no iba a retornar ahora, pasados los 80 años, con una comedia pop. Pero a lo que todos esperábamos se suma, creo, el cansancio. Ahí donde debían estallar ríos subterráneos de emoción, nos encontramos con Soledad Villamil. Donde se supone que debería brillar la epifanía, chocamos con ideas gastadas, con un protagonista excesivamente blando, con conversaciones de viejos chochos, con un transcurrir cansino que cansa y no lleva a ninguna parte, una narración simple y lineal que avanza hacia nada. Hasta que se quiebra. Todo esto no quiere decir que la película no cuente con momentos hermosos, con cosas que funcionan; pero (con el alma cansada) lo que sostiene Cerrar los ojos parece más la rutina y el esfuerzo que la gracia. Lo cual no sería un problema si no fuera porque la película no hace más que buscar la gracia. El esfuerzo vale la película probablemente, pero lo interesante de todo el artilugio, creo, es lo que pasa con el juego de la ficción adentro de la ficción. Cerrar los ojos arranca con un fragmento de La mirada del adiós, la película inconclusa que el protagonista de Erice filmó hace décadas y no pudo completar porque su protagonista desapareció de un día para el otro en pleno rodaje. No hay indicios al inicio de Cerrar los ojos: las primeras imágenes que vemos constituyen la secuencia inicial de esa película que no fue, y entramos en ella sin coordenadas casi, sin explicación. El hechizo se disuelve rápido porque en la ficción, esa ficción no pudo completarse y una y otra vez se nos explica que el director, a pesar de todo, tomó el material de esos pocos días de rodaje y se empecinó en montarlos y sonorizarlos para construir el inicio y el final de una película que nunca sería. Hay, por supuesto, muchos sentidos en todo eso: ya los sabemos. Esa película iba a ser una película de aventuras: en el prólogo, un viejo al borde de la muerte le encomienda al protagonista una misión peregrina que lo llevará a Shanghái a perseguir huellas esfumadas. Al final, regresa. Todo lo que pasaba en el medio no se filmó, no existe; esa película de género ya es hoy imposible. Quedan su prólogo y su epílogo, que de género tienen más bien poco. Y, sin embargo, esos fragmentos de La mirada del adiós (hay, por supuesto, muchos sentidos en ese título: ya los sabemos) está cargada de encanto. Uno jamás podría deducir una película de aventuras a partir de ese inicio pero no importa: hay potencia cinematográfica, hay personajes construidos a pura fotogenia, hay misión y melodrama, hay exotismo y mentira. Ya, ahí, hay de todo. No sabemos qué ocurría en La mirada del adiós, sabemos cómo termina: música, lecho de muerte y lágrimas. Esa era la película que hubiéramos querido ver. La paradoja de todo esto, claro, es que ese cine que se llora, ese cine que supuestamente se ha desvanecido para no volver, todavía es posible y todavía nos conmueve. El propio Erice lo demuestra con esa película que no se atrevió a filmar, pero sí a lamentar.

Ese cine todavía vivo es lo que compone la sangre vital de otra película funeraria: Las cosas indefinidas. Pero ahí donde una mirada cansada no puede más que lamentar lo que se fue, la película de María Aparicio encuentra una propuesta mucho más interesante: mirar la muerte de frente y entregarse al cine como corriente de vida. Las cosas indefinidas empieza con unas flores y un velorio: la muerte permea cada plano de esta película en la que una montajista (Eva Bianco) y su asistente (¿compañero?) (interpretado por Ramiro Sonzini) acaban de perder a un amigo. No sabemos demasiado de él y de cómo murió, sabemos su ausencia. La materia de esta película son los días después de ese velorio: las horas de trabajo, las horas de soledad, algún bar, nuevos trabajos. En esta caja de resonancia chica las emociones reverberan por lo bajo. Sobre el final, poco antes de citar un gran texto de nuestro querido José (se puede leer acá), Ramiro le dice a Eva que, a pesar de su pena y su cansancio, él sabe que ella ama el cine y que debe confiar en las películas. Las películas son más generosas de lo que uno cree, dice. Esta apuesta por la vida y por el cine es la que hace que esta película funeraria sea lumonisa.

Hacia el final del día, ya no puedo más. Mi corazón exaltado se vio golpeado una y otra vez por olas, de acá y de allá, y hasta prefiero no pensar más en eso: juntarme con gente, tomar algo, pisar las calles que todavía existen por fuera de las salas. Las películas son más generosas de lo que uno cree. No dejo de pensar en esa frase.

El festival siguió, por supuesto, y vi otras películas, tal vez mejores, tal vez peores que estas. Pero ninguna me despertó tantos ecos, tal vez por los ecos que estas tres encontraron entre sí en mi cuerpo. No pude dejar de llorar ese día. Ahora ya no lloro pero las películas no me abandonan. Pensé, al sentarme a escribir, en hacerles justicia: explicar, ponderar, abrir la lectura para incluir todo cuanto pudiera. Pero ningún texto así podría transmitir lo que encontré en esas películas. Podría aportar datos y describir argumentos, ponderar sus encuadres o su originalidad, reclamar adhesiones. Pero ya cansado de creer que al evaluar una película le estoy haciendo justicia, pienso que los caminos del cine van por otro lado, que si yo entrego una película al mundo no es para que otros me digan si lo hice bien o lo hice mal, que las películas son algo con lo que se juega, algo que se abraza. No sé cuándo ni cómo aprendí que uno debía tomar distancia de su propia experiencia, recordar la película como si la viera otro (nadie), transmitir sus hechos y sus virtudes o defectos (sopesados en la balanza del buen gusto) para otros. Con los años, lo que aprendí es que ya no sé cómo hacer eso. O, más bien, ya no me importa. ¿A cuántos festivales puede ir uno? ¿Con cuántas obras maestras puede babear? ¿A cuántos puede rechazar? ¿Cuántas películas olvidamos?

Las películas, en cambio, son mucho más generosas que eso. Alcanza una película para iluminar el cine. Alcanza una película para iluminar la vida. Pero hay que entregarse a ellas.

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