La vaca de Renoir, por José Miccio

Es fama que, cuando residía en Turín, en el umbral de la locura, Nietzsche abrazó a un caballo. Menos célebre es que en los Alpes, mientras trataba de calmar sus nervios con el aire de la montaña, Flaubert sintió un impulso parecido hacia otro animal. Lo dice el jueves 2 de julio de 1874, en una carta a Turgueniev: “Ayer tuve la tentación de abrazar a tres vacas que encontré en el herbaje, por humanidad y deseo de expandirme”. En tanto animales que inventaron un corte respecto de su propia condición, interpretamos el abrazo al caballo o a la vaca como un salto ontológico (Flaubert dice primero “humanidad” y enseguida, “deseo de expandirme”). Pero tal vez lo que revelan estos episodios sea justo lo contrario: la reposición de una continuidad olvidada. Es lo que, pensando en el rechazo en lugar de en la atracción, Benjamin intuye en “Guantes”, uno de los textos de Calle de mano única: “La sensación dominante en el asco a los animales es el miedo a que nos reconozcan cuando los tocamos. Lo que se espanta en lo profundo del hombre es la oscura consciencia de que en él vive algo tan poco ajeno para el animal asqueroso que este podría reconocerlo” Y es a lo que, como testimonio de la amplitud con la que comprendía la vida, Jean Renoir dedicó una de sus escenas más hermosas.

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La gran ilusión (también esto es fama) trata, entre tantas otras cosas, de las diferencias que las sociedades y culturas establecen entre los seres. Bien vale decir: de las clasificaciones. Su marco es la guerra, que separa amigos y enemigos, pero las líneas de demarcación son más complejas y enredadas que las que trazan las trincheras; basta pensar que también existe en ellas una dimensión igualadora: un obrero y un noble pueden tener grado de oficiales, y como concluye un personaje: “Cada uno moriría de su enfermedad de clase si no hubiera guerra para reconciliar a todos los microbios”. Es cierto. Pero incluso así las diferencias de clase se imponen. El oficial de carrera francés tiene más en común con el oficial de carrera alemán que con sus compatriotas, aun cuando sus posiciones respecto de la democracia sean opuestas; todo un drama -el de la desaparición del mundo que les enseñó a vivir- los tiene como únicos protagonistas. Entre franceses, a su vez, los dos oficiales plebeyos se diferencian del oficial aristócrata pero también entre sí: uno es obrero y cristiano y el otro burgués y judío. A estos clivajes se suman otros, de menor alcance pero igual de decisivos a la hora de definir a los personajes: hay un vegetariano entre omnívoros, un intelectual entre hombres prácticos, una niña entre adultos, una mujer entre hombres, un espacio complejo entre hablantes de distintas lenguas. Renoir hace que estas diferencias se aflojen y se tensen a lo largo de la película, y que el punto de resonancia de todas ellas sea el Teniente Maréchal de Jean Gabin.

Maréchal es el nudo más grueso de La gran ilusión. Pronto queda claro su carácter. Aparece en escena por medio de un travelling que lo une al disco en el que escucha “Frou-Frou” (tararea el estribillo), intercambia unas palabras con sus compañeros de armas y enseguida es llamado ante el capitán Boeldieu, hombre de familia noble perteneciente al Estado Mayor a quien Renoir nos presenta mientras se acomoda su monóculo. Melodía, integración y contraste: una canción popular, un conjunto de pares, un hombre de otra clase. El juego de cercanías y distancias continúa durante toda la película. Cuando su avión es derribado y el capitán Von Rauffenstein (Eric Von Stroheim) lo invita a su mesa, Maréchal se alegra de encontrar entre los soldados alemanes a un mecánico como él. Cuando llegan al primer campo de prisioneros, cansados del viaje, Boeldieu bosteza delicadamente y Maréchal con la boca bien abierta, tal vez exagerando el gesto. Poco después, Maréchal dice que no le gusta el teatro porque es muy serio, que prefiere el ciclismo, y habla de algunas figuras del deporte (Fabert, Garrigoud, Trousselier, Petit Breton), y cuando algunos mencionan a Maxim’s y otros lugares distinguidos, dice que prefiere una taberna tranquila que sirva buen vino.

