Se supone que Pirucha es El ángel de trapo (José A. Ferreyra, 1940) del título porque ni bien empieza la película un chofer le dice que es un ángel. Por un momento pensé que era de trapo porque su personaje tal vez fuera la muñequita del tango «Corazón de papel«, pero el de Pirucha tiene amores e ilusión, aunque es demasiado práctica para ser ilusa, así que los trapos son los del pueblo, como el percal de las fabriqueras o las costureritas, pobres pero decentes cuando no daban el mal paso. La decencia como programa estético parece más un lastre que otra cosa en términos cinematográficos, especialmente desde la segunda mitad del siglo pasado, pero para el Negro Ferreyra o para Torres Ríos no era santurronería ni boludez sino dignidad. Con todo, nadie pronuncia esa palabra en El ángel de trapo, que también es un ángel con la cara sucia. La película de Curtiz (Angels With Dirty Faces, 1938) había impactado tanto en todo el mundo que hasta Borges se había conmovido con ella entre nosotros. Acá no hay un gangster como Cagney sino una chica con la cara literalmente embarrada. El personaje que Ferreyra construyó con Elena Lucena aparentemente sin éxito es una piba divertida y vivaz, inculta pero inteligente como tantos de Niní Marshall. Tampoco es la linda, pero sus amores son los únicos que cuentan y el principal de ellos no se concentra en nadie sino que se irradia a todo.
Durante los primeros cuarenta y cinco minutos, de los setenta y cinco con los que cuenta la versión de Youtube, la vitalidad de Pirucha -que no está loca sino que es traviesa- y la de la película son la misma. Empieza con un juego de campo y contracampo que iguala a sus piernas mientra camina por la calle de vuelta del mercado con las ruedas de un auto que frena junto al cordón de la vereda y la salpica: Pirucha es una locomotora que se mueve sola. Su ritmo es tal que ni la propia película será capaz de seguir el tren. Si el cine de Ferreyra es inolvidable porque estaba lleno de puertas y ventanas que funcionaban como marcos dentro del plano para pintar situaciones cotidianas, dándonos el tiempo suficiente para demorarnos en esas instantáneas de lirismo cotidiano, acá el tipo no para y más de una situación típica de plano y contraplano la filma en contrapicado, como si hubiera decidido dedicarle una porción de la película al estudio de ese ángulo. Lo mismo hace con barrotes de camas, respaldos de sillas, muebles e instrumentos musicales, dispuestos de tal manera que la función narrativa importa menos que la composición espacial.
También es la película de Ferreyra en la que más se destacan los chicos, esos que con Bo y Torres Ríos serían pilares del mejor cine clásico argentino más o menos durante la misma época en que también lo eran para el neorrealismo (en Italia miran el desastre y el desastre los consume, los argentinos encarnaron la alegría del estado de bienestar peronista). Un montaje paralelo entre Pirucha y su pretendiente que van juntos por la calle y la banda de pibes del barrio que monta un concierto radiofónico da la pauta conceptual: en la película los nenes se manejan como adultos y los adultos juegan como nenes (Favio también se sumó a la gran fila india del cine nacional con chicos en su corto El amigo -1960- y con las imágenes de Gatica el mono -1993- que transcurren durante la infancia del protagonista, así como Soñar soñar -1976- es la película en que los adultos parecen chicos: mucho antes que Monzón, la nena de El ángel de trapo quiere «estudiar de artista» para no ser planchadora). La orquesta de viejos que viene ensayando a Verdi desde hace quince años nos prepara para los profesores de Ball of fire (Howard Hawks, 1941), y nuestra protagonista es una de esas maravillosas payasas del cine que se distinguen por sacarle la lengua a la cámara. Menos han sido las capaces de improvisar una canción frente a un trozo de cuadril que la va de micrófono (en el mismo sitio una señora le dice a otra: “Anoche soñé con berenjenas”): eso es ser una estrella del pueblo (Tita se preparaba para Mercado de Abasto).
La banda de viejos que ensayan sin esperanza también prefigura los protagonismos colectivos que brillarán en comedias de Schlieper como Mi mujer está loca (1952), pero acá le sirven a Ferreyra para hablar de su lugar como artista. La gloria junto a una cantante lírica ya quedó atrás para el director de orquesta, y el director de la película bien pudo temer que el éxito con Libertad Lamarque no se repitiera. Además la banda parece más amateur que profesional y, por más que sea portavoz querible y bonachón de la superioridad cultural de la música clásica, su líder sólo puede hacer que toquen medianamente bien un valsecito criollo. Ferreyra, maestro mayor de formas menores, se le parece mucho. ¿Se habrá muerto ignorando que la gloria del cine argentino le pertenece a los suyos y no a los académicos?
