Me fascina desde que la leí o la escuché por primera vez, hace ya mucho tiempo, quizás en la infancia, una frase de Picasso: “Tardé toda mi vida en aprender a dibujar como un niño”. Volví a encontrar su lógica en varias ocasiones. Enumero cinco. 1) En “Parábola de Cervantes y de Quijote”, uno de los textos de El hacedor, en el que, después de constatar que para el presente la Mancha no es distinta de “las vastas geografías de Ariosto” ni el Caballero distinto de Simbad, Borges termina con esta oración-párrafo: “Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin”. 2) En “En la Habana”, ensayo en el que Aira sostiene que lo abstracto “Es el antes o el después de la imagen: antes de que se haya aprendido a representar nada, y después de que se lo ha representado todo”. 3) En “El sueño del calígrafo”, ensayo de Roberto Calasso sobre Robert Walser que incluye esta reflexión, cercana a la de Aira: “Escribir ha nacido del garabato, y a él debe volver”. 4) En el parágrafo de Barthes por Barthes en el que el ensayista francés (debería haber escrito otra vez Barthes) se muestra fascinado por lo que llama “la exención de sentido”, pero dice que para acceder a ella es necesario recorrer el sentido como “en un camino iniciático”, extenuarlo, porque el sentido tampoco le gusta a la doxa -esto es, al enemigo-, que prefiere evitar sus complicaciones y aferrarse a lo que suele llamar lo concreto (y que se llama ideología). 5) En este párrafo de “El secreto del Golem”, de Maurice Blanchot:
(Pero, quizás haya que recordarlo: la lectura es una dicha que reclama más inocencia y libertad que consideración. Una lectura atormentada, escrupulosa, una lectura que se celebra como los ritos de una ceremonia sagrada, coloca de antemano sobre el libro los sellos del respeto que lo cierra pesadamente. El libro no está hecho para ser respetado y “la obra maestra más sublime” halla siempre en el lector más humilde la justa medida que lo torna igual a sí mismo. Pero, naturalmente, la facilidad de la lectura no es ella misma de fácil acceso. La prontitud del libro para abrirse y la apariencia que conserva de estar siempre disponible -él, que nunca está ahí- no significa que esté a nuestra disposición, sino que significa antes bien la exigencia de nuestra completa disponibilidad).
Todas las citas coinciden en su estructura: un estado inicial, una historia más o menos larga, un estado final que coincide nominalmente con el primero pero que en realidad es otro. No es un niño el que aprende a pintar como un niño. No son el mismo mito, ni la misma abstracción, ni el mismo garabato los que esperan al final de la literatura, de la representación y de la escritura que los que están en sus inicios. No es igual el sentido eximido de Barthes que la doxa. No es la facilidad de la lectura que se conquista después de un tiempo dedicado a ella la misma que aparenta presentarse inicialmente. En un punto, todas son versiones del proverbio budista: al principio un árbol es un árbol, después el árbol deja de ser árbol, finalmente el árbol vuelve a ser un árbol. El árbol final es diferente del árbol primero porque no es ya lo dado sino lo descubierto. Además de por su preeminencia biográfica (la conocí de chico, me acompañó, me sirvió de referencia), la frase de Picasso brilla para mí más que las otras por el modo en que expresa el episodio intermedio, el más largo, la historia propiamente dicha. Recuerdo perfectamente que al principio pensé que lo importante residía en la imagen del niño y que más adelante pensé que residía en la palabra “aprender”. Ahora pienso que lo fundamental pasa por la expresión toda la vida. Es toda la vida la que hace la diferencia. No solo un periodo de tiempo sino el lugar que se le asigna en ese tiempo a la creación artística, conjunto en el que incluyo la lectura según Blanchot. En última instancia, creo entender, de lo que habla Picasso es del compromiso existencial con la obra. Dicho con mayúsculas y un dejo de vergüenza (que me avergüenza a su vez): del arte como misión y razón para vivir. El tema, es cierto, está amenazado por la solemnidad, que pone a disposición de quien lo quiera todo un repertorio de vaguedades trascendentes. La sangre del tuberculoso goteando sobre el piano. El poeta incomprendido tiritando en la buhardilla. Las películas de Damien Chazelle. Por postales de este tipo, por este oropel inane y cachafaz, es común que quienes realmente están en condiciones de declarar un compromiso estético que pide para expresarse la forma toda la vida prefieran no hacerlo e incluso jueguen a desestimar el compromiso que su propia obra comunica. Aira, Borges, Ruiz: los radicales tímidos. Hasta el propio Herzog, que de tímido nada, se muestra incómodo a la hora de identificarse como artista y elige en su lugar palabras como profesional o artesano.
