Libertad de expresión, # 2, por Greil Marcus

En el hotel Cesars Tahoe del Lago Tahoe hay una cabina donde podés cantar sobre versiones instrumentales de tus canciones favoritas y grabarlo. Naturalmente, los resultados suelen ser muy divertidos; al operador le gusta hacer copias de las interpretaciones que encuentra particularmente ridículas, y hace poco pasó un par de los grandes éxitos anti-charts en un programa de radio local. El hit fue sin ninguna duda un tipo inflando sus pulmones para hacer “Uptown Girl” de Billy Joel.

Fue raro escucharlo. “Uptown Girl”, un tributo a The Four Seasons (“Dawn”, “Rag Doll”, “Big Gurks Don’t Cry”, etc.), es un tema tramposo; esos wo-wo-wo-wos ascendentes casi derrotan al propio Joel. El cantante, quien quiera que sea (me lo imagino bajo, panzón, alrededor de cuarenta años, sudando a mares, una especie de Billy Joel sin dinero), ni siquiera se acercó: quiero decir, nunca estuvo allí. Era imposible no reírse; era difícil imaginar cómo el tipo se aguantó la risa.

Sin embargo, a medida que la cinta continuaba sonando (y seguía y seguía, la pista de acompañamiento parecía dos veces más larga que la grabación), el hecho de que el cantante nunca se equivocara en la letra comenzó a darle algún interés. El hecho de que, completamente sin aliento, se mantuviera bien de pie y erguido para la autoafirmación que exige el último verso de cada estrofa (“Donwtown man / That’s what I am), empezó a parecer digno de destacarse. No había manera de evitarlo: como un cantante de ducha el tipo estaba ahogándose, pero seguía moviéndose. El guión de la canción chico-pobre / chica-rica, que en manos de Joel resultaba la clase de cosa que uno compone para un homenaje a The Four Seasons, parecía ahora servir para algo. El cantante en la cabina estaba desesperado, torturado por los arreglos, un Sísifo haciendo rodar los wo-wo-wo-wos, y aun así logró poner todo su pánico en la historia que estaba tratando de contar: quería una chica del norte de la ciudad, pero él era un tipo del bajo. Se escuchaba al tipo tratando de sonreír a través de su incompetencia ilimitada; se escucha el orgullo sobre el que escribió Joel, pero que nunca puso en la canción. Este turista de Tahoe, probablemente borracho, transformó la canción, al menos para un oyente: yo nunca volví a escuchar a Billy Joel cantar “Uptown Girl” sin pensar en lo poco que debe haber significado para él, comparado con todo lo que significaba para alguien más.

Un incidente así define la canción pop como un don, y define el proceso pop como un medio de intercambio de dones. Billy Joel hace un disco, lo lanza al mundo, y el disco retorna de varias formas: como dinero, como fama, como aprobación, burla, indiferencia. Pero si hubiese estado en el lugar correcto a la hora correcta, con la radio sintonizada en el dial correcto, le hubiera retornado de una forma que él nunca hubiera podido imaginar: bajo la forma de un fan que, al retornar el don, se apropió de una canción ajena y se la llevó bien lejos.

¿Raro, no? Bueno, son tan solo especulaciones. Billy Joel probablemente nunca escuchará la grabación de Tahoe, así que olvidémonos del asunto, pero Roy Orbison va a ver lo que se ha hecho con su “In Dreams” en la película de David Lynch Blue Velvet (Terciopelo azul), ¿y qué irá a pensar?

Aunque como película Terciopelo azul sea tu obra maestra de cabecera, como dramatización de una idea –el núcleo primitivo de corrupción hormigueando bajo la suave superficie de la vida de clase medi– es tu obra cursi de cabecera. Como Pauline Kael dijo alguna vez de Citizen Kane, es una obra maestra superficial. Quizás sea por eso que ninguno de los elogios críticos que suscitó la película sea la mitad de convincente de lo que es la película en sí; si los leés después de ver la película, te pueden hacer dudar de la fuerza de lo que acabás de ver. Los críticos se esfuerzan demasiado por decir qué significa Terciopelo azul, cuál es el mensaje de Lynch, seguramente algo tan fuerte estéticamente debe significar algo socialmente profundo, incluso filosóficamente. Así, transforman la película en algo más de lo que es, logrando en última instancia que parezca menos; fetichizan los fetiches de Terciopelo azul, negándose a dejarlos tal como Lynch los dispuso, como algo común y corriente. Hasta ahora leí que la máscara de plástico que el personaje de Dennis Hopper se calza en la cara cada vez que está por cometer un acto de sexo o de violencia contiene helio, vapores de cocaína, éter, como si el oxígeno fura demasiado inocuo. Pero Terciopelo azul es una película de sensaciones, no de ideas. El horrible rugido que sale de la cama cuando el chico pulcro y la mujer misteriosa acaban juntos justo después de que ella hiciera que él la golpeara -es la voz de la madre de Grendel- es un acontecimiento, un quiebre, no una tesis sobre sexualidad o fenomenología.

