Mi relación con la pintura no es más que superficial. Con los museos, casi nula de tan esporádica. En cambio, mi relación emotiva con Escena de guerra sigue siendo tan intensa como para recordar con precisión las circunstancias en que vi el cuadro por primera vez y la inquietud que me produjo. Sobresalto que no ha disminuido con el paso del tiempo. Hace más de quince años que salí del Museo Nacional de Bellas Artes con el sólo recuerdo de esa pintura. Para entonces había recorrido toda la planta baja, pero esa oscura y densa pincelada de formas imprecisas que semejan las alas de un ángel negro mirando los menesteres de la muerte se unió decididamente en mi memoria a la figura oscura que aparece en las pesadillas del protagonista de La última ola, la película de Peter Weir que me había perturbado tanto como el óleo de Goya.
En una y otra hay dos dimensiones claramente marcadas, dos mundos distintos, dos niveles de realidad que no se excluyen pero que tampoco consiguen comunicarse fluidamente. El mundo humano de la guerra iluminado por los disparos de los fusiles que habitan las figuras humanas y otro, que una línea y una mancha ubican en la mitad superior del cuadro. Lo primero que hice al reparar en esa mancha, que primero pasa desapercibida y luego se adueña de la mirada, fue pensar en el ángel exterminador presidiendo la fiesta destructiva de abajo. Lo cierto es que la idea de una entidad perceptiblemente difusa que pertenece a un mundo cuyos parámetros no podemos definir con claridad debido a que ignorábamos hasta su misma existencia —y la temerosa sensación de incertidumbre que esto conlleva— se apoderó de mí tan intensamente como cuando vi las desconcertantes imágenes de La última ola.
En La última ola hay al menos dos grandes historias: una de iniciación y otra de encuentro. Ambas son en más de un aspecto singulares y, junto con la puesta en escena del director australiano en la que juegan un papel fundamental la distorsión sonora y cierto distanciado fluir de las imágenes, contribuyen a crear un ambiente hipnótico. Entre otras cosas, lo que hace única a la primera historia es que no se ocupa de alguien que aprende a ser plomero, pintor o dactilógrafo y, ni siquiera, del paso de niño a púber o del adolescente al hombre. De buenas a primeras, David tiene que aprender a ser profeta. Aceptar su condición de agente espiritual y cargar con una misión que excedería a cualquiera. La suya es la historia de un hombre que se descubre instrumento de dioses extraños a su propia cultura. Aunque cabe preguntarse qué Dios, entendido como persona espiritual y no simplemente como metáfora de sus afanes, no resulta extraño a un individuo que forme parte de una civilización y un siglo particularmente ateos.
La otra historia es la del encuentro del protagonista, abogado blanco, y Chris, aborígen australiano de Sidney que se ve envuelto en el asesinato de otro luego de tomar unas copas y a quien el primero debe defender. Dicho encuentro exhibe en plano general el cruce de dos culturas aparentemente antagónicas: una dominante, laica y racionalista, y otra dominada, religiosa y mágica. David pertenece a la primera pero advierte ciertas señales íntimas que lo conectan cada vez más a esa otra cultura que todavía preserva un espacio para lo sagrado dentro de sus costumbres y leyes. Esta existencia de una cultura y una ley subterráneas y paralelas a la ley dominante de la superficie es lo que descubre David, y eso le lleva a dudar sobre el derecho a juzgar la muerte en cuestión, pudiéndose tratar de un castigo ritual contra el profanador de unas leyes no reconocidas por el orden occidental urbano y laico.