Estas diferencias lo definen como un plebeyo orgulloso de sí. Otras, como un hombre de acción. Uno de los soldados franceses detenidos en el castillo alemán que controla Von Rauffenstein traduce a Píndaro. No se trata de un entretenimiento sino de una misión, tal como él mismo señala con palabras y gestos. Cuando Maréchal lo escucha decir que para él Píndaro es mas importante que su vida y que la guerra mira entre incrédulo y mordaz, porque Maréchal es un hombre práctico, un patriota, un tipo de gran firmeza moral que no va a dejar de hacer nunca lo que (él entiende) corresponde hacer. Renoir no se queda ahí. No opone meramente al soldado y al hombre de letras. Hay todo un tapiz de deseos en La gran ilusión porque los personajes están agarrados a la vida como gatos. En la valija con la que llega al campo de prisioneros, además de ropa un oficial inglés lleva una raqueta. En el castillo, un soldado negro termina un pirograbado al que bautiza “La justicia persiguiendo al crimen”, y cuando lo muestra, orgulloso, Maréchal le dice algo como: ah, sí, qué lindo, y sigue con lo único que le importa, que es el plan de fuga. Y por si no quedara claro que Maréchal tiene razón (como todos, en parte), que para un hombre como él, en la posición que ocupa, hay cosas que no merecen el tiempo que necesitan para existir o comprenderse, después debe desatender lo que lo involucra personalmente y deja a la mujer de la que se enamora cuando se escapa del castillo. Un personaje así, un héroe plebeyo, no puede comportarse con otros de manera distinta a como se comporta consigo mismo. Si sostiene que hay que dejar de lado los compromisos personales en pos de un objetivo común y urgente no puede afirmarse solo en las palabras o en el grado militar: tiene que hacer un sacrificio igual o mayor al que pide. Porque -y es en esto que reside la grandeza de Renoir- no es verdad que la jerarquía de las cosas sea tan simple como decir: Francia está antes de todo lo demás, se trate de Píndaro, de una artesanía o del amor. Esas cosas importan, así como importan quienes las eligen o sufren cuando se dan cuenta que no pueden elegirlas. Un pequeño travelling, hermano de aquel de La marsellesa que pone en continuidad la marcha de los soldados y un racimo de uvas, esculpe para siempre este principio. El día que llega al castillo, mientras lo recorre junto a Maréchal y a Boeldieu, el lector de Píndaro se admira por la arquitectura. Señala hacia un lado y dice: “Siglo XII”. Señala hacia otro y dice: “Siglo XIII”. Su expresión es contraria a la de Maréchal, que mira incrédulo o cortés. Cuando el recorrido concluye, Renoir deja que los hombres se vayan y honra a su personaje haciendo que la cámara recorra la construcción que lo fascina.

Lo que la mirada del intelectual permite observar es que ese lugar solitario y áspero, tan distinto del campo de prisioneros en el que transcurre la primera parte de la película, es también un lugar bello. Para Maréchal el castillo es un obstáculo a vencer. Para su compañero, una obra que involucra materiales, ingeniería y voluntad de forma, y que ha sabido permanecer en el tiempo. El travelling de Renoir es decisivo por al menos dos razones: por su grandeza de espíritu y porque forma sistema con otros signos, como la raqueta, Píndaro y el pirograbado. La gran ilusión es la película de Maréchal. Pero es también un tapiz que guarda un sinnúmero de otras historias, muchas apenas esbozadas, ninguna de ellas indigna de existir. ¿Quién, fuera de la trama de urgencias que enfrentan los personajes, sería capaz de decir: esto no importa? Solo quien no acepte La gran ilusión. Lo que está en juego es el empleo del tiempo, no qué pasión (no qué vida) vale más que otra. Eso Renoir lo tiene claro: todas valen igual. Por eso, el mayor desafío al aristócrata alemán, que solo atiende a su par francés y se lamenta por la democracia, pasa por incorporarlo a esta convicción, por hacerlo coincidir en un espacio dramático común con aquellos a los que su cultura desprecia, por darle sus razones, un cuerpo lastimado, una planta que cuidar y un drama propio. Por hacerle un lugar en vez de expulsarlo.

Maréchal no expresa enteramente este espíritu democrático (su naturaleza hace imposible que encarne en una sola figura) pero Renoir no podría expresarlo sin Maréchal. Su preeminencia se debe no a que no pertenezca a ninguna clasificación sino a que pertenece a la única capaz de incluir a todas las demás. Maréchal es el pueblo. La escena que confirma y robustece su espíritu horizontal (tal vez esto sea lo único de lo que no cabe decir en este texto: es fama) lo pone en relación no ya con seres humanos de otra nacionalidad, clase u ocupación sino con una vaca. Es la escena que afirma la comunión de los seres. Antes de la fuga del castillo, a pesar de compartir bandera y uniforme, Maréchal le dice a Boeldieu: “Todo nos separa”. En un día difícil de la fuga, harto del frío, el hambre y el cansancio, le dice a su fiel compañero Rosenthal que nunca le gustaron los judíos. Señala diferencias ahí donde las similitudes también existen, porque la clase puede volverse así de perentoria, y porque el contacto con sus límites puede dejarlo en manos del tan arraigado antisemitismo francés. Ahora hace justo lo contrario. En el establo, dice: “En el fondo no te importa que sea un francés el que te da de comer. Olés como las vacas de mi abuelo. ¡Es un buen olor! Vos naciste en Wurtemberg, y yo en el barrio 20, en París. Eso no nos impide ser amigos, ¿no? Vos sos una pobre vaca y yo un pobre soldado. Cada uno hace lo mejor que puede”. La vaca no responde. No de manera inmediata. Porque cuando Maréchal sale por la puerta, en el mismo plano, tocada por el milagro del momento justo, se mueve para mirar hacia el lugar por el que salió el hombre, muestra una mancha blanca que coincide con las mangas de la camisa de Maréchal y -¡maravilla!- emite un mugido.

