Conversaciones con Joseph L. Mankiewicz

Selección, compaginación y transcripción: Marcos Vieytes.

¿Usted estudió lo mismo que su padre?

Me enamoré de la literatura y en particular del teatro. Tengo que contarle una historia, porque es un ejemplo perfecto de la ilusión juvenil que se rompe como un jarrón de porcelana. El profesor Erskine, que me enseñaba literatura inglesa en la Universidad de Columbia, me llamó el día que recibí mi diploma. Todavía llevaba puesta la toga y el sombrero en la cabeza… Me dijo: “Escuche, Joe. Creemos que tiene capacidad de escritor, y queremos que regrese a Columbia. Su padre piensa que sería bueno que fuera algún tiempo a la Universidad de Berlín para estudiar el teatro alemán, Schiller, Goethe, Lessing, luego a la Sorbona para estudiar a Racine y Corneille, y finalmente a Oxford para la literatura inglesa. Allí obtendrá un master, y volverá a enseñar aquí”. Era su plan, un verdadero complot. Y añadió: “La razón por la que lo he llamado es porque sabemos que su hermano Herman ya está en Hollywood y debe darnos su palabra de honor de que nunca irá allí. Es lo único que no queremos que haga”. Lo juré, algo fácil de hacer cuando se tienen 19 años. (…)

¿Su padre veía las películas de las que usted era guionista?

Veía los títulos, esperaba a que mi nombre o el de mi hermano aparecieran y luego decía a mi madre: “Listo, Johana, me voy”. Iba a dar conferencias a la Universidad de California en Los Ángeles. Un día le llevé a un combate de boxeo y después fuimos al Brown Derby. Siendo profesor, encontró a miles de personas, antiguos alumnos, que le decían: “Buenos días, señor Mankiewicz, ¿se acuerda usted de mí?” Y él respondía: “Sí, sí”, tratando de poner un nombre a la cara. Estábamos sentados en el Brown Derby, cuando James Cagney entró con un grupo de amigos. Llevaba un polo, rebosaba dinamismo y acababa de aplastar un pomelo en la cara de Mae Clark en El enemigo público. Vio a mi padre y se dirigió a él preguntándole cómo le iba. Vi el aire confundido de mi padre. Estaba claro que no sabía quién era, y a su vez le preguntó que qué tal le iba, carraspeando y sin acordarse de su nombre. “Soy Jimmy Cagney”. Mi padre: “Claro, ¡qué tonto soy! Estaba en mi clase de francés. –No, estaba en alemán. – Ah, sí, lo recuerdo bien. ¿Y a qué se dedica ahora? – Soy actor, profesor. – ¿Y qué tal le va? – No puedo quejarme. Estoy muy contento de volver a verle”. Durante ese tiempo yo estaba bajo la mesa, rojo de vergüenza. Mi padre me preguntó si le conocía y le dije que era uno de los tres o cuatro actores más grandes del mundo. Y mi padre concluyó: “¡Una educación secundaria es realmente indispensable!”

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The Late George Apley (1947)

En este momento estamos paseando por los jardines del castillo de Schönbrunn, y esto debe de reavivar su gusto por el siglo XVIII, y en particular por su literatura. ¿Qué es lo que le atrae?

El siglo XVIII me atrae como las mujeres. Como escritor y director, me intereso mucho más por las mujeres que por los hombres –con la excepción de los bribones. Escribir un personaje de hombre honesto me es imposible, y realmente me aburre. Por eso nunca ha habido una película lograda sobre un pastor protestante. Tienen el derecho de casarse, pero los sacerdotes no. Lo que convierte a un sacerdote en un sex-symbol. En este sentido, me gustaría hacer un paréntesis. Un día, fui citado en el despacho de Louis B. Mayer en el que había un representante de las iglesias reformistas. Mayer me llamaba siempre que tenía un problema delicado. Me puso el apodo de Harvard, aunque fuera diplomado por Columbia. Supongo que era el único nombre de universidad que sabía. El representante de los protestantes había venido a preguntar por qué se dedicaban tantas películas a monjas o sacerdotes interpretados por Bing Crosby, Spencer Tracy o Ingrid Bergman, pero nunca a un pastor. Mayer me pidió que respondiera a aquél hombre. Reflexioné un momento y dije que era normal que un público de espectadoras al ver a en la pantalla a Bing Crosby o Spencer Tracy en hábitos sacerdotales y saber que no tienen derecho a mantener relaciones con mujeres, les vieran más como objetos sexuales. Al igual que los espectadores al ver a la hermosa Ingrid Bergman haciendo voto de castidad, cuando saben que está liada con Rossellini…