Para David, la investigación habrá de transformarse en un rito de iniciación, además de un descenso a las profundidades literales de una cultura sepultada bajo el asfalto y las cloacas de Sidney en donde encontrará sus restos todavía humeantes y hasta una réplica de su rostro. Como sucede con toda crisis de identidad, David entra en conflicto con su pasado —para releerlo de una manera distinta a la usual— magníficamente expresado en la secuencia en que Charlie, sacerdote aborígen, le revela detalles de su propio álbum de fotografías en los que él mismo nunca había reparado; con su profesión, en la que se le plantean nuevas y distintas formas de concebir la ley y el orden; con su esposa, desbordada por los cambios que los acontecimientos generan en su personalidad y por la intrusión en su confortable vida burguesa de unos aborígenes perturbadores tan sólo por su mera presencia física; y hasta con sus sueños, que comienzan a revelársele como la conexión con otra dimensión y, acaso lo más terrible de todo, con el futuro. En definitiva, David tendrá que enfrentarse solo al carácter premonitorio de sus sueños para ver, en ese último plano de la película, la confirmación apocalíptica de su don.
La inminencia del cambio que afecta a David y al mundo todo tal como lo conocemos se hace presente en la película a través de una serie de situaciones atípicas y desplazamientos visuales y sonoros que alteran gradualmente, pero presentes desde el comienzo mismo de la película, la percepción del espectador y su concepción de la realidad. Apenas pasan los títulos y ya nos encontramos con una tormenta que incluye truenos, lluvia y granizo a cielo abierto y a pleno sol que desorienta todas nuestras expectativas e infunde un horror indecible, extraordinario, extraterrestre. Podemos soportar que nuestra vida esté desordenada, pero ¿qué haremos si el orden físico universal se desordena? Nadie que haya visto esa secuencia podrá olvidar jamás el ruido de unos truenos que viene desde ese cielo sin nubes y la alegría de los chicos que juegan felices bajo la lluvia sin la más mínima conciencia de la peligrosa singularidad del fenómeno.
De allí en más los sucesos fuera de lugar se multiplican y todos ellos cargan con el signo de lo siniestro. El agua que desciende por la escalera de una alfrombrada sala familiar, los monólogos expresados en una lengua extraña, las sombras de aborígenes que se desplazan por las paredes de una orbe industrializada, las lluvias que cesan repentinamente o el hueso con forma de colmillo que sale de la ventanilla de un automóvil no hacen más que mixturar en el cuadro dos o más elementos antitéticos que, sacados de su contexto original y dispuestos en un mismo plano, primero nos asustan y luego hacen zozobrar nuestra familiaridad. David empieza a dudar del entorno en el que vive, de las costumbres con que se maneja y de su propia historia mientras los espectadores nunca sabemos bien a qué atenernos realmente a la hora de clasificar la identidad genérica de la película, necesitados de alguna certidumbre. Pues si el destino manifiesto que le espera a la civilización en La última ola es el de la catástrofe, la película de Weir está en las antípodas del cine catástrofe. También es cierto que el terror se hace presente en más de una ocasión, pero de un modo larvado y ambiguo que no responde al sobresalto convencional y catártico que proporciona el género.
*
Era la segunda vez en cuarenta años que entraba al Bellas Artes. De la primera visita, cuando era adolescente, recordaba la impresión causada por un desnudo de Bouguereau que me pareció algo así como una fotografía fantástica y, sobre todo, las ganas que había tenido de tocar a la mujer del beso de Rodin. Pero nada de eso pudo compararse con esa mancha negra encima de la línea de una loma que vi en un cuadro de Goya al que volví tres o cuatro veces esa misma tarde, hasta el mismísimo minuto previo al cierre del edificio. Me había asustado tanto como atraído por su oscura indefinición. Esas extremidades que parecían las alas de un ave de carroña debieron hacerme pensar en Lucifer, entonces todavía tan real para mí como para mis padres.