Esta es la escena:

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En el establo sucede algo que sucede en toda la película: la posibilidad o la imposibilidad de un vínculo cierto entre seres atrapados por clasificaciones diferentes. ¿Qué dice la vaca? ¿”Es verdad: cada uno hace lo que puede”? ¿”Gracias por los golpecitos en el lomo”? ¿”Lamento decir que vos no olés tan bien”? Difícil saberlo. Más si, como sugieren estas frases, asumimos que para que el vínculo merezca ese nombre el mugido debe ser traducido a una lengua humana, que es en realidad un modo de negarlo. Lo que sí puede afirmarse es que la puesta en escena hace funcionar el mugido como respuesta, y que la manga que la vaca tiene en el lomo (o las manchas de tela con las que Maréchal cubre sus brazos) suma al sonido y al movimiento un tercer signo de conexión. No solo Maréchal le habla a la vaca, le reconoce su valía e imagina un punto ante el cual son equivalentes: Renoir la incorpora en el diálogo. Nos hace entender que entre la vaca y el hombre hay más que la retórica decidida por este último: hay lo que en un libro fascinante (¿Qué dirían los animales… si les hiciéramos las preguntas correctas?) Vinciane Despret llama “la gracia del acuerdo entre los seres”. Este es, posiblemente, el gran tema del cine de Renoir. O mejor dicho: no su tema (qué tontería) sino su fantasma. Una y otra vez Renoir señala aquello que separa a los seres. Una y otra vez (pero no siempre, porque quienes pelean también se cansan) inventa una reunión, repone una continuidad, religa lo que ha sido separado.

La obra de Renoir se mueve entre dos polos, a los que podemos llamar vida y cultura. La vida es continua, indiferenciada; su imagen es el río. La cultura es jerárquica, taxonómica; su imagen es la casa burguesa. Desayuno en la hierba, que empieza con un cartel en el que Renoir declara abandonar para siempre cualquier vínculo con la solemnidad, cuenta el triunfo de la vida. Las reglas del juego, el de la cultura. La primera es una comedia plena, y como en la tradición termina con un matrimonio: el de la razón y la sensualidad, que es la que tiene que decidir el ritmo de las cosas. La segunda es un drama burgués, y termina con la muerte del único personaje que se niega a seguir las reglas. Todas las películas (estas dos incluso) cuentan la tensión que existe entre una y otra, y las distintas formas que esa tensión adopta. Pero no se trata de un maniqueísmo. En El río, el niño fascinado con los animales está libre de las clasificaciones más obvias, pero la no distinción entre la tortuga con la que juega al comienzo y la cobra que lo fascina lo conduce a la muerte. En Boudou salvado de las aguas el paso por la familia burguesa (a la que por supuesto niega) reconcilia al linyera con la vida que antes le pesaba. En La gran ilusión Rosenthal dice al final: “Las fronteras son inventos de los hombres, a la naturaleza le da lo mismo”, pero es Suiza la que los salva a él y a Maréchal, y la que salva a los soldados alemanes de disparar contra ellos. Se trata de un tapiz complejo, en el que las cosas no son nunca de una pieza. Basta pensar en sus películas más pesimistas: si en Las reglas del juego el dominio de la cultura es total, y quien se atreve a desafiarlo termina muerto, en El testamento del Dr, Cordelier su crisis abre el paso no al erotismo redentor de Desayuno en la hierba sino a fuerzas destructoras. ¿Cómo no va a brillar en este tapiz de hilos oscuros y dorados la conmovedora insistencia de Renoir por crear escenas de concurrencia, por pasar por sobre las jerarquías, por descomponer los códigos mediante los cuales ordenamos el mundo y a los que insistimos en someternos? Es por esto que no es posible exagerar la importancia de la escena de La gran ilusión en el establo: en ella descansa, sin alardes, toda una filosofía. Una pausa (el diálogo Maréchal-vaca) dentro de una pausa (los días en la granja de la mujer alemana mientras Rosenthal se recupera de una herida) en medio de la Primera Guerra: Renoir labró su gloria en detalles como este. “Es casi como si quisiera salirse de su historia mientras la narra”, escribió Kracauer en Teoría del cine a propósito del director francés, y quizás sin saberlo de esta escena. Es de una sabiduría inusual, más en tiempos gobernados por la importancia de los temas: Renoir demora el desarrollo de un acontecimientos mayúsculo para detenerse en un mugido y nos permite entender que también un mugido es un acontecimiento mayúsculo, solo que sin el cine no podríamos notarlo.

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