La última película que llegó a dirigir King Hu, Painted Skin, puede resultar desconcertante y probablemente sea la menos obra maestra de sus películas, por una serie de razones. Primero, vamos con lo más evidente: quien empieza a ver Painted Skin creyendo que va a ver un wuxia (una de artes marciales) no va a saber de dónde agarrarse. Pero para quien haya visto algunas de las películas más tardías de Hu, como Legend of the Mountain, esto no debería ser una sorpresa; de hecho, Painted Skin tiene varios puntos en común con esta última: ambas comienzan como la historia de un erudito que sabe mucho pero no logra aprobar los exámenes imperiales, una especie de vago refinado, un aficionado poco serio de la cultura, que por azar se cruza un día con una mujer misteriosa, de la cual se enamora inmediatamente. Ese encuentro y ese enamoramiento son la puerta que transportan a este hombre más bien pedestre hacia un mundo mágico, poblado de espíritus, demonios y sacerdotes mágicos. El material de base sobre el que trabajó Hu para esta película, otra vez, fue un antiguo relato tradicional chino.
Pero ahí donde Legend… era un exceso (de duración, de historias cruzadas, de magia y efectos analógicos, de humo), Painted Skin es considerablemente más recatada: apenas una hora y media, nada de deambulares eternos, nada de historias adentro de historias adentro de historias (apenas si tiene un flashback). A esta estructura bastante más clásica (uno duda en pensar si se trató de una búsqueda de Hu o de sus productores) se suman también al principio unas cuantas pinceladas de humor, que tal vez no ayudan a construir la atmósfera sobrenatural que irrumpe de pronto en el relato, pero sí le aportan ligereza. Lo que en Legend… era un discurrir meticuloso, lleno de meandros y variaciones en los tiempos, de tonos entremezclados, en Painted Skin funciona bastante peor: empieza como comedia de época de boludo cachondo, de pronto la joven seductora se arranca la piel de la cara y de un salto nos encontramos en una especie de aquelarre de demonios con caras de máscaras grotescas negras, que uno no termina de entender si se supone que tenían que ser toscas y ridículas o si ese era el máximo al que alcanzaba la tecnología de efectos especiales y el presupuesto a disposición (por ejemplo, solo dos de las máscaras tienen una boca de marioneta que se abre y se cierra cuando el personaje habla, el resto no).



Pero es con la presentación de esas máscaras que la película empieza a demostrar su verdadera naturaleza, y se ratifica poco después cuando el espíritu rememora su vida pasada como cantante de ópera y la vemos brevemente moverse y gesticular sobre un escenario rústico, con la cara cubierta con un maquillaje sólido y de colores saturados: una máscara. De esta forma, Hu explicita los parámetros a partir de los cuales está trabajando: el relato tradicional y la ópera de Pekin, un lenguaje estilizado al extremo. En Painted Skin la máscara revela: al principio parecía que la cosa iba de comedia costumbrista, hasta que el fantasma se saca literalmente la cara y los demonios muestran su ausencia de cara: la máscara. Por más que Hu demuestre cierta fluidez para filmar cachondez y chistes sobre esposas celosas, su cine va por otro lado. Si uno elige leer Painted Skin por el lado de la ligereza, va a ir mal: no tiene la fluidez necesaria y en un punto deja de esforzarse por lograrla.
Sin embargo, hay algo muy interesante en lo que hace Hu en la segunda mitad de la película, cuando abandona al que creíamos que iba a ser el protagonista y decide adentrarse por el deambular de espíritus y monjes mágicos: es en esta segunda mitad donde estalla la puesta en escena y Hu entra en su juego favorito. Es también en esta segunda sección donde aparecen algunas de las acrobacias etéreas a las que nos tenía acostumbrado: no sería muy real hablar de un retorno a las artes marciales, pero vuelven las piruetas voladoras, los personajes que nos pasan por sobre nuestra cabeza por obra y gracia de la edición. Las criaturas de Painted Skin son leves como habían sido leves los luchadores de sus primeras películas, pero acá el espíritu es diferente: casi no hay choques ni enfrentamientos. Simplemente, las criaturas saltan distancias inmensas y se disuelven en el éter. Todo el mecanismo y la habilidad de Hu (que, acá otra vez, también realizó el montaje de la película, además de escribirla y dirigirla) se ponen a disposición de estas criaturas que están a mitad de camino entre los humanos y los demonios: la materia suficiente para necesitar tocar el piso, la levedad suficiente para poder rebotar contra él hasta las alturas.



La puesta en escena de Hu construye un mundo etéreo, mucho más que sus personajes, parlamentos o efectos especiales de pieles extraíbles. A la vuelta de un callejón, en una casa de campo, en cualquier rincón, un tipo bonachón y un tanto tonto puede encontrarse de pronto con una criatura de otro mundo: humanos, dioses, demonios y toda la escala intermedia pueden cruzarse como si nada, interrumpir las historias de otros y atraerlos hacia sus espirales. Cualquiera puede resultar maldito, la perdición cae sin explicaciones y sin escalas. Cuando la pantalla se acerca hacia ese mundo traslúcido, empieza a llenarse de humo, a volverse una película frágil de realidad endemoniada. Y las criaturas se desplazan por el aire.
Viendo las últimas películas de Hu, no puedo evitar preguntarme si tal vez la idea de que King Hu dirigía películas de wuxia no era, en el fondo, un malentendido: por supuesto que había espadachines y bandidos y habilidades legendarias e imposibles de kung fu, pero tal vez la lucha no era más que un motivo, un gesto que entroncaba sus relatos con historias milenarias y, así, nos transportaban a un mundo poblado de habilidades imposibles, de leyes mágicas del movimiento, un mundo en el que esas peleas mágicas tenían bastante menos que ver con la habilidad física concreta de los intérpretes que estaban frente a cámara, y bastante más que ver con las habilidades de King Hu. Montaje, encuadres: el mundo de las historias milenarias chinas era apenas un vehículo para llevarnos a un mundo de cine puro, donde la magia es la puesta en escena.

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