Plebeyo (sobre Casino), por José Miccio

En uno de sus parlamentos en off, bien al comienzo de Casino, el gángster zarpado Nicky Santoro (Joe Pesci) dice: “Esa fue la última vez que unos tipos de la calle como nosotros llegaron a tener algo tan valioso”. Habla de un casino y de Las Vegas en su totalidad. Es decir, del Paraíso, que es como llama al tiempo en el que tanto él como su amigo Sam “Ace” Rothstein (Robert De Niro) pensaron que tenían algo más que la concesión de un poder con fecha de vencimiento. La caída es el motivo argumental más persistente en la filmografía de Scorsese. Puede seguir al ascenso (Buenos muchachos, Toro Salvaje, El lobo de Wall Street), empezar a horadar pronto lo que parece firme (Casino) o haber concluido ya, para que el ciclo empiece de nuevo (El color del dinero). Pero es difícil que no deje su marca. La caída de Ace, Nicky y la mafia old style -sustituida en los 80 por la especulación bursátil como banca en las sombras y presentada por Scorsese como un grupo de viejos brutos que parecen posar anticipadamente para el álbum fotográfico de su propia historia– permite hablar de Casino como de un réquiem por un modo específico del crimen organizado. Como si dijéramos: Casino trata de la última vez en la gloria de los que se formaron en la mafia del barrio y treparon hasta un mundo de negocios multimillonarios que dejaba en evidencia los modales aprendidos para sobrevivir y destacarse en la calle, el lugar donde se pagan los pecados, según decía Harvey Keitel en Calles salvajes.

El argumento y la retórica religiosa son comunes en Scorsese. Y también el capitalismo. En El lobo de Wall Street, el mercado financiero existe para quedarse con la plata de los inversores. En Casino, Las Vegas existe para quedarse con la plata de los apostadores. En Buenos muchachos, la mafia existe para quedarse con la plata de quien sea, y los códigos de fidelidad y cuidado son historias para la gilada. (Como le dice el juez Falcone a su testigo estrella en un momento genial de Il traditore, la última de Bellocchio: no me vengas con el cuento de que la vieja mafia tenía ética y la nueva no). Scorsese cree en América. Pero narra sus sueños desde detrás del cortinado que separa el mundo del confort y los placeres del mundo que genera el dinero que los permite. Hay muy a menudo un viaje a la cocina (en sentido literal y figurado) de los negocios en sus películas. El plano secuencia de Buenos muchachos que conduce a Ray Liotta y a Lorraine Bracco de la calle a la mesa del Copacabana, y que registra todo el trabajo que se pone en juego para que puedan tomar un trago, hacerse notar y escuchar una canción, es seguramente el ejemplo más famoso. Pero el más impresionante está en esta película. Es esa secuencia de siete planos y poco más de tres minutos, situada bien al comienzo, que arranca afuera del casino, de noche, con el brillo del neón y los autos de lujo, sigue en las mesas de cartas y ruleta y termina detrás de escena, primero con la máquina que recibe y acomoda el dinero que los apostadores pierden en el salón y luego con el tipo que se lleva una parte para hacerla circular, y que sale del casino con luz de sol. Además de tener un marco vigoroso por el juego temporal (noche-día) y espacial (entramos con Rothstein, salimos con el tipo de la valija, que en el camino se cruza a Rothstein), la secuencia es también un viaje desde los colores más rutilantes hasta el blanco más aséptico, como si la oficina donde se cuenta y organiza la guita se tratara menos de un banco que de un quirófano. O de una iglesia. La habitación sagrada. El Sancta Sactorum, como dice el mismo Rothstein, poniendo otra vez en relación el lenguaje religioso con el dinero.

