La vidriera irrespetuosa: Dos planos de Christensen, por Marcos Vieytes

Treinta años separan dos escenas similares de Armiño negro (1953) y de Somos? (1982) Christensen era un hombre maduro cuando filmó la primera y moriría diecisiete años después de la segunda. Ambas proyectan el punto de vista de un chico dejando de serlo con transparencia conmovedora. Aún más en la segunda, porque ni el sistema de producción ni las convenciones narrativas son ya las de su propia época. En 1982 Christensen era un acróbata sexagenario que practicaba su triple salto mortal sin red y todo verosímil estallaba por los aires. En una y en otra filma un impulso primario puro: el amor hacia el padre y hacia la madre en la primera adolescencia, acaso última ocasión en que la necesidad de ellos es tanta y es tal que sólo puede ser expresada como deseo incluso físico de unión con ellos. La inocencia del tabú no pudo ser mejor filmada que por los más zafados directores (Armando y la Coca le añadirían –o lo cubrirían de- trascendencia cristiana).

En la primera de las dos escenas, la madre de Armiño negro baja al salón de su casa suministrando información a un tercero que afecta traumáticamente al hijo. En Somos? será el padre quien hable de él con su joven esposa. En las dos, un sillón oculta la presencia del chico a los progenitores pero no a nosotros, que así regresamos a la escena infantil en la que fingíamos dormir para escuchar lo que nuestros padres decían. La información puntual, más o menos banal como todo secreto, participa del misterio que la disposición del niño le confiere. El dispositivo escenográfico de ocultamiento es más verdadero cuanto menos físicamente creíble. El plano general de Armiño negro oculta mejor el cuerpo del chico. La escena de Somos?, en cambio, es filmada con una cercanía ridículamente intolerable, cuatro minutos de duración y varios cortes. La obscenidad nunca deja de ser también un criterio espacial.

La fragilidad de la construcción de eso que da en llamarse adultez, o de la Persona como máscara que acaba sustituyendo al rostro, armadura que se apodera de la piel, reaparece en ambas escenas. Puede que el melodrama sea eso que despliega la vulnerabilidad inicial y nos permite recuperar o mantener en primer plano el corazón informe del ser, tan deseable cuanto peligroso. Almodóvar lo pone en escena magníficamente en La flor de mi secreto: la protagonista se ha tomado un frasco de pastillas después de romper con su marido y un llamado telefónico la rescata de la inconsciencia, que es un fade in. Una voz telefónica en el contestador ilumina gradualmente la negrura total de la pantalla y Marisa Paredes, mujer de ya cincuenta años, sólo es capaz de balbucear entrecortadamente la palabra primera –“Ma-má”- antes de salir despedida de la cama y volver a la vida tras vomitar.

Los chicos de Christensen, especialmente el primero, no gozan de tal suerte. El de Armiño negro, incapaz de soportar la revelación del trabajo sexual de la madre, concibe la muerte como consumación del vínculo indisociable que los une. El de Somos? sobrevive a la incomprensión que el padre le profesa, distancia probable e involuntariamente salvadora, si es que algo puede establecerse como cierto en una ficción cuyo realismo integra a los vivos y los muertos. La secuencia de Armiño Negro se abre con un plano general del salón de una casa acomodada de Lima. Cómo sucede siempre en las películas de Christensen, el plano es construcción fílmica llena de elementos entre los cuales uno puede perderse tanto como atrincherarse. El chico está sentado en uno de los extremos del largo sillón que ocupa la planta baja del salón y la franja inferior del plano. La madre se asoma desde la planta alta, emite una orden para la mucama que acaba de pasar -correa de transmisión cortada entre ambos miembros de la familia- y un travelling de acercamiento borra gradualmente el contexto hasta cerrar sobre un primer plano del chico alterado por las implicaciones de la información. Ni la madre pudo notar su presencia dadas las posiciones que ocupan y los obstáculos que hay entre ellos ni los espectadores tener dudas al respecto. No sólo debido al cercenamiento visual del travelling que además nos adhiere al conflicto interior del chico, sino a la breve duración del plano secuencia. Nada altera el verosímil mobiliario y temporal de una película cuyo guión y puesta en escena están más cerca del realismo burgués incluso que del melodrama.

La escena en cuestión de Somos?, en cambio, está presidida por la idea del ridículo. El que lo pronuncia de forma despectiva es el personaje del padre, que descalifica al hijo de ese modo en la primera línea de diálogo que oímos ni bien queda establecido el plano espacial, el pequeñísimo y vacío salón para beber de un hotel de Barrio Norte. También la película ha sido despectivamente acusada de ridícula, lo que ubica automáticamente a los acusadores en el lugar del padre. Sin embargo, la concepción del ridículo que Somos? asume para sí opone su vitalidad a la pretensión paterna de autoridad y de tradición que no tiene en la más mínima cuenta el deseo de los otros, sobre todo el de los jóvenes. El padre quiere que el hijo se inicie sexualmente de una determinada manera, en un prostíbulo si hiciera falta. Ahí tenemos uno de los ridículos más fértiles y descontrolados de la película: los desajustes temporales de su imaginario. Es imposible no pensar que en esa película de 1982, que en ese padre de unos cuarenta años y en su voluntad para con el hijo de unos quince o dieciséis puedan estar presentes el padre de Christensen y Christensen mismo respectivamente o lo que en la juventud de Christensen era una imposición mucho más habitual que en la del presente de la película, filmada un año antes del “destape” sin ir más lejos.

Lo que parece estar filmando Christensen en Somos? es Cambalache (ya había filmado Gricel en 16 años, Uno en Los pulpos, y condujo una audición radial de tango) sin la debilidad mayor de esa letra, su quejosa tonalidad. Lo que Christensen toma del tango de Discépolo es la unión de elementos absolutamente heterogéneos. Al atenuar la voluntad de denuncia moral, hace de la mezcla formal su blasón creativo. El ridículo que emerge de la película es el de del orden cultural rígido que Christensen había conocido en su juventud y su desajuste temporal con el presente. También es el que surge del contraste entre Recoleta y prácticamente el resto del mundo o más bien de América. Si el ridículo de Somos? también funciona como critica pero más bien como ironía es porque el Cambalache de Discépolo está puesto en escena en el lugar que se supone más ordenado y que más representaba geográficamente al sistema de dominación en la Argentina. Todo este cambalache se da cita en el sector más elitista de nuestro país. Cultor del desorden liberador en las secuencias de carnaval, de fiesta, o de sueño y pesadilla así como en los sets atiborrados de objetos artísticos dispares de sus películas clásicas en las que transformaba esas especies de museos privados en junglas, Somos? le permite extender dichas secuencias a toda la película.

La disposición espacial de las dos escenas en cuestión tiene a un chico sentado en primer plano y a un adulto parado detrás que altera fundamentalmente al primero. Sus posiciones me recuerdan a las de la cabina de proyección y la platea de butacas en la sala. Alguien o algo arrojan estímulos incontrolables sobre nosotros desde lo alto. El lugar de la pantalla, contracampo invisibilizado en ambas ocasiones por Christensen, es pasaje, espejo o cámara Gesell. ¿Qué Dios acecha detrás de esa vidriera irrespetuosa? Lo deseable y lo temible como formas de lo inconcebible revelado por el cine.

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