La expresión profunda es siempre un riesgo: una mueca especialmente agresiva contesta el tropiezo de lo que muestra voluntad de hondura. Pobre el que, desoyendo la milonga, dice con el pico lo que su obra no sostiene con el cuero. Pero al mismo tiempo, esa desconfianza -no carente de motivos, comprensible, incluso necesaria- terminó por producir su propio monstruo: la conformidad con la obra mediocre. La obra que vemos todo el tiempo, multiplicada, en las bateas más visibles de las librerías y en la programación de los festivales de cine. La obra útil, la obra seria, la obra educativa, la obra nacida de los temas de agenda y ajustada a los criterios del presente, la obra edificante, la obra para abrir la discusión. La obra, en fin, de la defección estética. Es contra esto que vale la pena volver a escuchar lo que suena en el toda la vida de Picasso. Y lo que suena, me animo a decir, es una de esas palabras con las que es difícil tratar. Lo que suena es la palabra consagración. No digo que sea obligatorio asumirla. Digo que existe y que hay cosas que no se entienden sin su ayuda. Digo que Cézanne escribió en una carta a Émile Bernard: “estoy viejo, enfermo, y me he jurado morir pintando”, y que Émile Bernard ofreció del pintor este retrato: “Una vida simple, regular, distribuidas las horas del día para el trabajo, un ojo sin cesar alerta, un espíritu siempre en contemplación”. Digo que María Moliner, pertrechada con fichas, una Mont Blanc y una Olivetti, trabajó durante quince años en la creación del Diccionario de uso del español. Y digo, por supuesto, que el cine no desconoce historias como esta:
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Mientras escribía lo anterior me di cuenta de que el toda la vida de Picasso se encuentra también en un tipo de historias a las que soy aficionado: las historias que tienen como tema lo que podríamos llamar La transfiguración del mundo por el advenimiento del arte. O si se quiere: De cómo fue que se me quemó la cabeza. Dos fabulaciones cinematográficas. En Velvet Goldmine un joven inquieto compra el último disco de Brian Slade (la estrella glam imaginada a partir de David Bowie), traba la puerta de su pieza con una silla y cuando sale otra vez a la calle, después de escuchar las canciones y explorar las imágenes, tiene no solo algunas melodías nuevas en la cabeza sino otra ropa y otra manera de caminar. En Casi famosos, antes de irse de casa, una chica le dice al hermano, todavía niño: fijate abajo de la cama, lo que hay ahí te salvará. Enseguida, varios discos de rock (Led Zeppelin, Rolling Stones, Jimi Hendrix, The Who) comienzan, habilitados por la predisposición del oyente, su tarea de refundación.
Son dos manifestaciones de una escena matriz: un disco te separa del mundo pero no porque ocupa tu tiempo, no porque te entretiene, sino porque descubre una sensibilidad cuya exploración requiere de una vida nueva. Pasa también con las películas, claro. Y con los libros, según muestran estos testimonios:
Saer después de Faulkner:
Llegué a casa un sábado por la mañana y tenía un paquete de la editorial Aguilar, que había comprado. Había algunos libros de filosofía de la pequeña Biblioteca Filosófica, unos libros grises. Y había textos narrativos. Entre ellos un volumen de la colección de premios Nobel: de Faulkner. Ahí leí Mientras agonizo. Lo leí ese mismo día, lo terminé, sin poder parar. Tengo un artículo escrito que se llama ‘El mundo transfigurado’. Porque realmente fue eso: el mundo después de leerlo era otro mundo. Yo estaba enamorado de una chica que como de costumbre no estaba enamorada de mí. Volví a casa ese sábado a la mañana, después de estar con ella, en un estado de depresión y tristeza. Almorzamos y subí a mi pieza. Era un sábado lluvioso, me senté y empecé a leer. Cuando terminé me había olvidado de todo, estaba en un estado de euforia total: salí corriendo a la calle, en el sábado de noche, a buscar con quién comentar aquello. Ahí empezó todo.
Levrero después de Kafka:
Cuando entrás en contacto con lo inconsciente aparece el mundo infantil, lo primitivo y las llamadas perversiones. Cuando el niño quiere analizar cómo es un muñeco, lo desarma, lo destruye. Yo descubrí que todo esto se podía contar después de leer a Kafka. De pronto me dije: ¡ah, entonces se puede decir la verdad!