La segunda mitad es a la primera lo que el melodrama a la comedia. Lo increíble es que aquel aparezca sin previo aviso ni como parodia. El pasaje es brusco pero fascinante: un hombre que está conversando con otro revela repentinamente una información del pasado. En vez del contraplano de su mirada aparece una foto velada, y poco después una escena que nada tiene que ver con el espacio conocido. Lo que parece un viaje al pasado es una imagen del pasado –el retrato de la cantante lírica- dentro de un ambiente actual pero de otra clase social y de otro género cinematográfico: ¡el falso raccord de mirada resulta ser también un falso flashback! Nada de lo que sucede a partir de entonces cuaja porque es mucho menos cristalino y juguetón que todo lo anterior, pero es tan arbitrario que deleita porque no hay verosímil que lo sostenga. Un desafinado preludio de Wagner parece funcionar menos como motivo dramático que como analogía del discurso que nuestra cenicienta escupe en la cara de los “pitucos”. Sin embargo el príncipe, que es el padre, ya había dejado picando una frase de aquellas: “Aquí tendrá que acostumbrarse a no hacer nada para ser completamente feliz”.
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Se abre el abismo (1945) tiene pretensiones de tragedia pero prepotencia de folletín, sin que yo sepa aún quién la escribió, si tuvo forma literaria antes que cinematográfica y, en caso haberla tenido, si se trataba de buena o mala literatura. Su ambientación parece más centroeuropea que autóctona. Como la de Surcos de sangre, de Hugo del Carril, cuya fuente literaria lo era y tantas otras películas argentinas de esos años. Lo que importa es que la película de Pierre Chenal es un entretenimiento sin pausa que avanza veloz e incluso abruptamente, con agujeros en la narración que enriquecen aún más sus temas tan ambiciosos como los de todo folletín, que suele narrar con una irresponsabilidad tal que acaba siendo más rico y estimulante que la mayoría de esas películas tan ingenuas como para mostrarse seguras de sus certezas y de esas otras dispuestas a confundir sabiduría con lugares comunes y falta de riesgo.
La película ya es exagerada desde el título, que se ve confirmado al final por mucho que el último plano fabrique una seguridad meramente inmediata. Lo sucedido hasta entonces no ha hecho más que minarla. Se abre el abismo empieza con el maltrato por parte del dueño de un aserradero familiar a sus hijos y su empleado. Si ese personaje despierta desde un principio en nosotros un odio sin fisuras, también es cierto que su maldad, acaso su resentimiento, dicta el ritmo febril que distingue al relato dentro de la más bien pesada producción de la época. Es lo que pasa con el villano de Historia del 900 (Hugo del Carril, 1949), también a cargo de Guillermo Battaglia. Son agentes de algo que en el melodrama es puro mal pero que las mínimas referencias realistas del género proponen, si no justificar, al menos entender parcialmente como productos de una determinada coyuntura.
La desaparición física de tan excesivo personaje no hará sino aumentar su peso sobre el resto: esposa, tres hijos (un varón y dos mujeres) y hasta quien se casa con una de ellas, hombre de otra “naturaleza”, vale decir de otra condición económica, representante privilegiado de la sociedad si no pilar de ella en tanto que juez. Si bien no es tan absoluto como el que amenaza a la mujer y los hijos de Battaglia, el abismo también se abre bajo los pies de este último. Así se afecta la supuesta estabilidad del orden legal imperante y la distancia relativamente resguardada del espectador, a quien este personaje también representa como observador, siempre y cuando hayamos podido escaparnos de la identificación con los atormentados miembros de esa familia que representa el ámbito doméstico como la peor de las tiranías.
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Trato de ver Nacha Regules (Luis César Amadori, 1950) y no lo consigo. Propaganda verbal –que no visual- mata melodrama. Desde el principio Arturo de Córdoba no puede cumplir otra función que declamar el discurso peronista. La bronca contra los ricos de Manuel Romero era graciosa y estimulante porque estaba puesta en escena, no leída desde un púlpito. Que las patotas no estuvieron inicialmente vinculadas con el pueblo –ni con el peronismo- sino con los niños bien de la clase alta dominante sigue siendo importante recordarlo, muy en especial ahora que Mitre y Llinás las ubican todavía más abajo que Tinayre en la escala social. Pero en vez de hacernos disfrutar del cabaret, Amadori se pone a explicarnos su funcionamiento. Lo único bueno de lo que alcancé a ver sin adelantar es la sensualidad de Nelly Meden y Beba Bidart y los primeros planos de Zully Moreno. Lástima que hasta sus magníficos escotes desaparecen a medida que se adecenta. La palabra no es caprichosa: la escuchamos hasta la náusea. Debe de haber pocas cosas más contrahechas que un cine peronista aburguesado (o “racional”).