Volviendo al siglo XVIII, lo que me interesa y he empezado a estudiar, es el momento en el que los personajes femeninos empezaron a ser interpretados en escena por actrices. Es difícil imaginar que Eurípides, Sófocles y Shakespeare escribieran papeles femeninos que siempre eran interpretados por hombres. En el siglo XVIII, después que en Francia, las actrices aparecieron por primera vez en el teatro inglés. Fue un momento fascinante.

Mi padre me confió tres pensamientos. El primero de Descartes: “Pienso, luego existo”; el segundo: “Ay, cómo pasan los años”, es el que hoy en día observo. Y, finalmente, una frase de Samuel Johnson, que ha servido de base a todo lo que he escrito: “Libera la mente de las falsas apariencias”. Dicho de otro modo: “Sé honesto”, y para ser honesto es preciso tener ingenio, porque únicamente eso permite sobrevivir. Frente al mundo en que vivimos sólo podemos reírnos, aunque amargamente. En cuanto a las mujeres, Dios mío, son seres tan extraordinarios. Están hechas de viento. En comparación, los hombres son sencillos. Están educados para conquistar, para ser ricos, para ejercer su poder. Las mujeres, desde los seis años, saben que, físicamente, no son capaces de competir con el hombre. De ese modo, deben buscar otros medios para conseguir lo que quieren. Cada una con su propio plan, empieza a forjar sus armas. Es fascinante. (…)

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La condesa descalza (1954)

¿Cuál era el estilo de la Paramount?

La Paramount daba sensación de juventud. (…)

Parece que había mayor libertad artística que en otros sitios, que el autor era más reconocido.

Sí y no. No se puede hablar según la política de los autores que los críticos franceses pusieron de moda en los años cincuenta. (…) Dirigir en Hollywood era una ctividad más entre otras en la fabricación de una película. (…) Schulberg mandaba ir a su despacho a los directores uno tras otro, les daba un guión para leer y si ese no les gustaba les proponía otro; pero en cualquier caso deberían empezar a rodar el lunes siguiente. (…)

En el caso de un hombre como Sternberg, no era el tipo de director al que se le daba un guión para rodarlo al día siguiente…

