Público y gritos, sobre el libro de Quentin Tarantino, por Marcos Rodríguez

Como crítico, Quentin Tarantino es un gran narrador, lo cual, por supuesto, no debería sorprender a nadie. Tarantino sabe preparar la escena, tomarse su tiempo, construir meticulosamente, ir abriendo detalles y armar un relato incluso cuando no está contando nada, y logra altos momentos cuando sí lo hace, por ejemplo al contar las circunstancias en las cuales conoció las películas sobre las que escribe, las salas a las que asistía, cómo era que siendo tan chico lo dejaban ver todas esas cosas, cómo era la casa de su madre, la relación con las otras mujeres solteras trabajadoras con las que vivían, los hombres que pasaban por la casa, los rincones a los que se llegaba para ver una película. Hay mucha memora afectiva en lo que cuenta Tarantino, y también hay muchas historias, lo cual no deja de ser singular para un texto que por momentos parece querer ser crítico aunque en realidad termina yendo para otros rumbos.

El propio Tarantino reconoce en su libro la importancia del texto crítico, su función en el diálogo cinematográfico y puntualmente su relevancia en su propia formación como espectador, no solo por las referencias constantes que hace a Pauline Kael (aunque no siempre esté de acuerdo con ella, siempre la pone como referencia y claramente se entiende que la respeta), sino también con un capítulo que le dedica exclusivamente al crítico Kevin Thomas (que en mi vida había escuchado nombrar, uno de esos nombres que se perdieron en la historia), a quien apoda el “samurái de segunda línea”, crítico de segunda línea de un diario de Los Ángeles que él leía: es decir, se encargaba de las películas “menos importantes”, del cine de explotación y de los estrenos extranjeros; es decir, del cine que más le interesaba a Tarantino. Quentin cuenta cómo seguía los textos de Thomas, cuánto los apreciaba a la hora de ir a buscar algún nuevo estreno (cuenta también, acaso lo más querible del caso, que muchas veces los textos de Thomas eran mejores que las películas que recomendaba) y termina por contar también lo importante que terminaban siendo los textos de Thomas para aquellos directores de explotación que, gracias a una buena reseña suya, pasaban a llamar la atención de los estudios grandes, siempre a la búsqueda de nuevos talentos. Es en ese punto donde la experiencia de Tarantino, un miembro de la industria desde hace décadas, excede la de un simple espectador (y la de un crítico) y se adentra en los pasillos y recovecos de cómo es que efectivamente se filmaron las películas que supimos amar.

No se trata, por supuesto, de una perspectiva exclusivamente suya: nunca faltan las biografías, autobiografías e historias del cine que se dedican a registrar los tejemanejes del entramado de la producción en Hollywood. Lo curioso en el caso de Tarantino es que por un lado combina el relato de su experiencia como espectador de ese cine que decide abordar (el Nuevo Hollywood de los ’70), y una y otra vez remarca la importancia de su relación con ese cine en el momento en el que se produjo, y por otro, de una forma un tanto misteriosa, parece saber absolutamente todo sobre lo que ocurría en los estudios y con los directores y los actores en aquel momento en Hollywood. Tarantino, ¿qué duda cabe?, es un completo obsesivo: recuerda cuándo vio cada película, cuántas veces la volvió a ver, cómo fue la reacción del público en cada momento de la proyección y un largo etcétera. Tampoco se trata de que, una vez convertido en director y ya dentro del sistema, casualmente fue entrando en contacto con aquellos que habían hecho ese cine. No, está claro: Tarantino cazó cada detalle y posible dato sobre todas y cada una de las películas que vio. Fue y habló con directores y productores, con sus familias, con sus actores, leyó las novelas originales, leyó las diferentes versiones descartadas del guion que no pudo ser, leyó cada una de las críticas del momento del estreno, se preguntó por cada aspecto de ese cine que ama.

A diferencia de la experiencia promedio de un crítico, que se enfrenta con la película como un objeto terminado y dialoga de frente con una materialidad concreta, el cine para Tarantino es algo puramente contingente: algo que fue así por una circunstancia u otra, pero podría haber sido diferente; algo que originalmente era de otra manera (en la mente del guionista, por ejemplo) pero que tuvo que atravesar una serie de concesiones (meticulosamente rastreables) para llegar finalmente a la pantalla y ser eso que él mismo vio en la semana de su estreno en tal cine que queda al otro lado de la ciudad. No por nada su libro se llama “Cinema Speculation” (bastante diferente de las “meditaciones de cine” de la traducción), donde la especulación puede tener algo de meditación, pero sobre todo tiene algo de fantasía. El título refiere puntualmente a un capítulo (del mismo título) en el que Tarantino se pregunta qué hubiera pasado si en lugar de Martin Scorsese, hubiera sido Brian de Palma quien dirigiera Taxi Driver. Al parecer, se trató de una posibilidad muy concreta en aquel momento, ya que De Palma fue el primero en leer el guion de Shrader y en algún momento estuvo interesado en dirigirlo… aunque después prefirió no hacerlo y recomendó a Scorsese. El resto es historia, pero a través de estos datos escondidos de esa historia que no conocíamos (todos vimos Taxi Driver, ¿quién sabía la previa?) Tarantino comienza a imaginar cómo podría haber sido esta película que ama y que vio muchas veces si la hubiera dirigido De Palma. La crítica de una película que no existe es, por supuesto, un género que debería existir, y en el texto de Tarantino es, además, llamativamente sólida: casi podemos ver las secuencias que imagina, los planos, los sentidos. Ni siquiera al imaginar puede dejar de ser obsesivo: uno casi siente que Tarantino dibujó el storyboard de cómo habría filmado De Palma su Taxi Driver.