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En Contracampo (Rodolfo Kuhn, 1958) aparece la ciudad moderna como espacio donde perderse y deambular para el hombre venido de una provincia que se mira en el espejo de un conventillo. En Sol de primavera (José A. Ferreyra, 1937) y en El forastero (Antonio Ber Ciani, 1937) también hay pajueranos en Buenos Aires. Menos que perderse en ella estos últimos se sobresaltan y hasta deben cuidarse de que los atropellen los autos (habría que ver si les pasa lo mismo a los porteños del cine que no hayan sido dueños de estancias cuando salían de la Capital). Aventura y comedia son los géneros fuertes que enmarcan la relación de los actores de esas películas con el espacio, y sobre todo la del espectador con ellas. En los casi diez minutos de duración del corto de Kuhn escrito con Antín hay más variedad de ángulos que en el par de largos citados, algunas posiciones de cámara tienen la extravagancia típica de las iniciaciones cinematográficas, y la música concreta podría romper definitivamente con un clasicismo que en nuestro país no se extendió tanto en el tiempo ni fue tan homogéneo como para volverse institucional (varias películas de la década del 30 son más formalmente modernas que las que se propusieron serlo en los 60). Sobre el final aparece el mito roto de Santos Vega como imposibilidad de contar lo contado hasta entonces o de contarlo de la misma manera que antes, cuando no la decisión activa de ya no contar nada. El destino funeral de la guitarra es el mismo que Manzi y Pappier le dan a la de El último payador (1950).
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Hijos nuestros, con Carlos Portaluppi y Ana Katz, es una de las mejores películas argentinas recientemente estrenadas. Uno de sus directores, Nicolás Suárez, es el autor de Obra y vida de Sarmiento en el cine, ensayo premiado en la segunda edición del concurso de estudios sobre cine argentino impulsado desde la biblioteca del ENERC por Adrián Muoyo. Unas veinte películas son analizadas en ciento veinte páginas y tres secciones: «Versiones de Facundo: del criollismo al revisionismo», «Imágenes de Sarmiento» y «Usos profanos: militarización, resacralización, vaciamiento». Homero Manzi y su trabajo como guionista tienen un lugar destacado, lo mismo que la identificación de Sarmiento con Perón en el último cine argentino clásico, y de Sarmiento como padre de la patria filicida en Su mejor alumno.
Miguel Paulino Tato, censor de censores, deja una frase reveladora:
– Me siento censor, me sentí siempre, porque creo que hacer crítica de cine es ya ejercer la censura (…).
Suárez analiza amena y claramente, pero no evita el juicio crítico al cine del presente. Puede tomar la forma de una clasificación («el cinéma de qualité de Matías Piñeiro»), una ironía («No sería sorprendente hallar que en este juego en el que todos mienten tal vez Piñeiro sea la excepción cuando proclama: No soy pretencioso ni intelectual (…), más bien un tarambana») o una adjetivación («la bravuconada de Donoso»).
La figura de Facundo Quiroga es pensada como «un pliegue mitológico de la comunidad». A propósito de Hugo del Carril, a quien supone capaz de fanatismo, Suárez señala a 1952 como un año excepcional desde un punto de vista político-cinematográfico, relaciona el estreno de Yo maté a Facundo -«el género alcanza la máxima violencia»- en 1975 con el fusilamiento de Marcos Osatinsky y la dinamitación de su cuerpo a menos de 50 kilómetros de Barranca Yaco, y encuentra en el personaje de Federico Luppi una posición dramática similar a la del detective en el género policial.
En la sección dedicada a las relaciones del cine moderno y contemporáneo con Sarmiento comienza ocupándose de Shunko (Murúa) y de El ojo de la cerradura (Torre Nilsson). En una nota al pie sugiere la lectura de un texto de Jameson como semilla del desprecio generalizado y facilista hacia la alegoría por parte de la crítica, precisa de qué maneras la «presencia fantasmagórica» del peronismo delinea la estética, si se quiere paranoica, de Llinás como continuador de Borges y de Bioy. Y advierte en las películas de Prividera, al menos en lo que a Sarmiento refiere, una inversión especular del de Piñeiro.
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Gracias a las ediciones de la biblioteca nacional impulsadas por Horacio González –pero descontinuadas por Cambiemos- leo un artículo de Rodolfo Kuhn para “Tiempos Modernos” y me encuentro con la otra madre del borrego: Godard es la de los que crucifican a Tarantino por razones presuntamente políticas y Kuhn puede ser una de las responsables de que la intelectualidad argentina desprecie Nazareno Cruz y el lobo (junto a Soñar, soñar, «dos películas lamentables» según él). Kuhn escribe enojado y eso está bueno. Vamos, que escribe exiliado (Godard suele hacerlo «retirado»). El artículo traza un recorrido histórico de trazo grueso y frases cortas que se lee con ganas. Por ahí dice que uno de los dos únicos momentos en que hubo «libertad de expresión cinematográfica» se dio «después de que fuera echado el peronismo» y uno se queda con las ganas de preguntarle a qué clase de libertad se refiere. La prioridad de su mirada política también le hace cometer el desatino de llamar a La patagonia rebelde -una de las películas más chatas que se hayan filmado en nuestro país- «una de las películas fundamentales del cine argentino» en el mismo contexto en que le pone peros al Juan Moreira («film desparejo y algo demagógico») de Favio.
[…] con el del negro Ferreyra, que hizo de la actriz su última y traviesa musa en películas como El ángel de trapo. Tito Lusiardo es su partenaire cómico revisteril. Romero filmó el sainete de un puritano, pero […]
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