Lo que Terciopelo azul dramatiza es el desplazamiento –no porque Lynch, aparentemente, encuentre los desplazamientos asociativos socialmente relevantes, sino porque le parecen apasionantes. No hay otra razón para lo que hace con “In Dreams” – la canción produce el momento más opaco, más perverso y más elegante de la película-. No agrega nada al argumento, nada a la caracterización. Es como si simplemente Lynch amara la canción, como si desde que alcanzó los charts en 1963 hubiera estado esperando el momento de responderle, como si en el medio de la filmación de Terciopelo azul hubiera simplemente decidido que ya había pasado tiempo suficiente.

Dennis Hopper, el malo de la película, sube de prepo al buen chico y a la mujer misteriosa a su auto y cruzan la ciudad hasta un sórdido prostíbulo. Son recibidos por Dean Stockwell, el dueño del prostíbulo. El clima es cruel, pero no exactamente amenazante; hay cierta lasitud en la manera de moverse de los villanos que casi congela la escena, como si hubiesen estado repasando sus gestos de matones por tantos años que no pueden imaginarse cómo obtener más placer de ellos.

Hopper está parado en silencio, sonríe, luego chilla, pero el chico y la mujer saben que solo se trata de su manera de hablar. El que los asusta es Stockwell: puede percibirse que están tratando de no mirarlo. Es un perverso más allá de cualquier límite; la capa de maquillaje que tiene en la cara es tan gruesa que uno no puede creer que tenga piel debajo. Todos están esperando algo, esperando irse, esperando pensar qué hacer, esperando que pase algo, y de pronto suena “In Dreams”, y Stockwell aparece posando ante un micrófono debajo de un cortinado, haciendo playback, actuando, un pequeño entretenimiento, la canción saliendo perfectamente de su boca. No se sabe qué está pasando, de dónde viene la música (un pasacasete, pero esto se sabe más tarde), qué hace allí.

Cantada por Roy Orbison, “In Dreams” es suave, hasta podría decirse vaga, informe. Aquí es distinta, exigente, bella, horrible: tenés que mirar a Stockwell, no podés resistirte a hacerlo. En un instante se construye una tensión escalofriante: la canción se expande, y va a estallar en cualquier momento. La película entera va a explotar, justo aquí, sin ninguna razón. A la vez, la película entera se volvió irrelevante; como historia, el espectador ya se fue de ella, junto con el resto de los personajes.

Quizás, se trata solo de la canción favorita del personaje de Stockwell. Quizás estuvo toda la noche esperando que alguien aparezca, para poder ponerla y simular que la canta. ¿quién sabe? Su actuación es tan repulsiva como fascinante, y para no ver lo que tenés que ver escuchás con mayor atención, y la música adquiere una claridad que nunca tuvo antes. Pero uno bien podría sentir en los labios la transpiración resbalando por el maquillaje de Stockwell: como balada romántica convencional la canción se desvanece, volviéndose un baño de asco, de odio, de vileza. Se vuelve amenazante, lo que para Stockwell significa cometer un acto de sexo o de violencia. Resulta demasiado; Dennis Hopper va hasta el pasacasete e interrumpe la canción.

“In Dreams” ahora es otra. Como balada romántica convencional, alcanza ahora extremos que un griterío punk sobre violaciones y violencia no podría ni pensar en alcanzar. Es de presumir que a David Lynch, “In Dreams” le ha producido placer durante años. Aparece en su pantalla como un momento de placer, vacía e irresistible a la vez. Como director, Lynch habla a través de sus actores. No menos que el hombre en la cabina del Caesars Tahoe, está cantando una canción que le gusta, solo cantándola. Como el hombre en la cabina, está retornando el don, devolviéndole algo a la canción; en su caso, algo que nunca quiso, pero que ahora tiene que aceptar.

Publicado originalmente en Artforum, diciembre de 1986. Recopilado en Escritos sobre punk 1977-1992. En el baño del fascismo. Paidós, Buenos Aires, 2013

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