En el comienzo de La niebla, minutos antes de la medianoche, un viejo hombre de mar le cuenta una historia al grupo de niños que lo escuchan alrededor del fuego, en una playa, completamente entregados al hechizo del relato. La elección del tono y el uso de las pausas honran su nombre: Machen, como el autor de “La gente blanca” y “El gran Dios Pan”. La historia no es una entre otras: es la tragedia que está en el origen de Antonio Bay, el pueblo en el que la película transcurre y que al día siguiente celebra sus primeros cien años. Reducida a información (asesinada) dice así: un barco chico, el Elizabeth Dane, se perdió en la niebla, los tripulantes vieron una luz en la costa, se dirigieron hacia ella pensando que iba a salvarlos pero no era un faro sino una hoguera como la que ahora reúne al marinero y a los niños, el barco se estrelló contra las rocas, todos los tripulantes murieron. Carpenter utiliza once planos: cinco para el narrador, cinco para el auditorio y uno de conjunto, con el fuego en el centro. El más destacado es el que corresponde al desenlace de la historia (no del relato, que sigue un poco más): un travelling lento y envolvente hacia un niño al que luego podremos identificar como el hijo de Adrienne Barbeau, dueña de la emisora radial del pueblo. Sobre su gesto de arrobo en primer plano, escuchamos: “En el fondo del mar quedó el Elizabeth Dane con su tripulación, los pulmones llenos de agua salada, los ojos abiertos mirando la oscuridad; y arriba, tan rápido como llegó, la niebla se alzó, se retiró a través del océano y no volvió nunca”.
La historia del Capitán es una de las tres versiones que ofrece la película sobre el origen de Antonio Bay. La versión oficial es la que escuchamos en la fiesta del centenario, como repaso de algo ya bien conocido, en una puesta en escena contraria a la del comienzo: en lugar de un hombre con experiencia (por viejo, por viajado), el que habla es un representante municipal, y en lugar de unos niños encantados por el talento del narrador los que escuchan son adultos distribuidos en gradas, partícipes serios de una ceremonia que incluye el discurso oficial, la inauguración de una estatua y una procesión de velas. En su repaso veloz, el locutor refiere el naufragio, lo califica de tragedia y lo redime concluyendo que fue el catalizador que unió a la gente para dar origen a Antonio Bay; poco después, la intendenta (Janet Leigh) concluye los discursos no con una advertencia de cuento de terror (“Pero cuentan los pescadores, y sus padres y sus abuelos, que cuando la niebla regrese a Antonio Bay los hombres en el fondo del mar se levantarán y buscarán la hoguera que los condujo a su oscura y helada muerte”) sino con un agradecimiento a los que fundaron el pueblo y un llamado a honrar su memoria trabajando en pos del progreso. La versión oficial no pasa de boca en boca como la del Capitán sino que se transmite por caminos institucionales; su objetivo no es el asombro sino la identidad.
La tercera versión, que la película presenta como verdadera (como atrozmente verdadera), está contenida en el diario que el cura Malone, bisabuelo del cura en funciones, guardó tras una pared de la iglesia y permaneció oculto durante un siglo, hasta hacerse presente de pronto como parte de un conjunto de sucesos extraños que ocurren a partir de la medianoche, ya en el día del centenario (temblores, monedas de oro que se convierten en madera, maderas que cambian su inscripción). El diario revela que Antonio Bay se levanta sobre un crimen: los marineros muertos eran leprosos liderados por un tal Blake, hombre rico, también de nombre literario, que pidió permiso a Malone para instalarse con los demás enfermos a un kilómetro y medio de lo que todavía era un asentamiento informal. El cura y otros cinco conspiradores vieron una oportunidad de progreso: encendieron una hoguera engañosa y, ayudados por una “niebla sobrenatural” (unearthly), asesinaron a Blake y sus compañeros para quedarse con el oro, construir la iglesia y convertir la comunidad en un pueblo con todas las de la ley.

Las dos últimas versiones -la oficial, la escondida- se oponen fácilmente entre sí. Un minuto antes de que el cura le lea el diario de Malone, la intendenta le comenta a su secretaria: “Deberíamos estar orgullosos de nuestro pasado”; después de la lectura, ignorando las revelaciones, o bien porque no cree en ellas (“Su abuelo era hábil con las palabras”, comenta la secretaria), o bien porque asume que la cohesión social es un bien superior a la verdad, reitera lo mismo ante el pueblo de Antonio Bay. El cura, por su parte, concluye: “La fiesta de hoy es una farsa, estamos honrando a unos asesinos”. La película permite leer políticamente esta contraposición entre historia oficial e historia oculta y, a partir de ella, establecer, sin demasiados esfuerzos, una relación entre Antonio Bay y Estados Unidos, cuyos relatos oficiales esconden los crímenes en paredes que ellos mismos inventan. Pero a Carpenter no le alcanza el revisionismo, ni siquiera creyendo en él, porque lo que está en juego en La niebla no es solo la información contenida en los relatos sino el hecho mismo de narrar. De ahí que la escena de apertura tenga una naturaleza distinta a todas las otras, sobre todo a las que comparten su condición metanarrativa. Basta atender a la puesta en escena. La historia oficial está contada al pasar, como repaso de información. La historia de Malone, en montaje paralelo con la inspección de un barco por parte de Tom Atkins y Jamie Lee Curtis, que incluye a su vez otra breve historia, narrada por el hombre con tono confesional, acerca de un bergantín vacío y un misterioso doblón de oro. La historia del capitán merece atención, tiene continuidad y se sostiene en sí misma, como espectáculo. No es una historia de origen ni una confesión: es una historia para asustar a los niños. Una historia contada por el placer de contar, como escribe Pasolini en la despedida de Los cuentos de Canterbury.
Por estos motivos, la versión del capitán obliga a las otras a comparecer ante ella. En tanto historia es derivativa: toma la tragedia de origen y la llena de misterio. En tanto relato es instituyente: su fortaleza estética subordina a todas las demás. Machen cuenta porque hay tiempo todavía antes de las doce. Cuenta, dice, “para mantenernos abrigados”. De esta manera, Carpenter solapa su figura no con la del cura que descubre el diario sino con la del narrador en la orilla, y por lo tanto nuestra posición no con la de los adultos sino con la de los niños. La escena es una cápsula mítica. Una imagen atávica de la narración. El capitán Machen es Scherezada, el viejo marinero de Coleridge, un aedo, un griot, un benshi, la Lilian Gish de La noche del cazador. Y La niebla, claro, es el ars poetica de Carpenter. La razón estética por la cual se muestra reacio a hablar de aquello que sus propias películas incluyen cuando quienes le hablan de ellas se ponen demasiado serios o descuidan la figura del capitán para atender a las otras, que le están subordinadas. La Verdad, la Historia y sus vínculos complejos no existen por fuera de aquello que les da lugar. Dependen también ellas, con sus mayúsculas, del cumplimiento de una hechicería. Que es como decir: el cine hace a lo demás posible. Es necesario honrarlo, en alguna de sus formas, para que la moneda no desaparezca de los bolsillos.