Junto a Casino y Buenos muchachos, El lobo de Wall Street conforma una trilogía de la promoción social. Las tres películas tienen varias cosas en común. Voz en off, entre dos horas y media y tres horas de duración, protagonista que crece desde abajo en un mundo de chanchullos, masculinidad, diversión, droga y cinismo, y botoneada final para salvar el pellejo (ofrecida pero no aceptada en Casino). Di Caprio está genial en la piel de Jordan Belfort, maestro de ceremonias, bróker garca y talentoso y partero de la codicia. La escena en la que sacado de pastillas vencidas se arrastra hasta su auto último modelo es una pequeña obra maestra en sí misma, y el modo en que el humor crece hasta aturdirse en un Jonah Hill a punto de ahogarse con una feta de fiambre es un momento Scorsese de primer nivel, de esos que solo él puso en escena. La fiesta de guita, sexo y falopa es tan atractiva que los partidarios de la distancia justa y demás fábulas de control no dudaron en sostener que la película la aplaude o propicia. Pero Scorsese es un cineasta demasiado fino (y demasiado grueso) como para hacer semejante tontería. El juego que propone es más perverso y hermoso: vuelve tentador un mundo de mierda y distribuye lugares más o menos inseguros desde los cuales mirarlo.
El más importante y firme es el del agente del FBI que viaja en subte todos los días y ofrece en segundo plano una vida de honestidad y sacrificio como alternativa a las máquinas de autosatisfacerse que son Belfort y sus pollitos. Denham (así se llama) usa ropa común, gana unos pocos miles de dólares al año y se mueve con calma, en un ritmo que no es el de la película. En la primera entrevista con Belfort, en el yate con helicóptero (“Si tu barco es digno de un villano de Bond, tenés que actuar como tal”), la bandera de Estados Unidos aparece a sus espaldas quieta, ondeando un poco y completamente extendida, más allá del viento y la continuidad, como expresión de unos fundamentos cuya fortaleza mítica y debilidad histórica el cine yanqui puso siempre en escena, y que obviamente están del lado de los que viven en el llano y trabajan en favor del bien común. Belfort conoce este catecismo laico (seguramente también a él le tocó dar una lección en la escuela sobre George Washington, como al hijo de Pesci en Casino). Por eso, cuando quiere quedar como un ciudadano sensible, habla de los trabajadores, los maestros, los bomberos y los agentes del FBI como Denham, que sostienen a América sobre sus hombros humildes, y a quienes por supuesto desprecia. En esto, no es diferente del Ray Liotta de Buenos muchachos, que viene de más abajo que Belfort (una casa de laburantes en Little Italy contra una casa de contadores en Queens) y dice desde el off: “Toda esa buena gente que trabajaba por un sueldo de mierda, que tomaba el subte a diario y se preocupaba por los impuestos estaba muerta, eran estúpidos, no tenían pelotas”.
En esta conversación en el yate, llena de planos y contraplanos perfectos y no siempre pegados de la manera más prolija (hay mucho que aprender de cosas como esta), se negocia el punto de vista. Belfort es un garca. Denham un hombre honesto. ¿Dónde nos pone la película? En el tobogán más alto y tortuoso de una pileta gigante, para que caigamos durante tres horas a puro grito de fiesta y temor, como merqueados por el montaje y el desborde de cada escena. “Era como inyectarse adrenalina” dice Belfort sobre sus primeros días en Wall Street. La película de Scorsese es eso mismo. Un trip en el que el dinero, las drogas y el sexo gobiernan todo y se solapan una y otra vez, como bien muestra esta serie: Belfort esnifa con un billete de cien dólares, esparce merca por el cuerpo de las mujeres y dice de la que se convertirá en su segunda esposa: “Su concha era como heroína”.
En la revista Forbes (que es la que pone en contacto a Belfort y a Denham) todo da asco. En El lobo de Wall Street también, pero no solamente. Porque claro: resulta que Scorsese pone en escena la vida de los especuladores que cagan a cualquiera que se cruce en el camino de la guita como una vida tan ridícula como tentadora. Ridícula porque (como Showgirls, que tiene mucho en común con esta película) está llena de hipérboles paródicas, del lanzamiento de enanos a las orgías, pasando por la serpiente que tiene un bróker enroscada en su cuello y la vela en el culo que ostenta Di Caprio en un momento genial. (Scorsese aprovecha todo esto menos para distanciarse de sus personajes que para poner en contraste el mal gusto vital de los yanquis brutos, que no tienen idea de quiénes son Ahab y Moby Dick, y que para entender una analogía literaria necesitan que les hablen de Charlie y la fábrica de chocolate, con la elegancia idiota del banquero suizo interpretado por Jean Dujardin). Y tentadora no por sus valores infames, ni por uno o varios contenidos (el dinero, la merca, la ropa, los chicos, las chicas, los yates), sino por algo más importante, relacionado justamente con la adrenalina: un ritmo, una intensidad o un vértigo. Todo sucede como si Scorsese nos invitara, en medio de semejante viaje, a preguntarnos, ganosos: ¿cómo será vivir al palo? Durante la película uno puede querer soltar la mano de Denham y ponerse así, entre duro y amoral, en el mismo sentido en que podemos tener ganas de tirar inodoros por la ventana entusiasmados por las historias clásicas del estrellato rockero o armar nuestra propia banda según el modelo del cine de gángsters de los años 30, que tan importante es para Scorsese.
(En su A Personal Journey Through American Cinema, Scorsese señala, con imágenes de Scarface, que el cine de gángsters presentaba un mundo fuera de la ley atractivo, y con imágenes de The Roaring Twenties, que ofrecía una versión caricaturesca del sueño americano. Atracción y caricatura: las dos cosas se encuentran en sus propias películas de ascenso social por caminos ilegales).
Todo esto no convierte a El lobo de Wall Street en una propaganda de aquello que su argumento cuestiona sino en un universo de plenitud cinematográfica. O lo que es lo mismo: en un universo que no puede medirse con el repertorio conceptual que manejamos en la vida. En un momento, el padre de Belfort le dice a su hijo que los gastos de la empresa (en fiestas, en comida, en sexo) son obscenos. La voz en off de Belfort continuá: “Era obsceno… en el mundo real. ¿Y quién quiere vivir ahí?” La frase sintetiza el desprecio que siente por Deham, por los hombres y mujeres que viajan con él en subte y por nosotros mismos, que podríamos estar en ese mismo vagón. Pero también define el lugar que Scorsese aprovecha para narrar su historia. Ahí, en ese corte que Belfort establece entre el reviente y el mundo real, todos los juegos son posibles. Por ejemplo, gozar de lo que nuestras convicciones rechazan, desear el mal, guardar en la memoria la gracia friki con la que baila Di Caprio para imitarlo malamente en la próxima fiesta que nos toque. El presupuesto de toda ficción (o mejor: de toda ficción que no se avergüence de sí misma) es que los espectadores tenemos bien aprendidos los criterios que regulan nuestra vida social, y por lo tanto podemos suspenderlos, jugar con ellos, ponerlos a prueba o cuestionarlos tibia o radicalmente sin que eso signifique que una vez fuera del cine (o del libro, o lo que sea) caigamos en brazos de la anomia. Y si el riesgo existiera, bueno: habría que correrlo. Porque -y esta es la gran enseñanza de Scorsese- el cine no exige distancias justas. El cine exige irresponsabilidad.
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