Serra Bradford después de Tintín:
Si tuviera que resumir en un objeto -una causa- un momento de considerable viraje en mi vida tendría que confesarlo de una buena vez: el piloto beige del investigador y periodista belga cuyas aventuras leí en sexto y séptimo grados, casi como lectura única durante más de 700 días corridos, capturando a razón de un álbum por quincena o mes en el año escolar, con alguna excepción a mi favor en fechas de fiesta (…) Hoy siento que pasé años simulando leer otras cosas, que solo he querido leer a Tintín.
Por supuesto, todas estas historias son siempre construcciones retrospectivas, algo que no les quita un ápice de verdad. Sucede más bien al contrario: la fortalecen. Serra Bradford termina así su texto: “Supongo que exagerar retrospectivamente el efecto de una lectura, de cualquier obra, es otro derecho inalienable”.
Sabemos de estas historias porque quienes las cuentan (Levrero y Saer en entrevistas, Serra Bradford en un ensayo) son escritores importantes. Pero hay muchas del mismo estilo, anónimas. Es un fenómeno horizontal, como la lectura de Blanchot: cualquiera que desde cierto momento de su vida mira hacia atrás y habla así es porque efectivamente su vida estuvo marcada por la experiencia estética. Puede que otros recuerden con legítima emoción haber sentido algo importante escuchando un disco o leyendo un libro, pero si no lo dicen de este modo, si solo recuerdan, hablan de un tiempo clausurado, sin conexión con lo que cada uno es hoy. Y lo que está en juego en la rememoración que hacen los que dicen: “Todo cambió entonces” es la vida tal como es hoy. Por eso, de lo que hablan Saer, Levrero y Serra Bradford, de lo que voy a hablar yo, porque entiendo que la horizontalidad de la experiencia me lo permite, no es de un hecho ubicado en el pasado sino de un origen que continúa actuando. Un dinamo de la existencia que intenta comunicarse con variaciones de la misma fórmula: un día el mundo se volvió otro. Un día el mundo empezó otra vez. Mi forma preferida es una canción, que ofrece de por sí un mundo transmutado y da un paso más porque no solo da cuenta de la euforia del descubrimiento sino también del incordio que es capaz de producir:
“Vos también estabas verde” me resulta inevitable porque supe escribir la letra en alguna carpeta de la escuela secundaria manteniendo la primera persona y cambiando el nombre de los Beatles por el del propio Charly: “Escuché a Charly y…”. Es cierto todavía hoy. De hecho, cuando pienso en cómo fue que la inquietud estética empezó a recorrer mi espina dorsal (así nació, como un escalofrío), recuerdo siempre la misma escena: una tarde de 1988 me encierro en la pieza a escuchar Parte de la religión –como se encierra Christian Bale en Velvet Goldmine con su disco de Brian Slade pero sin revistas, menos informado-y cuando salgo, después de algunas horas, el mundo era definitivamente otro. “El mundo transfigurado” de Saer. Hablo de esto porque sé que muchos de los que están acá podrían contar historias parecidas. Y porque se trata del entusiasmo, ese impulso con vocación de origen que conduce a alguien a dedicarle tanto tiempo y energía a una obra (como creador, como íntimo destinatario) y a organizar su vida en función de una tarea que no ofrece necesariamente recompensas, si es que ofrece alguna fuera de su propia realización. Me gusta saber de estas historias porque me siento acompañado y me gusta contarlas porque siento que pueden acompañar no solo a quienes ya saben de ellas sino también a quienes quizás dudan de que eso que tanto les importa importe tanto. Y además de todo esto porque me hacen pensar en la cercanía además de en la distancia, esa palabra que tanto nos gusta decir. La modernidad nos enseñó, y cómo no estarle agradecidos, las estéticas críticas. Pero también nos enseñó las estéticas del rapto y al menos una estética de la comunión. En todas, nuestra posición presuntamente natural (nuestra tentación burguesa) encuentra sus límites y cuestionamientos. Brecht, Bataille, Whitman. Este último escribió en «¡Adiós!” estas palabras famosas: “Camarada, este no es un libro, / quien toca este libro, toca a un hombre”. Cuando Whitman publicó por primera vez Hojas de hierba el libro tenía doce poemas. Cuando murió, casi cuatro décadas después, tenía trescientos ochenta y nueve. Eso es toda la vida.
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Leí este texto el 16 de mayo de 2025 en el Cineclub Municipal Hugo Del Carril, en el contexto de la Sexta Semana Mundial de la Cinefilia, acompañado por Milagros Porta y Ramiro Sonzini. El registro en video se puede ver acá. Se trata de uno de los tres textos que escribí para la presentación de mi libro El lugar sin límites. Ensayos sobre cine, editado conjuntamente por Taipei y La Vida Útil. Los otros dos pueden leerse acá y acá, y sus videos pueden consultarse acá y acá.
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