Películas y canciones de rock (Hey Ho!, Let’s Go!), por José Miccio

1991: The Year Punk Broke (Dave Markey, 1992) es una película perfecta para reencontrarse con una de las versiones más comunes y esenciales del rock: esa que lo muestra como el modo de vida de un montón de jóvenes que ante un micrófono hacen morisquetas o dicen obviedades con aspiraciones de filosofía y en escena pueden tocar la más maravillosa música y agitarla como en un ritual dionisíaco. Markey registra una gira europea de bandas americanas. Están Sonic Youth, Nirvana, Babes in Toyland y Dinosaur Jr. O sea: rock de alto impacto. Gran rock. Thurston Moore es el maestro de ceremonias. Una vez hace un comentario sobre el capitalismo, otra sobre la situación política internacional, una tercera sobre las compañías discográficas y la producción independiente. El resto del tiempo se dedica a lo que se dedican los músicos en gira: dar entrevistas cancheras, hacerse los locos, decir pavadas y no drogarse (¡vamos, amigos, ni un porro en toda la película!).

“Teenage Riot” se llama una de las canciones que Sonic Youth grabó en su obra maestra Daydream Nation y que en la película tocan en una versión ultraveloz. De eso se trata. De revueltas adolescentes. Y de encontrar un lugar. Es la promesa del rock. “There’s a Place”, como la canción de los Beatles que Charly García grabó en Casandra Lange y que resume buena parte de esta historia. De eso hablan “Bienvenidos al tren”, “Brigadas metálicas”, “Piano bar”, “Para la almas sensibles”, “Jesus, Etc”, “Come Together”, “Maricas” y cientos de canciones más. Todas dicen lo mismo: hay un lugar. Y se lo dicen a pibes que sienten que las cosas tal como están diseñadas para sus vidas no están bien, que pueden ser diferentes. La utopía del rock es esa. Un Lugar. Parece poco pero no. Quien lo probó lo sabe.

El rock sacó siempre su fuerza de este reclamo políticamente básico, incluso en sus manifestaciones más complejas. El Lugar de un lado. Del otro, el Sistema. Esa es la otra palabra clave. El comodín del Mal. Una vez puede sustituirse por Capitalismo, otra por Gobierno, otra por Adultos, otra por Ley. Cualquier institución formada, con proyectos de vida socialmente aceptados, es el Sistema. Y el rock es el Lugar. Este enfrentamiento sostiene buena parte de su historia y alimenta la eterna discusión sobre quién está adentro y quién afuera, quién transa y quién no. 1991: The Year Punk Broke retoma todo esto punto por punto.

Puede que los primeros años 90 hayan sido el último momento de brillo del rock como enfrentamiento entre Lugar y Sistema. Moore lo dice así: “1991 es el año en que el punk finalmente penetra en la conciencia masiva de la sociedad global”. Pone como ejemplo la versión de “Anarchy in the UK” que Motley Crüe toca en los estadios, y a la que califica como “repulsivamente maricona” (sickeningly candy-ass). Contra esa domesticación giran las bandas, y contra ese devenir moda del punk aparecen en la película los Ramones, justo después del análisis de Moore, como los que todavía tienen la llama. Los padres locos. Las cosas son así de claras. En un momento, en la habitación del hotel, el televisor muestra los veinte hits del verano según MTV. Moore le muestra el culo y le hace fuck you.

The Year Punk Broke pone en escena esta disputa por medio de un montaje ultraveloz. Es aceleración y vértigo, como si Markey y su montajista hubieran elegido seguir la versión en vivo de “Teenage Riot” en lugar de la grabada en Daydream Nation. Lo mismo pasa con la selección de shows. Todo lo que hay es música al taco y cuerpos que se sacuden. Punk y noise. El que no acopla va al arco. Cobain grita como un condenado. Lee Ranaldo hace volar la viola. Thurstoon Moore interviene las cuerdas con un palo de batería. Si se muestra al público es porque hay pogo. Hay un plano genial (cámara en mano, un par de barridos justísimos) que resume el estado de rock permanente que la película busca transmitir. Nirvana cierra un show con “Endless, Nameless”, el tema que unos meses después aparecerá oculto en Nevermind. Novoselic tira el bajo al aire. Kurco se acerca a las cajas para aumentar el ruido, retrocede hasta el borde del escenario, toma impulso, corre, se tira de panza sobre la batería, el público explota, Kurco se levanta de entre los platos y tambores, da un par de pasos indecisos, saluda, vuelve al borde del escenario, agarra una birra y sale de cuadro, que queda lleno de éxtasis.