Más de veinte años después volví al museo con Bárbara y, todavía en la entrada, recordé la ubicación de la sala en la que seguía estando el óleo de Goya, pero comenzamos la visita por el pasillo opuesto, donde atravesamos otras sombras. El ejército de fantasmas de uno de los cuadros nocturnos de Cándido López sobre la guerra contra el Paraguay me hizo pensar en las almas en pena líricas de las películas de Kiyoshi Kurosawa. En el cielo del paisaje brillaban los fuegos de un incendio o la explosión multitudinaria de los cañones como proyecciones encendidas de esas sombras errantes, de esos cuerpos desapareciendo en la disolución del trazo y el anonimato de la historia. Como cuando había estado allí por primera vez, sentí el impulso, si no la necesidad, de extender la mano y tocar.
A la mancha diabólica de Goya la había mirado entonces de lejos y de cerca, pegando incluso los ojos a la tela para ver si podía descifrar o traspasar la insensatez explícita de esa forma tácita, pero nunca pensé en tocarla. Quizás era entonces muy chico, demasiado obediente. Esa mancha debió haberme parecido del orden de la reverencia y del horror, al contrario de los desnudos, que me estimulaban al tacto con tanta más incandescencia cuanto fríos eran los materiales o caligráfico y translúcido el estilo. Semanas más tarde de la primera vez que había estado en el Bellas Artes, me desquité acariciando los volúmenes irregulares de una Venus municipal que ocupaba el centro de la plazoleta situada frente a la estación de trenes de San Fernando, una noche de verano después de evangelizar de puerta en puerta con traje, corbata y portafolios, antes de volver a los monoblocks en los que vivía y de escuchar el apremiante “Testículos de Jehová” que me dedicarían los pibes del barrio reunidos en la intersección de los pasillos que conectaban las torres.
El oscuro y estrecho pasillo se abrió de repente a la izquierda. Una dicroica cenital iluminaba la masa informe situada a un par de metros de distancia de la abertura. Entre eso que ocupaba sobre una tarima el centro del angosto rectángulo y cada una de las paredes no había más de medio metro. Tampoco había otra salida del corredor que la entrada desde la que mirábamos a la gorgona que nos detuvo y que nos llamaba.
-No me animo a entrar – dijo ella, sacándose los anteojos negros.
La miré no demasiado sorprendido pero con curiosidad. No era usual verla amedrentada. Sabía cuánto le divertía el gore. Por eso no dejo de asombrarle su reticencia, que ya era parálisis.
-¿Te asusta?
-Me impresiona.
-¿Qué cosa?
-La cabeza, el lugar.
El busto era firmemente grosero y desgreñado. La tenue iluminación llenaba de sombras las cuencas sin ojos. Los labios parecían dos gruesas serpientes seccionadas con un machete. Recordé una película con Isabelle Adjani sobre Camille Claudel que me gustaba mucho.
-Es la cabeza de Gerard Depardieu – le dije a Bárbara para distenderla justo antes de avanzar hacia la cabeza que nos desafiaba desde el fondo.
-Ni bien la vi sentí lo mismo que cuando veo imágenes de un planeta muy grande en el espacio, o cuando vi el monolito de 2001, o esa foto de Man Ray en la que hay una mujer desnuda y un tren que viene hacia ella, ¿te acordás? – me respondió.
No supe si algo de la fascinación original del miedo sentido ante el cuadro de Goya veinte años antes retornaba gracias a la réplica de la cabeza de Balzac o a la aprensión de Bárbara, que mediaba entre quien había sido y quien trataba de ser. Tengo que meter el dedo en el ojo, pensaba sin animarme a decirlo. Me conformé con dar una vuelta completa alrededor de la tarima. Sentí algo ligeramente profano al pasar detrás de la cabeza sin nuca, indiferente a mi presencia. Al verme allí, rodeando el busto, Bárbara también entró al recinto. La barba de piedra cada vez más abundante la tranquilizó y lo primero que hizo al acercarse fue acariciarla. En ese mismo instante cayó el cuadro de «Las brujas de San Millán» que colgaba en la sala contigua. Sorprendido por el estruendo me acerqué a la entrada del pasillo para ver qué había pasado. Cuando me di vuelta, Bárbara había desaparecido.
[…] Dos escenas de guerra […]
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