Oculta por los tótems de los 80 y por las oscuridades ríspidas con las que aprendimos a cuestionarlos o incluso a redimirlos; oculta, por decirlo con nombres propios, por el enfrentamiento entre Spielberg-Zemekis y Romero-Carpenter, ya sin repercusiones en un tiempo como el nuestro, que declaró vencidos no solo a los vencidos sino también a los vencedores (nada del futuro hay en disputa entre Había una vez… en Hollywood y Los Fabelman, que guardan las razones y formas de aquella batalla pero la libran menos entre sí que contra la historia que limó su enemistad), The Stepfather, la película que el para nada confiable Joseph Ruben dirigió en 1987, es uno de los retratos más brutales que el cine estadounidense ofreció de la restauración conservadora de los años de Reagan.
Todo empieza con el plano simétrico de una calle arbolada. Es otoño, por lo que indican las hojas acumuladas en sus bordes. Un chico en bicicleta reparte diarios. Los tira hacia las casas mientras pedalea, como hemos visto cientos de veces. Uno a la derecha, dos a la izquierda, uno a la derecha. La cámara sigue el vuelo de este último, entra con él en la propiedad y continúa, autorizada por el movimiento, hasta una ventana del segundo piso. Afuera todo es luz y armonía. Adentro, como permitía ya inferir la música de Patrick Moraz (sí, sí, el alguna vez Yes, redimiendo Relayer) las cosas son distintas. Un hombre en el baño se lava las manos llenas de sangre, tira los anteojos y la ropa en una valija, se ducha, se afeita, se pone lentes de contacto: cambia de aspecto. En el pasillo, cuyas fotos nos informan que tiene esposa y tres hijos, encuentra un juguete y lo guarda en el arcón de una pieza de niños. Baja la escalera. Pared beige, cuadros como adornos. Todo coincide con el atenuado y modélico exterior burgués. Todo hasta que el travelling deja ver un cuadro ladeado y la impresión de una mano de sangre. Después la escena se completa: el living es un caos y un matadero. El hombre deja atrás los cuatro cadáveres de su familia y sale de la casa silbando tranquilo mientras el barrio se pone en movimiento. Afuera-adentro-afuera. El idílico suburbio es un infierno.
Así es el comienzo de The Stepfather: oscuro y clásico. La historia central comienza un año después, en un pueblo y un otoño similares. El hombre tiene ahora otro nombre (Jerry) y otra familia: una mujer y su hija adolescente con las que intenta diseñar una vida que se ajuste punto por punto al modelo que tiene en la cabeza. El modelo no es orientativo. Es estrictísimo. No acepta fallas ni remiendos. Por eso cuando el plan debe inclinarse ante la contingencia no queda más que romper todo y empezar de nuevo. Jerry es un puro. Un cruzado de la vida pequeñoburguesa. Un psicópata afirmado en la familia, la casa y el sueño americano que él mismo dice promover con su labor inmobiliaria. Cuando, haciéndose pasar por un cliente, el psicólogo de la hijastra le dice que es un soltero convencido y llama «crap» a los hijos, el “hogar dulce hogar” y demás emblemas familiares, Jerry trata de mantener la compostura hasta que un tropiezo del psicólogo le permite matarlo a golpes. No se juega con las cosas intocables. El día que le regala un perro a la chica lo presenta como “algo que toda familia debe tener”. El día que hace una entrevista laboral dice que tiene debilidad por los seguros de familia. En el buzón hogareño puso dos casas como adorno. En su tiempo libre no hace deporte, ni escucha música ni va al cine: fabrica una casita de madera para pájaros.

Es su misión: casa y familia, familia y casa. Jerry es un Terminator generado por la vida-Slynet que vuelve por sus fueros después de dos décadas en las que, a pesar de no perder predominio, se vio obligada a defenderse. Un agente de los 50 duros. Un Emma Bovary del modelo de vida burgués (un anti Emma Bovary) que no lee novelas pero mira series de antes de la revolución de las costumbres, consulta artículos de revistas que hablan de pueblos “ideales para criar una familia” y mira, en un momento notable, como si la realidad y su modelo fulguraran juntos, cómo la esposa, la hija y el perro de un vecino corren a recibirlo cuando llega a su casa; un plano sacado de otro miles de planos. La hijastra se lo dice así a una amiga: “Tiene la fantasía de que seamos como las familias de la televisión. Reír, sonreír y tener cada vez menos caries. Es como si tuviéramos a Ward Cleaver en casa”.
