La Quintrala (1954) es una película sadeana sobre una sadomasoquista. Con ella, del Carril se acerca a Buñuel, Ferreri, Verhoeven, el Monicelli de Amici miei y tantos otros malsanos. Lo sadeano es un teatro de la crueldad, en el sentido etimológico del término: puesta en escena cruda, fisiológica, literal y concentrada del funcionamiento naturalizado del poder -como proyección exponencial de una de las posibilidades del sujeto- desde el punto de vista más incómodo, que no es el de la denuncia sino el del goce. La Catalina de los Ríos y Lisperger de Borrás y Del Carril no es solamente una hija -de gobernador- que no cede ni ante el parricidio. Tampoco es solamente la que coge con los hombres que se le da la gana y se deshace de ellos cuando su deseo ha sido saciado, ni la que hace uso y abuso del esclavo que la adora (otro negro con el alma blanca). La Catalina de los Ríos y Lisperguer de Borrás y Del Carril es, también, mujer a través de la cual ellos representan a otras mujeres. No desestiman que su linaje de “brujas” y “hechiceras” ha sido instituido como maligno por la Iglesia, que su padre la posee con el mismo egoísmo con que ella a sus amantes, a quienes sólo puede poseer a escondidas, pero la dimensión libertaria del discurso de los autores tampoco la despoja de contingencia. Borrás y Del Carril no transforman a Catalina en una purificada heroína. Y nosotros quedamos atados a ese punto de vista fabulosamente doble, más ético que patético. La Quintrala empieza con una de las placas más importantes del cine de Hugo Del Carril. La tranquilizadora garantía de que lo que vemos está basado en la realidad se abre a otra dimensión –la «fantasía»- que no excluye a la realidad, pero la complica tanto como, también por esos años, Georges Franju, surrealista de la historia en La sangre de las bestias, lo hacía desde la leyenda inicial de La primera noche: “Sólo se requiere un poco de imaginación para que la acción más ordinaria se impregne de un sentido inquietante, para generar un mundo fantástico con el decorado de la vida cotidiana”. Lo que podría haber sido una ordinaria mirada del siglo XVII al estilo de las más grandilocuentes superproducciones, en La Quintrala es una reconstrucción histórica degenerada por el punto de vista de un personaje extraordinario, no precisamente a causa de su santidad, que aparece como su perturbador reverso (Archibaldo de la Cruz, protagonista de Ensayo de un crimen, temía ser «un gran santo o un gran criminal»). Las deformidades de La Quintrala no se limitan a su expresionismo lumínico.
Allí está el surrealista impulso de agresión a la mirada durante el terremoto, donde todo se desmorona sobre el ojo (y los únicos que mueren son los inocentes), que se prolongará en el asesinato de Yo maté a Facundo (1975). Y en esa misma escena, como en alguna otra de esta película y en la mayoría del cine de Hugo del Carril, también se luce un montaje de soviética evidencia, ya sea que cercene un enfrentamiento con espadas en las colonias españolas del 1600, o ritme un duelo a cuchillos entre guapos porteños y lo rime con una riña de gallos en La calesita (1963). El delcarrileano cine de dos cabezas no descarrila nunca, filme bajo el imperio de la narración clásica estructurada al milímetro o se aventure a la deriva moderna, pero tampoco se amputa para ocultar su naturaleza desgarrada, “monstruosa” en el mismo sentido en que los autores se refieren a las “brujas” y “hechiceras” de la familia Ríos y Lisperger. El cine de Hugo del Carril parece iluminado por la luz del progreso, la ilustración y el ateísmo, pero hurga en el mito, la imaginación y la fe, y los personajes depositan sus faltas (yerros, crímenes, pecados o carencias) en una descomunal creencia amorosa. Una aventura en la prehistoria, película checa que Del Carril compra y adapta al castellano, empieza con un plano de la evolución de la vida en la tierra, pero pone en escena una regresión al origen que posibilita el despliegue imaginario a zonas donde toda iluminación –se pretenda científica o efectivamente lo sea- deriva hacia el claroscuro. El romanticismo de Hugo del Carril, como el de Val Lewton, combina lirismo y lucidez política. Vayan, pues, dos imágenes de La Quintrala y Yo anduve con un fantasma (I walked with a zombie, Jacques Tourneur, 1943) que los unen.
