Besame, besame, besame, por José Miccio

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Me gustan los besos del cine clásico como me gusta el cine clásico: por su decoro y su equilibrio cachados. En principio, la regla es clara: presión de labios secos y brazos bien expresivos, que intensifican la pasión. Valgan como ejemplos estos once fotogramas de otras tantas películas de  Fritz Lang:

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Fury (1936), You Only Live Once (1937), You and Me (1938), Ministry of Fear (1944), Woman in the Window (1944), Scarlet Street (1945), Cloak and Dagger (1946), Secret Beyond the Door (1948), Clash By Night (1952), Blue Gardenia (1953), American Gerrilla in the Philippines (1950)

Pero como en casi todos los aspectos, el sistema clásico (aceptemos llamarlo así) es también un conjunto de maniobras para jugar con las obligaciones, incluso cumpliéndolas. En plano general, no hay nada más cierto que lo que Bordwell llama narración clásica o lo que, con una carga moral que en general no se reconoce, Noël Burch denomina modo de representación institucional. En primer plano, en cambio, en el contacto cotidiano con las películas, el valor de estos conceptos es excesivamente limitado. Tampoco es tan extraño: solo un negado o un distraído puede pensar que un soneto de Garcilaso es igual que uno de Góngora, o uno de Borges igual que uno de Rubén, por más que todos tengan dos cuartetos, dos tercetos, versos endecasílabos y rimas consonantes. El cine clásico es más flexible que el soneto, así que con más razón: conocerlo significa atender a sus juegos de obediencia e incumplimiento. En este punto, y como siempre, hay que hablar de Hitchcock, que hizo con el beso lo que hizo con todas las cosas: tensar las cuerdas hasta hacer crujir el juego, y aflojar para que no se rompa. Basta pensar en Notorious, en la que pegó las caras de Cary Grant e Ingrid Bergman como dictaba el decoro pero durante dos minutos y medio, sin cortes, haciendo que se besen una y otra vez, de manera intermitente, en tres lugares distintos, mientras se dicen esta y aquella cosa, e incluso él habla por teléfono, e Ingrid juega con la oreja de Cary, y la pantalla se prende fuego.

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Hay algo fascinante en el beso. Como es obvio, en muchas películas clásicas está en lugar del sexo: dos personajes que se besan, curten. La asociación está tan establecida que en Cita a ciegas (Blake Edwrads, 1986), cuando Kim Bassinger acepta casarse con su ex para salvar de la cárcel a Bruce Willis, y acepta resignada que en el matrimonio habrá sexo, pone de esta manera el límite fundamental: “Pero sin besarnos“. Porque claro: el beso dice el sexo pero también dice la pureza. En Second Honeymoon (Walter Lang, 1937), previo permiso, Tyrone Power besa a una chica con la que no quiere nada y le dice: “Quería saber cómo era besar a una mujer honesta”.

En muchas películas el beso sella la historia. Es un modo de poner la palabra fin. Pero hay otras en las que funciona como revelación. En Love Is News (Tay Garnett, 1937), el periodista de Tyrone Power y la ricachona de Loretta Young pelean durante una hora (la película dura 73 minutos). Cuando el beso llega, no funciona como expresión del amor sino como remate de una situación absurda, que debería terminar ahí mismo pero que, de pronto, cambia de naturaleza, y por lo tanto empieza en una nueva dimensión. Los personajes piensan que actúan por interés y revancha. El beso les comunica que están enamorados.

Expresión, revelación, sexo e inocencia. Todo está en el beso. También la política, por supuesto, y el fin de la historia al que la política podría conducirnos. Eso, por lo menos, sostiene Lubitsch, que con su gracia y su talento infinito fundó en Ninotchska la Internacional de los Amantes. ¿Puede alguien  dudar sobre qué emblema eligió para la Causa?:

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Son muchas las cosas que nacen con el cine en casa y el control remoto. Una de las menos interesantes es la sobratención: un día nos dimos cuenta de que todo lo que aparece en una película puede ser percibido. Tiempo después, el VLC llevó las cosas al límite: además de percibido, todo lo que aparece en una película puede ser capturado (de ahí viene esta sección de Calanda, sin ir más lejos). Es probable que este fenómeno no contribuya a la comprensión del cine, por la sencilla razón de que presiona para que nada pueda olvidarse (en “Funes el memorioso“ Borges especula que Ireneo, que recordaba todo, no podía pensar), pero no hay dudas de que ofrece grandes posibilidades. Por lo menos para cierto espíritu mirón. Porque vamos, que nadie diga que no puso pausa alguna vez para ver si los actores se lengüeteaban. Un caso entre tantos: Top Gun.

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No se trata de algo sin importancia. El porno en el beso lo define la lengua. Por eso, con ánimo provocador, Larry Clark empezó Kids con un chupón largo y en primerísimo primer plano.

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Pero entre la forma clásica, que juega con el decoro, y la exhibición total, que lo ignora, hay una riquísima zona intermedia. Sin llegar al porno pero lejos del juego histérico del clasicismo están los besos que se quieren menos codificados. Digamos: los besos realistas. Su clave es la saliva. En Les noces rouges (Claude Chabrol, 1973) los amantes interpretados por Michel Piccoli y Stephan Audran cometen un crimen para estar juntos. Su lazo es orgánico. Por eso, después de matar, se besan y quedan pegoteados, unidos por el crimen y la baba.

Les noces rouges

Lo mismo sucede en Bug (William Friedkin, 2006), solo que la saliva no une a los personajes en el más allá de la ley sino en el más allá de la razón («¡Soy la supermadre insecto!», llega a gritar ella).

Bug

Les nouces rouges y Bug son películas de la tierra, ligadas al deseo y la locura, sin nada parecido a Dios. Pero la saliva también es religiosa. A diferencia de tantos lugares comunes, que insisten en relacionarlo con el mero desprecio de la carne, el cristianismo tiene al cuerpo en el centro de la escena, y está obligado a honrarlo (¿no es la encarnación su misterio principal?). Por eso un verdadero (cineasta) cristiano es también un sensualista. Nadie lo supo mejor que Dreyer. En Ordet -la mejor película sobre la fe jamás filmada, y tengo presentes Bajo el sol de Satán e Indiana Jones y la última Cruzada– muere una mujer. Cuando lo consuelan con la vida eterna y el recuerdo, su viudo dice: “Pero también amaba su cuerpo”. Al final -esto es teología, así que no hay spoiler- la mujer resucita y Dreyer filma los besos más hermosos que yo recuerde. El clímax espiritual de Ordet es una boca que se agarra al cuerpo que ama y desea. Y también un hilo de baba.

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3 Respuestas

  1. roberto

    Esta frase me parece extraordinaria:En este punto, y como siempre, hay que hablar de Hitchcock, que hizo con el beso lo que hizo con todas las cosas: tensar las cuerdas hasta hacer crujir el juego, y aflojar para que no se rompa.
    Con esta otra disiento en parte: “Pero sin besarnos“. Porque claro: el beso dice el sexo pero también dice la pureza. (más que pureza el beso es culminacion de la intimidad. No hay más intimidad profunda que en el beso. La prostituta se deja coger pero no besar. El hombre la puede poner, y la mujer dejar que se la pongan (como se dice ahora, feamente), pero no necesariamente es íntimo, y a menudo no lo es. En el cine porno no hay besos, menos como erotismo o calentura.
    El final con Dreyer es emocionante. Siempre pensé y sentí que dos cuerpos unidos, sellados con el beso, es una experiencia religiosa -como diría Enrique Iglesias.
    Abrazos.

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  2. Emiliano Jelicié

    Bellísimo texto. Hace tiempo pienso que esa reunión de religiosidad y estricto materialismo es el secreto abigarrado de los mejores cineastas europeos: Bresson, Rossellini, Rohmer, Hitchcock, Dreyer… Qué locura pensar que el cine hace cumbre con estos católicos humanistas o de derecha. Qué locura que sea cierto. En fin, me fui al carajo. Bellísimo texto.

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