Sobre el Bafici 2024 y «L’empire» de Bruno Dumont, por Marcos Rodríguez

En este Bafici, en el cual casi no vi películas, la primera función a la que asistí me tocó en el Gaumont, el lunes mismo en que el INCAA anunció que ese día prácticamente cerraba sus puertas. En teoría, por tres meses. Habrá que ver. El cierre abrupto incluía todas las salas de los Espacios INCAA, la red de salas que el INCAA tiene por todo el país, incluyendo al propio Gaumont, que por obra y gracia del Bafici seguiría abierto una semana más, para no alterar la programación. Por otro lado, al día siguiente se realizó una marcha multitudinaria en apoyo de la educación pública (también amenazada) y la concentración se realizó en la plaza frente al Gaumont, razón por la cual la sala tuvo que cerrar de todas formas.

Cuando entré en la sala principal del Gaumont, la histórica, la enorme que los programadores del Bafici calcularon que se iba a llenar con L’empire, la nueva de Bruno Dumont (y tuvieron razón), me encuentro con que dos luces proyectaban sobre el techo de la sala (allá lejos) el logo del INCAA, que giraba sin parar sobre sí mismo, como para asegurarse de que a nadie se le pasara. Fue fuerte. Primero me sorprendió porque desde hace años que el INCAA ya no apoya al Bafici (entiendo, por cuestiones políticas) y tan solo cede esta sala porque el festival nunca podría procurar otra de este tamaño. Pero de financiación, ayuda, nada. Pero, de todas formas, la sala sigue perteneciendo al INCAA y las luces giratorias tienen una explicación (larga también la historia de cómo la sala llegó a depender del INCAA). Así y todo, era fuerte que el mismo día del cierre las luces hicieran girar alegremente por los techos el logo de algo que casi no existe. Llegué a preguntarme si a nadie se la había ocurrido sacarlas o apagarlas (de hecho, las apagan durante la proyección), si la inercia burocrática había sido más fuerte o si, si somos optimistas, no se trataba de una forma mínima de protesta. ¿Quién sabe?

Hubo cierto revuelo (iba a escribir “gran revuelo” pero convengamos que el ámbito del cine es más bien chico y la polémica no trascendió por fuera del círculo) por una nota que unos días antes del festival salió a señalar el “sospechoso silencio” del Bafici en relación con las últimas medidas que había tomado el gobierno de turno hacía poco. De sospechoso más bien poco: un acto institucional financiado por un gobierno municipal claramente alineado con el gobierno de turno pocas esperanzas tenía de intervenir en una protesta. Por otro lado, por su propia naturaleza institucional, difícil que un festival salga a romper lanzas. Ni el Bafici ni Mar del Plata, ninguno de los grandes. Cada quien tendrá sus opiniones y sus expectativas; a todos nos gustan los héroes románticos que queman todos los puentes por sus convicciones, pero es más fácil encontrarlos en el cine que en los pasillos de la burocracia.

Por otro lado, desde que participo en el ámbito del cine argentino (hay quienes tienen memorias mucho más largas), el cine argentino siempre ha estado en crisis. Mayores o menores, más o menos inminentes. Por supuesto, la crisis ahora es mucho más radical y profunda, pero no se diferencia de la situación que vive todo el país. El cine argentino, según indica la experiencia, siempre está en jaque: cuando las aguas están calmas nadie quiere agitar mucho el avispero para encontrar una legitimidad real, cuando estamos en la tormenta es poco lo que se puede hacer. En general, ni antes ni ahora los festivales grandes (esas vitrinas) denunciaron nada muy concreto: tal vez la encarcelación de un cineasta iraní, pero nunca, por ejemplo, la constante y dramática desfinanciación de los propios festivales, que parece haber llegado a límites ridículos. Sin ir más lejos, el tamaño de este Bafici 2024, sus películas, sus actividades ponen en evidencia un presupuesto paupérrimo (no fue diferente en Mar del Plata 2023). El apoyo a la cultura no está en los discursos, está en la guita.

Una cosa que me llamó la atención de este Bafici fue que no solo no había cortos institucionales del INCAA (eso es lógico) sino que tampoco había siquiera uno del gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Se nota que no es año electoral. Había un spot incentivando a llevar a los chicos a vacunar a los centros de salud del gobierno, pero nada más. Otros años, no solo se mostraba el jefe de gobierno (como si a él personalmente se le hubiera ocurrido hacer un festival) sino que distintas áreas aprovechaban para mostrarle al público todo lo que estaban haciendo en su gestión. Y eso que este año tenemos gobierno nuevo (algo así). Del otro lado, en las proyecciones a las que asistí, tampoco hubo ni la menor reacción por parte del público. Años pasados, frente a cualquier incitación (e incluso sin ella) de las butacas saltaban enseguida los chiflidos. Ahora, nada. Como si de pronto el Bafici se hubiera trasladado a Suiza y el público hubiera desarrollado un sentido hiperagudo del respeto por el silencio ajeno. Ni siquiera cuando en uno de los cortitos institucionales del Bafici, esas mini entrevistas (ni voy a entrar a hablar de eso, no vale la pena), Bebe Kamin decía, de forma bastante tibia y poco clara, que el cine argentino necesita del apoyo institucional para existir y desarrollarse, eso que podría haberse leído como una toma de postura, ni siquiera ahí el público reaccionó. Ni un aplauso, nada. Todo muy raro.