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A simple vista, del Carril es un director de la transparencia, pero rascás un poco la superficie de esa nomencltura y la transparencia se opaca. Como pasa con los mejores directores clásicos, está seguro de lo que quiere decir, escoge un punto de vista, pero esa mirada partisana no reduce ni simplifica la cuestión. Además, como Aristarain o Caetano, no hace películas de género: usa sus estructuras y procedimientos, pero los desborda. Cuando termino de ver Esta tierra es mía (1961), un colega me dice que es un western. Y claro que uno puede pensar en él: hay un plano con la cámara en el piso enmarcada por las piernas de un militar, hay un tren al lado de él y unos trabajadores del algodón con fusiles en el techo dispuestos a enfrentar al ejército que está sobre el andén. Más aún, hasta se puede pensar en el spaghetti western, que aún no existía, y en uno como Dios perdona… ¡yo no! (Damiano Damiani, 1967), por ejemplo, pero el género como tal queda en el camino cuando uno ve la mayoría de las películas de Hugo del Carril. Con unos cuantos directores modernistas suele pasar lo contrario: después de ver sus películas uno se pregunta por qué no hicieron una de terror o un melodrama. Como le dice a Santos Peralta su ladero en Yo maté a Facundo: «Yo soy como usté’: híbrido» (en Fango, que se iba a llamar Fango Tango Trash, un personaje de Campusano se llama El Híbrido). Del Carril también tiene las sangres mezcladas. También es un bastardo sin gloria.
Dos años después de Esta tierra es mía vuelve a filmar un plano entre las piernas en La sentencia (1963). En uno y otro caso las marcas de los géneros son menos importantes que las sugerencias de los procedimientos. Del otro lado hay sujetos en inferioridad de condiciones: los pequeños propietarios rurales y sus peones en Esta tierra es mía, una mujer en La sentencia. Las piernas que enmarcan el plano son las de hombres armados: el ejército dispuesto a reprimir para imponer la «libertad de comercio» del gobierno central después del crack del 29 en los países centrales que derramó sus efectos sobre las colonias en Esta tierra es mía, un hombre resentido en La sentencia. En esta última, Del Carril añade el sugerente detalle de la caída del revólver.
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Al final de Yo maté a Facundo, Federico Luppi es un mártir al sol como Rodolfo Bebán en Juan Moreira (1973). Pero en la de Hugo del Carril no hay mito, o sus manifestaciones están mucho más trenzadas con la historia que en la de Leonardo Favio. En Yo maté a Facundo, además, es imposible sentirse como un héroe contra el mundo como en Juan Moreira. Todos pelean con todos, hasta consigo mismos, y uno es arrojado a esas luchas intestinas con casi la misma desorientación del protagonista, pero Rosas, Quiroga y otros encarnan la acción política en un marco histórico concreto con mucha más fuerza que los punteros de Alsina y Mitre en la de Favio. Santos Pérez (el protagonista de Las aguas bajan turbias se llamaba Santos Peralta) no sufre un acto de injusticia neta original del que seamos testigos, como Juan Moreira, cuyo punto de vista compartamos, y que sirva de justiicación para conservar la inocencia después de la venganza, aunque Del Carril señala la orfandad e ignorancia del protagonista (que es como la de Ventura, esclavo negro y, también, sicario de La Quintrala), la identificación es casi imposible en Yo maté a Facundo.
Del Carril solía filmar películas clásicas que no dejan de ser distantes, ya sea por cierto laconismo y austeridad posible y típicamente criollos, por el teatro de ideas que están detrás de ellas, aunque transfiguradas por la elocuencia intensa y precisa de la puesta en escena, por la no actuación del propio Del Carril, por la forma en que ausenta a sus personajes en el momento de la heroicidad (Esta tierra es mía) o los relega (Las aguas bajan turbias). Otra diferencia entre Yo maté a Facundo y el Moreira de Favio es la relación del protagonista con las mujeres. Santos Pérez no deja de ser un violador. Como para Del Carril la condición humana incluye los extremos, lo comprende, pero sigue haciéndonos recordar que lo es, incapaz de pedir perdón por mucho que uno solo de sus crímenes lo atormente. Otra vez, como en El negro que tenía el alma blanca, lo más terrible de algunos finales de Hugo del Carril es lo que no se hace -el beso en aquella- o no se dice. Al contrario del protagonista de Las tierras blancas, según precisa Peña en la entrevista, estos son personajes que no aprenden, que permanecen presos en el círculo infernal de las repeticiones, como el citado Ventura, la Quintrala y otros. También es la primera película de Hugo del Carril en la que las manos, destinadas a unirse aunque más no sea momentáneamente en casi toda su obra, no lo hacen, y ese el signo del Fin. Yo maté a Facundo es su película más terrible y es la última, estrenada algo menos de un año después de la muerte de Perón y casi un año antes del último golpe de estado militar, con la Triple A en pleno uso de sus funciones ejecutoras. La última línea de diálogo que escuchamos es: «Hasta más ver, compañero». ¿Puede un cineasta decir algo mejor que eso antes de irse?