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Scorsese tiene en Thelma Schoonmaker a una montajista a la que él mismo no dudaría en llamar coautora de sus películas. No hay vínculo de movimiento, color o ritmo que se les escape. Pueden ser delicados o ríspidos, y sobre todo pueden derivar de un conjunto de planos ortodoxamente empalmados un nervio que otros necesitan señalar con disrrupciones. No es tanto la velocidad del corte como el instante en que interrumpen el movimiento lo que genera ese modo frenético de desenvolverse que tienen algunas de sus películas. En Casino hay un brillante montaje analítico, especialmente en la primera hora. Tiene que ver en parte con el racionalismo de Rothstein, un tipo que, según Nicky, no apuesta como cualquiera sino como un fuckin neurocirujano. Rothstein es una máquina de generar plata porque es el único que tiene un control absoluto sobre sí mismo. Mientras que algunos –como Belfort en El Lobo de Wall Street o el mismo Nicky acá– son líbidos desatadas, Rothstein procesa la información como una computadora. Tiene un talento especial para ver los signos que nadie más ve: cómo de cansado está un caballo, cuánto durmió un bateador, a qué velocidad sopla el viento en un partido de fútbol americano, qué rebote dan las maderas de cada cancha de básquet. Es ideal para los capos de la mafia. Y no es italiano: es judío. Scorsese tiene muy en cuenta estas cosas porque sabe lo que pesan las familias y las identidades del barrio. Ser judío es un dato decisivo, así como ser polaco, italiano o irlandés. El mundo tribal de Pandillas de Nueva York está apuntado en casi todas sus películas. Es un modo primitivo de entender las cosas, pero no tiene que ver tanto con la sangre como con la calle. Para sobrevivir y crecer en el barrio hay que saber decir nosotros. Después, te podés juntar con este o con aquel, hacer amigos, tener una familia nueva. Pero incluso si entrás en la dinámica de la guita grande, que solo sabe decir yo (la mafia no tiene códigos: tiene ganancias), no te podés olvidar de dónde venís. Es lo que no entiende Rothstein, que piensa que puede tener su casino, su show televisivo, una esposa interpretada por Sharon Stone y una vida que no recuerda su origen solo por su razón y su mérito. En una palabra: cree que puede tener el control. Y entonces, claro, todo lo que le importa (el casino, el estatus, la mujer) se cae a pedazos, y finalizado el recreo el barrio retorna para devolverlo a su lugar, como salvación y castigo.

Una cuestión importante es la del decoro. A Scorsese le gustan los personajes que tienen pegado el barrio, y que al acceder a determinado nivel se encuentran de nuevo con ese origen. Para las esposas de los gángsters de Buenos muchachos esto no representa ningún inconveniente: se maquillan y visten mal, como nuevas ricas, pero tienen un encanto que ninguna otra mujer tiene (basta pensar en la amante de Ray Liotta, más informada y más gris). En cambio, para los hombres el origen es un dato fundamental en las relaciones de poder (porque determina un estilo o unos límites, por ejemplo) y por eso está en condiciones de decidir sus destinos. En la misma Buenos muchachos, el personaje de Robert De Niro tiene vedado su acceso a la cumbre por tener sangre irlandesa, y el de Joe Pesci lleva como una sombra su trabajo de pibe como lustrabotas, a tal punto que ya convertido en delincuente de alto rango asesina a un jefe que lo manda a buscar el cepillo y la pomada. En Casino, el contador que envían los capos para que controle la guita del juego anota todo en una libreta, como si los negocios millonarios pudieran tratarse igual que los fiados del almacén, y Nicky es un sacado que se mueve en Las Vegas como si fuera el Lejano Oeste. Rothstein ocupa el lugar exactamente opuesto al de las mujeres de Buenos muchachos y al de su colega narrador en Casino: es absolutamente consciente de todo lo que implica el barrio y de la importancia de la imagen, de ahí que en cierto momento haga un programa de televisión y trate de fortalecerse así ante sus enemigos y la justicia. La respetabilidad es lo que más desea. Por eso a medida que avanza en su camino se aleja de Nicky, que no tiene ningún conflicto de identidad. Pero –y este es el punto- lo que lo distingue de los brutos no es menos que lo que lo distingue de los finos. Rothstein está en el medio, como encerrado entre un origen que lo avergüenza y que Nicky le recuerda permanentemente y un lugar social que desea pero al que no pertenece y al que no lo dejarán pertenecer. Se puede ser grasa y estar ahí arriba, como el tipo de botas y sombrero texano que interviene para removerlo del casino. Lo que no se puede es ser judío, neoyorquino y testaferro y conseguir el respeto que se quiere.