Tenía verdadero talento, pero era muy vanidoso. También era un gran director de fotografía. (…) Cuando ibas al plató de von Sternberg, tenías que escribir tu nombre en una pizarra y esperar. Uno de sus ayudantes venía al instante a ver tu nombre, después informaba al Maestro, que aceptaba o no recibirte. Me sucedió una extraña aventura en el rodaje de Capricho imperial (The Scarlet Empress). Una mañana me llamó Emmanuel Cohen, el nuevo jefe de producción. También estaban en su despacho Merritt Hulburd, el responsable del departamento de guiones, y otros cuatro o cinco dirigentes más. Cohen me dijo: “Joe, tienes que ayudarnos. Estamos en una situación catastrófica. Josef von Sternberg tiene que empezar pronto Capricho imperial, una película de alto presupuesto con Marlene Dietrich. Acaba de enseñarnos el guión y nadie puede leerlo. No hay la menor puntuación, ni mayúsculas, ni comas, nada. Es como la poesía de E. E. Cummings. Tú conoces a Sternberg. Intenta convencerle de que puntúe su guión, para que los actores puedan leer su texto”. Así que fui a ver a Sternberg a su despacho. Junto a la puerta había un cartel en el que se podía leer: “Opus 1: The salvation hunters; Opus 2: Exquisite sinner, saboteado por Thalberg”. Te dabas cuenta de que entrabas en la habitación de un megalómano. Le dije: “Joe, está bien divertirse, pero no puede dar a los encargados del atrezzo, a los eléctricos y a los decoradores un guión sin puntuación. ¿Cómo van a leer los actores sus diálogos?”. Me respondió: “Veo que comprende. No quiero que los actores aprendan sus diálogos. Primero que aprendan las palabras y después yo les enseñaré cómo decir las frases. Este guión es para mí como una paleta. Y, con estos colores, pintaré mi película en la pantalla”. Y añadió: “Sé que usted es un joven guionista de talento. Puede mejorar una o dos frases, pero por favor, no las acorte o las alargue. Que lo que reemplace tenga la misma longitud”. Salí lo más rápido posible de su despacho y aún me veo trabajando en ese guión ilegible, reemplazando “Rusia” por “Rusia inmortal” y preguntándome por qué había aceptado un trabajo así para ese loco de remate. Lo puntué y se lo devolví. Algunos días después recibí una carta suya: “Le doy las gracias. Yo no necesito la puntuación, pero al parecer los demás sí. Efectivamente tiene usted talento y cuento con utilizar algunas palabras escritas por usted”. (…)

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Cleopatra (1963)

Usted también escribió guiones en una vena absurda, como Millon dollar legs (Edward F. Cline, 1932). (…) ¿Cuál fue la participación de W. C. Fields en una película como esa?

(…) W. C. Fields era un hombre muy amargado que había tenido una infancia desgraciada. Soy testigo de que odiaba a los niños y a los animales. Recuerdo que una noche, cuando vivíamos en chalets separados a orillas del lago Tahoe, hacia las dos de la mañana me despertaron unos gritos terribles. Me puse la bata y vi a W. C. Fields pelear con unos cisnes. Estaba borracho, odiaba a los animales y trataba de aplastarlos con unos remos. Tuve que ir a buscar a Bing Crosby, que era nuestro vecino, para que llamara a la policía, porque yo no conseguía separarlo de aquellos animales de alas inmensas. Una observación suya le define, es la historia más sectaria que se pueda imaginar. Un día, otra vez borracho, se encontró con el director Gregory La Cava, que también estaba bebido, y quería invitarle a una copa porque acababa de firmar un contrato por tres años con la R.K.O. Fields lo miró y le dijo: “No puedes trabajar en la R.K.O. No la dirigen más que judíos”. La Cava, sorprendido, respondió: “Pero si Bill George Shcaeffer, el patrón de la R.K.O. es católico practicante”. Y Fields le soltó: “¡Los católicos son la peor especie de judíos!” No es que detestaba a los judíos. Simplemente detestaba.

¿Le hubiera gustado escribir esa frase?

Sí, me hubiera gustado haberla imaginado, y más aún al personaje que la dijo. Está muy bien escrita, tiene color, una melodía propia y emoción. Todo está dicho en pocas palabras. Hitler no hubiera podido decirla. Su mentalidad era igual de estrecha, pero le faltaba el humor.

¿Qué lo sedujo en La huella, la obra de Anthony Shaffer?

Lo que me fascinó fue ver hasta qué punto estaba ligada a mi tema favorito, que se encuentra en casi todo lo que escribo, ya sea Eva al desnudo o Carta a tres esposas: la vida irrumpiendo en nuestros fantasmas personales. Así es como vivimos, intentamos ajustar la vida a nuestros fantasmas. Lo que me fascina es la idea del juego, el juego en el interior del juego, y el hecho de que jugamos tanto tiempo que, al final, es el juego el que juega con nosotros. Es lo que nos ocurrió a nosotros, los americanos, en el Vietnam: el Vietnam acabó por controlarnos. Ya no éramos una gran potencia repartiendo generosidades a un pequeño país, sino los esclavos de una partida que nosotros habíamos empezado. Juegas con las mujeres, y antes de que te des cuenta, son ellas las que llevan el juego y más tarde, es el juego el que los domina a los dos. El amor, muy a menudo, acaba por manipular a los dos protagonistas de la relación.