Así como imagina un clásico que no existió, aplica sus conocimientos para describir aquello que sí vimos o podemos ver. Al hablar, por ejemplo, de Bullitt, no solo se dedica a repasar y describir secuencias, a ponderar sus aciertos o el impacto que tuvo en él la película cuando la vio, sino que dedica una buena cantidad de párrafos a explicar también que Steve McQueen tenía la suerte de que a él no le gustaba nada leer guiones, no le interesaban y no podía concentrarse, y entonces delegaba su tarea en la que por entonces era su esposa: Neile McQueen. A diferencia de Steve y de otras estrellas de la época, al parecer Neile sí tenía buen ojo para leer un guion y encontrar los vehículos perfectos para su esposo. Es por eso, conclusión alambicada y maravillosa, que Steve McQueen tiene una carrera mucho más sólida y consistente que sus rivales de la época, fundamentalmente Paul Newmann y Warren Beaty. Contingencia y detalle: el cine según Tarantino. De la misma forma, se dedica a analizar, por ejemplo, determinados pasajes de una novela que el guionista decidió no adaptar en el guion; la decisión de que el proxeneta de Taxi Driver no fuera un negro (tal como indicaba el guion de Shrader) sino que lo interpretara un actor blanco (surge entonces el personaje mítico del “proxeneta blanco”, que se vuelve una presencia recurrente en el libro); por qué Robert Evans logró imponer a su novia para el papel protagónico de The Getaway, en lugar de diferentes opciones (que Tarantino enumera, cada una con sus pro y sus contra) que podrían haber resultado a priori más adecuadas, para acabar por proponer una lectura de la película a partir de la cual precisamente Ali McGraw era al final la actriz ideal para la película; y un largo etcétera del cine que fue, por qué fue y lo que podría haber sido.

Uno de los aspectos más interesantes del libro de Tarantino es cómo continúa juzgando las películas que trata a partir de la perspectiva de ese adolescente que miraba estrenos en salas de barrio, muchas veces rodeado de un público casi exclusivamente negro (salvo por él). No se trata únicamente de que se aferre al recuerdo de aquella experiencia, sino que aquella reacción y aquella lectura del público en el momento, en una sala masiva, en un barrio en el cual el código era evidentemente el de compartir una experiencia y comentarla entre todos, le sirven todavía hoy como vara para medir el cine. En más de una oportunidad, por ejemplo, explica las diferentes decisiones y reacciones de los directores de cine y de los productores de los estudios a partir del hecho de que habían visto la película únicamente en la sala de proyección privada del estudio: estuvieron frente al objeto pero se perdieron la vitalidad del diálogo. Público y gritos: el cine según Tarantino. Incluso si el Tarantino adulto tiene que reconocer que tal vez aquella primera reacción o experiencia que tuvo en el momento del estreno de una película no era justa o correcta, y ahora la corrige desde una mirada renovada, no por eso reniega de aquel primer encuentro con el cine.

Es este amor irrenunciable a esa sangre caliente de la sala de cine el que ancla su perspectiva doble: Tarantino escribe al mismo tiempo desde la butaca de su adolescencia y desde la experiencia de un director que llegó a la cima. En esto, como en tantas cosas, es único. ¿Es una perspectiva subjetiva? Por supuesto. ¿Es el mejor escritor que jamás se haya puesto a pensar en el cine? No tanto, y sin embargo su prosa tiene toda la fuerza y el peso de la oralidad: Cinema Speculation se lee casi como un monólogo eterno, en el mejor sentido de la palabra. Nunca falta pasión en cada cosa que escribe y eso es lo importante. Uno casi podría decir, como dice él sobre Kevin Thomas, que sus textos son mejores que las películas que alaba. El problema, sin embargo, es que las películas de las que habla son tremendas, una mejor que la otra, y así se le complica a cualquiera.

Se podría analizar la selección de películas que decide abordar: un abanico amplio de obras maestras, ligadas todas al cine de género, a lo que a estas alturas son clásicos indiscutidos (sin por eso abstenerse de pegarles parejos palos a Deliverance, a Martin Scorsese o a Paul Schrader) y también, tal vez lo más interesante, a grandes productos de estudio que tal vez solo recordaban quienes las vieron en su estreno. Abordando películas enormes de mega estrellas, y también cine independiente neoyorquino, al incrustar Taxi Driver en una larga lista de películas de venganza que estaban de moda en aquel momento, al explicar lo que significó la aparición de Rocky en los ‘70 (uno de los momentos más emotivos del libro), al copiar charlas con guionistas y directores, con esposas de actores, al copiar fragmentos de críticas del momento, al recordar cómo fue que determinadas distribuidoras exhibieron determinadas películas, al narrar su propia experiencia en los cines, Tarantino termina por construir un mundo, un retrato de un cine que existió y ya no existe más.

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