Todo esto para llegar finalmente a la pantalla, sentarse, atravesar los institucionales y poder ver una película: el cine, eso de lo que en realidad no se habla en los debates que nos van rodeando: se discuten fuentes de trabajo, repartición de partidas, ñoquis, se cita el “prestigio internacional”, pero casi nadie habla de las películas, de la importancia de que exista eso, y es en esa disociación donde está la verdadera raíz de las crisis del cine argentino, creo.

Finalmente, L’empire, el último delirio de Dumont, de quien confieso que alguna vez vi algo que no me convenció ni un poco (de cuando era católico serio, y hasta musical). ¿Qué es L’empire? Por de pronto, una película imposible. Imposible en el sentido de que no entiendo cómo es que consiguió fondos para hacer esta cosa. Imposible también en el sentido de que es una película que no podría nunca encontrar su público, porque su público no existe. ¿Es cine industrial? Claramente no, aunque contó con por lo menos algún presupuesto. ¿Es cine de autor? Probablemente, la gente que vio sus películas habla de “otra de Dumont”, pero hay algo endiabladamente escurridizo en la película: solo podría verse en festivales, pero sus formas no son autorales. Digamos: es poco serio. Un autor poco serio (bien diferente a un director de comedias) es casi una contradicción.

Existe por ahí la idea repetida (en catálogos, en conversaciones) de que L’empire sería algo así como una parodia a La guerra de las galaxias. Es fácil decirlo (hay sables láser y naves espaciales) pero no creo que sea cierto: una parodia implica, por su misma definición, el trabajo sobre una película o un género que se cita de forma explícita, y se trabaja conscientemente sobre esa forma, para burlarla, para superarla, para amarla, dependiendo del caso. En L’empire hay sables láser, pero poco más. Evidentemente, Dumont está trabajando sobre ciertos parámetros del cine intergaláctico, por llamarlo así, pero lo hace desde Normandía, en un contexto completamente diferente y, sobre todo, con un sentido completamente diferente. Los imperios que luchan en la película de Dumont no son entidades políticas (como en La guerra de las galaxias, por ejemplo) sino simple y llanamente el Bien contra el Mal, en su conformación más católica imaginable. No en vano la nave nodriza del Imperio del Bien es una Saint Chapelle voladora y sus habitantes son criaturas de luz, mientras que la nave nodriza del Imperio del Mal es un palacio imperial y a sus habitantes se los llama en algún momento demonios. No en vano Dumont usa exclusivamente música barroca en su película; principalmente, Bach.

Lo difícil y lo fascinante de L’empire es la medida en la que Dumont utiliza este esquematismo extremo, y agrega toques de comedia, para construir una película que no es de ninguna forma una comedia. Estoy convencido de que Dumont filma lo que está filmando con completa convicción: los travelling alrededor de los amantes, los momentos de angustia, tantos momentos más, todo eso va en serio. Una sátira hubiera sido mucho menos desconcertante. En cambio, Dumont filma una película poco seria: filma la venida del Anticristo en un pueblo, con palurdos poco atractivos, con tangentes fascinantes pero completamente innecesarias (la pareja de policías parecen salidos directamente de una película de Ruiz), pero lo que filma es la lucha del bien contra el mal. Con todo lo que eso implica, y con una evidente simpatía por Belcebú, tal vez el personaje más atractivo de la película, el que confiesa que prefiere mantener una forma humana porque los humanos le gustan.

Dentro del esquematismo de L’empire, aparece una idea que me resultó fascinante: en un momento el ángel de pollera corta se cruza con el general de los demonios, este se le acerca, la seduce y terminan teniendo sexo en el medio de un campo. Entre paréntesis: increíble cómo filma el sexo este católico. El demonio se levanta y se va, le dice a la chica/ángel que esto no significó nada. Cada uno tiene que volver a su campo de batalla. La chica/ángel está indignada pero también está enamorada. Lo vuelve a buscar. Decir que un ángel se corrompe por la carne no es una idea demasiado novedosa, pero sí lo es la idea inversa: al final descubrimos que al demonio seductor también lo corrompió la carne. Solo que en su caso la corrupción es el amor.

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