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Sleuth (1972)

La huella es una obra de Anthony Shaffer y, sin embargo, la película se parece extrañamente a un guión original de Mankiewicz

El guión es muy diferente de la obra. Debo decir que Anthony Shaffer se mostró cooperativo y comprensivo hasta más no poder. Yo quería tratar, una vez más, uno de mis temas preferidos y que siempre me ha fascinado –y que sin duda La condesa descalza era la que más claramente lo expresaba-, a saber, que la vida echa a perder los guiones. Cada uno de nosotros, ya sea Nixon dando un discurso en el Congreso o usted afeitándose por la mañana, escribe un guión para la jornada. Usted, por ejemplo, se imaginaba cómo iba a pasar la tarde, a qué se parecería esta granja, cómo sería yo, etc. Pero la vida no es un guión y el diálogo no es real. El diálogo realista no existe. Todos nosotros somos actores, y todos nosotros jugamos a algún juego.

Tengo prisa por leer las críticas francesas para saber si he logrado mi objetivo, porque, que yo recuerde, los críticos franceses son los únicos que realmente escuchan una película y no se contentan con mirarla fijamente, los únicos que no se dejan engañar por las fanfarronadas y los fuegos artificiales del joven que trabaja cámara en mano. (…)

El crítico americano no está preparado para ver una película americana de esta manera, el crítico americano lleva el cilicio y el hábito de los penitentes. Como tantos compatriotas suyos son ruidosos y vulgares, él tiene que ser hiper-modesto. Como tantos compatriotas suyos se desinteresan por la cultura, él tiene que ser hiper-cultural. ¡Pero sólo frente a las obras extranjeras! Cuando ve una obra de su país se dice: es americana, así que debe tener limitaciones. Limitaciones que se niega a asignar a las obras de un hombre tan grotescamente deshonesto como Antonioni. En gran medida, Antonioni ha sido creado por la crítica americana que dijo: Ahí veo cosas que ningún otro ha visto. A fin de cuentas, un día la película perfecta será la que ningún espectador comprenda, pero de la que el crítico proporcione el código por adelantado.

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There Was a Crooked Man (1970)

De nuevo divago y olvido su pregunta (…). En la obra original, Milo Tindle no era cockney, dirigía una agencia de viajes y era mitad judío y mitad italiano. Preferí hacer de él un peluquero, es decir alguien que había ascendido en la escala social fornicando, porque la peluquería es propicia para eso. (…) En la historia original, la película se paraba y el gerente del cine subía al escenario para protestar porque aquello se estaba volviendo demasiado sucio, insitiendo para que la película se volviese más limpia. Los personajes que aún no habían aparecido en la pantalla salían a discutir con él, le pedían que se marchara para que la película pudiese continurar, y le decían que no tenía ningún derecho a estar allí. Yo quería que los censores prohibieran a ciertos personajes aparecer en la pantalla. De vez en cuando, había sobreimpresiones de memorándums procedentes de la Hays Office reprobando ciertas escenas. Uno de ellos anunciaba a los padres que dentro de dos minutos iba a tener lugar una escena que los niños no deberían ver y que habría que mandarlos a los servicios.

La huella, duelo psicológico, es también una fábula política.

Es lo que quería y es lo que pretendo, y es lo que entiendo por la reflexión en el cine. La cosa más cómoda del mundo es hacer una película en la que se muestra a un joven barbudo enarbolando una bandera del Vietcong y meando en una iglesia. Eso no quiere decir nada. Cuando se asalta el Banco de América en una película, se asalta con él el problema, no se resuelve. Hice El odio es ciego (No way out) hace 23 años, era la primera vez que Sidney Poitier aparecía delante de una cámara y se oía: “sucio negro”, en un cine. No creo que más de diez ciudades del Sur la programaran.