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Es posible que Scorsese esté tan fascinado con estas historias de ascenso social porque son de algún modo la suya: un tipo que llegó bien arriba en Hollywood saliendo de bien abajo en Little Italy. Hay una potencia analógica en Casino que es propia de toda historia que disecciona con agudeza el funcionamiento de una institución, y que algunas pistas distribuidas acá y allá conducen al cine (lo mismo pasa en la reciente Ford vs. Ferrari). En un momento, Rothstein dice que Las Vegas se trata de cómo vender sueños a cambio de dinero. Es difícil pensar que a Scorsese no se le pasó por la cabeza que Hollywood no es tan distinto. Incluso la transformación de los casinos en parques temáticos al estilo Disney permite sospechar un vínculo entre el cine de los 70 y el que empezará a cocinarse en la década siguiente. Y así como Rothstein acepta la dirección del casino con la condición de que lo dejen hacer las cosas a su manera, hay directores que pueden (o creen que pueden) domar al monstruo e imponerse a quienes financian sus películas. En este sentido, Casino es una fábula sobre el Nuevo Hollywood filmada unos quince años después de su crisis por uno de sus cineastas fundamentales. El comité gana. El director pierde. Otra caída. Pero claro, hay un detalle: la grandeza de Casino y lo que sucede en los casi veinticinco años que conectan su estreno con este 2019 que ya termina dicen que la fábula exige una vuelta más. Porque Scorsese no dejó Las Vegas. Scorsese supo quedarse adentro. Es el único de los directores-estrella de los años 70 que todavía hoy ocupa un lugar central en Hollywood. Cimino no filmó nada en sus últimos veinte años de vida. De Palma yira por Europa. Friedkin y Bogdanovich trabajan muy de vez en cuando. Coppola vaya uno a saber en qué anda. Scorsese no detuvo jamás su marcha, acaba de estrenar una película de tres horas y media producida por Netflix y ya debe estar preparando los agradecimientos para todos los premios que va a recibir en los próximos meses. Por seguir con las analogías: consiguió la licencia que le negaron a Rothstein. Mantuvo en pie su casino. ¿Tuvo que ceder para quedarse ahí? Un poco. Pero también aprovechó el poder que su permanencia en la industria le dio para filmar El lobo de Wall Street, una de las películas más libres del Hollywood de las últimas décadas. Y sobre todo: nunca aceptó pulir su cine de todos esos elementos chirriantes que le aseguran un núcleo de resistencia contra la respetabilidad (que su Rothstein tanto desea). Basta pensar en El aviador, ese Scorsese controlado, apto para más público, en la que Howard Hughes se sienta a la mesa de Katherine Hepburn y su familia de millonarios progresistas, los escucha unos minutos y se va al carajo, harto de su catecismo y su lenguaje asquerosamente limpio e hipócrita. La escena es parte de una serie que atraviesa toda la filmografía de Scorsese, y que cambia de sentido según los personajes y las circunstancias pero gira siempre alrededor del mismo vínculo: un orden y un sujeto que no encaja, porque no entiende, porque no está en condiciones de pertenecer o por la razón que sea. Travis sentado frente a su ángel en Taxi Driver. La condesa Olenska sentada frente al mundo horrible y ultracodificado de la vieja Nueva York en La edad de la inocencia. Jordan Belfort sentado frente al banquero suizo en El lobo de Wall Street. Scorsese es el más sofisticado y el más plebeyo de los cineastas. Contra la narración burocrática de la industria, una cornucopia de colores, figuras de montaje, ralentis, canciones, escenas y secuencias de antología y extravagancias felices como la subjetiva de nariz de Casino. Contra su domesticación por la Cultura, los modales del barrio. De este doble juego saca la fuerza su cine.

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