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Cuando las caras tienen que ganarse el primer plano escalando un contrapicado: la ascensión de una puta (la gran Herminia Franco) en Las aguas bajan turbias:
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Hay dos plenitudes reunidas al comienzo de Esta tierra es mía. A una de ellas sólo podemos acceder si la vemos proyectada en 35 mm. No sólo porque la copia que está disponible en Youtube no es fílmico, sino porque tampoco respeta el Cinemascope original. La impresión de los colores y de la pantalla ancha en la sala es inmediata, con su apertura al esponjoso algodonal bajo el azul del cielo. Del Carril concreta en ella un despliegue plástico de la naturaleza sensual ya expresada, por otros medios, en Surcos de sangre y en Las aguas bajan turbias. Hace unos días encontré un libro de Hermann Sudermann en un local angosto, oscuro y polvoriento –son los mejores- de avenida Pueyrredón. Tapa dura, edición de bolsillo, Barcelona, 1950. Recordé que Surcos de sangre está basada en una novela del autor y lo compré. El prologuista -José Lleonart- decía que en las obras de Sudermann, como en las de Ibsen, Björnson y Hauptmann, “se planteaban ideas, aspiraciones, doctrinas sociales o de interés moral, a través de personajes en acción. (…) Una ráfaga de la terrible soberanía del instinto corre a través de ellas. (…) Lo erótico llega (…) a un punto de obsesión”. Podría ser la reseña de una película de Hugo del Carril. La fotografía de Francis Boeniger proyecta sombras y textura interiores como si todavía estuvieran filmando en blanco y negro, a diferencia de la iluminación generalmente plana y los colores chillones de Yo maté a Facundo. El verde se extiende en el plano para hacer de ellos no ya un infierno (como uno de los títulos internacionales de Las aguas bajan turbias), sino un paraíso silvestre, flexible como el algodón y húmedo como el lodazal en el que Del Carril y Nelly Meden se agitan por primera vez (seis años antes habían estado juntos en El último perro).
La otra plenitud no es de índole puramente perceptiva. Aún cercenadas o traicionadas las condiciones de proyección originales, podemos deducirla del argumento. Sin embargo, no se me ocurrió cuando la vi en el monitor de mi computadora a través de Youtube. La asociación fue posible gracias a la proyección en sala. Un tren cargado de hombres y mujeres, que viajan como ganado a Resistencia para trabajar en las cosechas de algodón (el montaje literaliza la expresión con que describimos las condiciones habituales del viaje en el transporte público), se detiene a punto de atravesar un río. En el plano previo, el personaje de Hugo del Carril ha sido presentado parcialmente cuando su brazo (hay versiones que se lo amputan) le ofrece una botella de agua a una nena sedienta desde una de las márgenes del plano. Y en su rol de director, Del Carril frena la marcha del tren en el mismo comienzo de la película para que el pueblo se refresque, beba y bañe en el agua. Ya había prefigurado a las Madres de Plaza de Mayo, que aquí siguen estando, no sólo gracias a la vuelta de Gloria Ferrandiz, sino también al conjunto de mujeres que detienen el tren de los represores sentándose sobre las vías. Ahora le tocaba filmar su versión de las patas en la fuente.
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Ventura en La Quintrala y en Juventud en marcha (Pedro Costa, 2006):
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– Menos mal que de vez en cuando uno puede divertirse.
– La diversión no es pa’ nosotros, es pa’ ellos.
El diálogo se escucha en Las aguas bajan turbias. Es un viejo el que aplaca el entusiasmo del hermano del protagonista. Pero no lo hace por eso, sino porque es viejo y ya no puede callar una evidencia. No la vocifera como quien recién se convierte a una verdad revelada o razona por vez primera la alienación de la ideología. Lo dice, nomás. Y aclara que las principales víctimas de ese estado de cosas son las mujeres, pues es para violarlas que esas fiestas son organizadas. Así como el Truco arma otra fiesta al principio, ni bien son conchabados, para ya cargarlos de deudas. Lo particular de este discurso es que, a diferencia de la modernidad cinematográfica una década más tarde, no impugna el espectáculo, la industria y el comercio del cine todo. Parte la mirada en dos, pero no se ciega a uno de sus funcionamientos. La inquietud de Hugo del Carril al respecto se hace evidente un año antes, en El negro que tenía el alma blanca. Pese al éxito conseguido contra las probabilidades debido a su color de piel, su personaje dice: «Hay veces en que el escenario se me figura una enorme jaula de exhibición donde lo encierran a uno para despertar la curiosidad de la gente».
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Nota: Debo algunas de las ideas y asociaciones de este texto a Pedro Berardi y Alito Aep.
[…] un año excepcional desde un punto de vista político-cinematográfico, relaciona el estreno de Yo maté a Facundo -“el género alcanza la máxima violencia”- en 1975 con el fusilamiento de Marcos […]
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