Hacer películas no es fácil. Pienso que es incluso la más compleja de todas las actividades dramáticas: por un lado, te está prohibido un cierto nivel de abstracción, y por otro, te sientes tentado a descender al nivel más bajo, que es el más fácil de conseguir.

En los conflictos de poder que usted siempre muestra, ¿qué lugar otorga a los conflictos entre hombres y mujeres?

No prestamos atención a las mujeres, porque son los seres humanos más complicados y, al mismo tiempo, los que sufren un mayor rechazo por parte de los guionistas y realizadores. (…) La mujer puede decir que sí y que no al mismo tiempo. La mujer quiere y no quiere al mismo tiempo. La mujer miente y disimula infinitamente mejor que el hombre, porque en nuestra sociedad ha estado obligada a hacerlo. Pero yo detestaría que perdiera sus maravillosos atributos. Son también atributos naturales. La mujer es físicamente más débil. Tengo una hija de 7 años a la que adoro. Pues bien, créame, no la hemos enseñado a mantenerse en su sitio. Quizá los chicos en el colegio la empujen un poco, pero ella se defiende. En este momento, debe de verse como un chico un poco débil. Cuando la veo moverse, engatusarme, flirtear conmigo, me manipula de una forma muy diferente a sus hermanos cuando tenían 7 años.

Estoy totalmente de acuerdo con las mujeres cuando hablan de lo imposible que les hace la vida la sociedad, pero les envidio su superior “equipamiento” para afrontar la vida. Todas las injusticias sociales perpetradas contra ellas han agudizado sus defensas. En el transcurso de los siglos, como en las leyes de la evolución, han desarrollado ciertos instintos, cierto talento, del que no están dispuestas a desprenderse y del que, personalmente, no deseo que se desprendan. Las encuentro infinitamente más fascinantes que los hombres. (…)

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La condesa descalza (1954)

¿A quién representa Humphrey Bogart en La condesa descalza? ¿A usted o a su desilusión de Hollywood?

Mi desilusión no. Mi conciencia de la realidad. Nunca perdí mis ilusiones en Hollywood. Uno no puede encontrarse en medio de una banda de ladrones y extrañarse de su ausencia de virginidad… (…)

Es curioso que en las películas sobre Hollywood no se vea casi nunca al director en el ejercicio de su trabajo.

Harry Dawes, el personaje de La condesa descalza, está, en mi opinión, muy bien escrito. Muchas cosas del personaje fueron cortadas en el montaje, en particular, cuando habla de su trabajo. Me inspiré en varios directores que conocí, verdaderos hombres de Hollywood como Gregory La Cava, Howard Hawks, Eddy Sutherland, William Wellman, los que tenían el ojo americano, el ojo cínico. (…)

La ausencia-presencia de Harry Dawes, el protagonista de La condesa descalza, su aparente desaparición en el plató, ¿se aproximan a su actitud con respecto a la dirección de cine?

Para mí es un aspecto esencial de la realización. Sé que la gran mayoría de los directores de la nueva generación se oponen violentamente a mí en este terreno. Quieren alzarse entre el público y la pantalla y decir: “Mírenme, yo soy el director”. Pido perdón pero, para mí, la razón de ser de una película es la de transportar al público, ya sea fuera de la realidad o dentro de ella, me da igual; lo que debe hacer es absorber toda la atención del espectador, porque hay una diferencia entre el público de teatro y el público de cine. El público de teatro, tan pronto como compra su entrada, hace un pacto con usted, y ese pacto estipula que abandona la realidad. “Entro en la Comédie-Francaise –dice- y estoy dispuesto a creer que hay una cuarta pared, que esa pared y esas puertas son reales, que ese pedazo de tela arrugada es el Mediterráneo y que ese hombre con la peluca colgando de su cabeza es el rey Lear. Estoy de su lado y me uno a usted en la aceptación de la falsa apariencia”. El público de cine dice: “Más te vale que me crea lo que vas a mostrarme”.

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Billy & Joe: Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz, de Michel Ciment. Plot Ediciones. Madrid, 1987.

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