De pocas cosas estoy tan seguro como de que Paul Thomas Anderson es un genio. No tengo argumentos sólidos, pero tampoco tengo dudas. Probablemente sus películas puedan resultar desconcertantes para quien las mira por primera vez, pero quien se encuentra dentro de la cofradía PTA lo sabe como un axioma evidente: cada nueva película es un descubrimiento, y promete cine.
Se me ocurre que esa evidencia de su genialidad puede resultar difícil de defender en la medida en la que su cine suele ser grumoso, tal vez un poco áspero, muy poco lineal. Puede haber mucho virtuosismo en una película de Paul Thomas Anderson, pero ni su puesta en escena ni sus personajes ni sus historias están construidas para llamar la atención, para gritar destreza y gravedad. A diferencia de lo que pasa, por ejemplo, con un mastodonte como Christopher Nolan, que a cada paso anuncia su propia importancia y reclama pedestal, PTA no persigue prestigio ni busca decir cosas correctas: su compromiso, siempre y en cada caso de forma diferente, es con la propia película que está forjando. Ha sabido ser grave, ser político y decir la Historia, pero también filma con no menos convicción cosas como Embriagado de amor y Licorice Pizza: colores pop y amor juvenil, hasta porno. La seriedad en el cine de Anderson no funciona como resaltador para que el espectador entienda que está diciendo cosas importantes, sino que surge pura y exclusivamente del compromiso con su película. Su nombre figura en las listas de grandes directores, porque filma cosas únicas, porque su genio es innegable, porque es fácil elegir sus costados serios para teñirlos de Arte y el resto barrerlo abajo de la alfombra. Pero su cine no es eso, y Una batalla tras otra lo confirma una vez más.

Al pensar en la figura de PTA, no puedo menos que recordar a otro director casi imposible de clasificar: Jean Renoir. Durante años, mientras me iniciaba (de forma más formal, digamos) en la cinefilia, me cansé de leer entrevista y textos que hablaban de Jean Renoir como el mejor director de la historia. Un director escurridizo, complicado, irresponsable, que filmó un collar infinito de obras maestras pero ninguna Gran Película que Marcó la Historia del Cine, ningún gran éxito de taquilla, ningún antes y después en su arte: el cine se puede explicar sin Jean Renoir, que no cambió nada, no descubrió nada, no llegó antes que nadie ni llevó a su paroxismo ningún aspecto del cine. En cambio, hacía algo que muy pocos pueden hacer: insuflar vitalidad en sus imágenes. Tiene películas mejores y películas peores, como cualquiera, incluso en alguna debe haberla pifiado, pero no creo que del todo porque su arte no era el de acertar, el de brillar, el de descubrir o deslumbrar, sino algo mucho más indefinible: ahí donde el cine no es Arte sino vida. Incluso un mediometraje que ni siquiera pudo terminar de filmar puede considerarse con razón una de las mejores cosas jamás filmadas.

Con Paul Thomas Anderson pasa algo parecido: no podría pifiarla porque está jugando a otra cosa. Quien vaya a ver Una batalla tras otra esperando ver una de intriga, no va a encontrar eso; quien quiera leer claros mensajes políticos, no va a encontrar eso; quien busque comedia y acción, lo va a encontrar de forma problemática; quien busque una obra maestra, no va a encontrar eso. Ahí está toda la grandeza de UBTO: no cabe duda de que pocos directores hoy tienen semejante control y maestría sobre la puesta en escena, PTA ya lo demostró sobradas veces. Pero, así y todo, decide filmar UBTO, una película deforme, que va y viene por una cosa y la siguiente, que salta de tonos sin lograr ligarlos o amalgamarlos, sin buscar la continuidad o la unidad redentora, que juega al grotesco y a la sutileza, que traza anclas con el presente y al mismo tiempo se entrega al delirio, que dice cosas y las borra con el codo, que pasa del faso a la merca y de vuelta al faso, que por momentos juega a ser Inherent Vice (qué obra maestra) y al siguiente nos deja con moraleja esperanzadora, que abre más de lo que resuelve, y que se entrega únicamente a sus personajes: pocas criaturas más raras y más vivas que los personajes de Paul Thomas Anderson, ese maestro de la puesta en escena, ese gran director de actores.
Y así y todo, UBTO, esa película que se entrega a caminos imposibles, pero no porque no sepa encontrar su rumbo sino porque elige un territorio sin mapas, consigue entregarnos al menos dos secuencias que son de lo mejor que se ha filmado en cine: la persecución final por las dunas del desierto es maestría pura y dura, puesta en escena en su máxima potencia; también, la batalla campal en el pueblo de inmigrantes, con la policía tirando gas lacrimógeno, Benicio del Toro con el puño arriba, los pasadizos y puertas más improbables y Leonardo DiCaprio corriendo por los techos (y cayendo como bolsa de papas) es de una precisión, de una imaginación y de una complejidad como creo que nunca habíamos visto antes en el cine de PTA. El hijo de puta sigue buscando y explorando.
Es imposible no sentirse un poco insatisfecho con Una batalla tras otra: no hay forma de agarrarla. Por suerte, PTA ya filmó sus películas más serias (Petróleo sangriento), sus películas más llamativas (Magnolia), y también sus películas más cohesivas y sólidas (The Master, El hilo fantasma). Acá está haciendo otra cosa: se lanzó a no filmar una obra maestra, y esa es su mayor virtud.