Ward Cleaver es el protagonista de Leave It to Beaver, la serie que entre fines de los 50 y principios de los 60 presentó la imagen de la típica familia suburbana. No es la única referencia a la televisión en la que Jerry parece estar detenido. En un momento ve un capítulo de Mr. Ed (él solo, porque a la mujer no se la ve interesada), y cuando le regala el cachorro a la hijastra cuenta que en su infancia tuvo un perro común pero que para él era Rn Tin Tin, algo que la chica no entiende. Lógicamente, el vínculo 80-50 llama la atención sobre las dos décadas intermedias, borradas de la ficción y por eso mismo bien al alcance de los espectadores. En la habitación de la chica están los signos del presente: una foto de Tears For Fears, un casete de U2, un póster de Born in the USA, la canción de Pat Benatar (“Run Between the Raindrops”) que pone a sonar una noche de incordio. Pero fuera de esto, y de la foto de Reagan en la oficina de la escuela, y de “Sleeping Beauty” de Divinyls sonando de fondo en un bar de jóvenes prolijos, es notable lo poco señalada que está la época. En lo que respecta a elementos tan significativos como la arquitectura, la ropa, el pelo y el parque automotor, ¿qué de lo que vemos no podría pertenecer a los años 50? O de otro modo, más fiel a la manera de mirar una película en el cine: ¿qué de lo que vemos nos señala que estamos en los años 80? El pueblo es una cápsula a la que llegan pocas novedades. Un poco como el pueblo de Footlose, pero sin Kevin Bacon y con una chica de otro espíritu, que es expulsada de la escuela y lee The Outsiders pero en la que no late ninguna negación, ni formal ni informal. El hábitat perfecto para alguien como Jerry y sus pulóveres, y un emblema moral del reaganismo. Los Estados Unidos verdaderos. Sanos, blancos, familiares. Con jardín, televisión y ajenos a cualquier rebeldía. Cono los de Poltergeist, con la diferencia de que en la película de Hooper-Spielberg lo que está borrado, retorna.
También Poltergeist presenta un suburbio de casas iguales. Primero con planos generales, después por medio de un personaje en bicicleta, aunque no un niño repartidor de diarios sino un hombre en los treinta que lleva cerveza para ver el partido de fútbol americano con los amigos. Como queda claro enseguida, las casas y el ambiente son distintos pero el modelo de vida es el mismo, y se levanta también sobre las décadas previas. La diferencia es que Jerry parece haber sido trasladado a los años de Reagan directamente desde los 50 mientras que el matrimonio Freeling vivió los 60 y 70 antes de asumir la vida tradicional que lleva ahora. Dos escenas exponen las huellas de esta transición. La primera es en la cama: la mujer fuma un porro y el marido lee una biografía de Reagan. La segunda es en la cocina: para mostrarle al esposo los primeros fenómenos paranormales la mujer le pide que recuerde el pasado, cuando tenía la mente abierta. Es por esto que en el retorno de los muertos -causado porque el barrio se construyó sobre un cementerio del que se trasladaron las lápidas pero no los cuerpos, todo obviamente en pos del lucro- se expresa también la insistencia de un pasado al que se le dio la espalda. El cine estadounidense trató el pasaje de los años contraculturales a los años neoconservadores durante toda la década, especialmente en su primer lustro. De Knighriders a Something Wild, de Reencuentro a Risky Business, de Tras la esmeralda perdida a Buscando desesperadamente a Susan, de Lost in America a Mask. The Stepfather bien puede ser la más radical de todas estas películas: el agente vengador de los 50 es derrotado pero no por quienes expresan un proyecto de vida alternativo sino por quienes expresan un moderado aggiornamiento de lo mismo que él quiere. En el plano final, después de tirar la casa de pájaros, que queda caída ante nosotros, vemos en lo profundo del plano cómo la madre y la hija entran a su casa por la puerta que tiene un problema al cerrar. La vida burguesa, con sus márgenes de error, vence al modelo burgués de vida.

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Dos datos innecesarios: The Stepfather tuvo una segunda parte en 1989, que no pude ver, y una remake en 2009, que preferiría no haber visto.
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