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Cada vez que un personaje dice: “Uh, me encanta esta canción”, la película tiene que conseguir un momento especial, porque si no es como poner dos puntos en una oración, crear la expectativa y decir algo sin importancia. El arte está lleno de estos riesgos pequeños que su misma condición convierte en grandes. En Singles (Cameron Crowe, 1992), con un pedazo de plato roto en la mano y un beso que se siente caer, Kyra Sedgwick (al lado de Campbell Scott) corta un silencio diciendo la frase. “Oh, I love this song”. La canción que suena es “May This Be Love”, de Jimi Hendrix, un título obvio, apenas una ilustración de lo que ocurre entre estos personajes que recién están conociéndose. Pero también algo más, que alcanza a la película entera. Con sus tambores y su guitarra inconfundible, y ese modo de cantar liviano que Hendrix tenía a veces, la canción habla de una calma a la que todos los personajes aspiran, lo reconozcan o no. «Waterfall / Nothing can harm me at all / My worries seem so very small / With my waterfall” («Cascada / Nada puede lastimarme / Mis preocupaciones parecen tan chiquitas / con mi cascada»), dice la primera estrofa, que es la que se escucha entera.

Crowe pinta un mundo en el que la juventud está formada por profesionales que no son yuppies y músicos de rock que no son hippies ni punks (además de por una chica salida del cine de Almodóvar). Es la misma época de The Year Punk Broke pero tratada de manera diferente, porque no hay ninguna de las preocupaciones que encarnan en Thurston Moore y sus compañeros de gira. El rock en Singles es la banda de sonido de una generación que vive fuera de sus reclamos, no importa que una de la chicas lea a Lester Bangs. Lo notable es que está filmada en la ciudad (Seattle, claro) que vio nacer una camada de bandas que pusieron muy enfáticamente esos reclamos en escena. Puede que el grunge haya sido el último drama del rock antes de que la difusión de internet terminara por confirmar y multiplicar los nichos de recepción. La última vez que el espíritu adolescente quiso oler mal. La última vez que fue padre Neil Young. Recuerdo que en Analog Days (una película de Mike Ott que se dio un vez en el festival de Mar del Plata y que es imposible conseguir hoy) esta sensación estaba clarísima. Para sus protagonistas -veinteañeros, losers, disconformes- una cosa era Nirvana y otra cosa era Beck.

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Singles (Cameron Crowe, 1992)

El juicio es relativamente independiente de la música (Beck hizo varios discos brillantes). Tiene que ver con la manera en que las canciones se vinculan con quienes escuchan en ellas rumores existenciales. En este sentido, Crowe es Beck filmando en la ciudad que lanzó a Nirvana al mundo. O también: el personaje de Matt Dillon es Beck vestido de grunge (la ropa incluye a Eddie Veder). Dicho pronto pero no tan mal: “Loser” es cool. “Lithium” es la bronca y la angustia que te agarra del cuello, se te mete en el estómago y no te suelta más. Kurco la hizo producir hasta que pudo. Fue el último mártir del drama entre Lugar y Sistema. Unos meses después de la gira encabezada por Sonic Youth, Nirvana editó Nevermind y se convirtió de la noche a la mañana en la banda más famosa del mundo. Si el año de The Year Punk Broke hubiese sido 1992 en lugar de 1991, Thurston Moore le hubiera mostrado el culo a un televisor en el que aparecía Kurt Cobain.

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Punk, grunge, Cobain, Nevermind, años 90. Vienen bien a cuento esto tres párrafos que Greil Marcus escribió para la introducción de su excelente Escritos sobre punk 1977-1992. En el baño del fascismo:

“Cuando en enero de 1978, los Sex Pistols se separaron después de un show en San Francisco, mucha gente dio por terminada la época. Entre ellos, el propio Johnny Rotten. ‘Fue una buena época’, dijo en 1986, mirando hacia el pasado. ‘En un momento podría haber salido para cualquier lado. Ponía a la gente muy nerviosa. A mí me ponía nervioso, si lo sabré. La mitad del tiempo tenía miedo de caminar por la calle. Al final era un película de clase B repetida hasta el absurdo, repleta de lugares comunes. No debería haber sido así. Podría haber sido algo épico, un cambio absoluto’. No fue un cambio absoluto pero, la verdad, es que como el punk podría haber salido para cualquier lado, de hecho fue lo que hizo. Fue una película repetida una y otra vez (a veces absurda, a veces no). La música pop reclamó nuevos territorios, nuevos temas, nuevos climas, nuevos ruidos, todo basado en el rechazo primario, la complejidad y el drama del primer No de los Sex Pistols.

El mercado del pop se reformó rápidamente y el punk se exilió en radios de culto desparramadas a lo largo de sus fronteras más apartadas. Pero en especial en pantanos, donde el reflejo de la publicidad no brillaba tanto, cuando desde las profundidades de una función continuada llegó la película de Johnny Rotten y fue proyectada una vez más, la película cambió y sus personajes salieron de la pantalla. Un ejemplo bien típico: en 1983, cinco años después de la muerte oficial del punk, las noticias llegaron a Aberdeen, Washington, una ciudad de 19.000 habitantes a unos 160 km al sudoeste de Seattle. Un habitante de Aberden, Buzz Osborne, tenía un casete grabado que hacía escuchar solo a aquellos que él consideraba dignos; en el casete había canciones punk, grabadas de discos que eran difíciles de conseguir, y que él transmitía como un secreto. Osborne formó entonces la primera banda punk de la ciudad. ‘Empezaron a tocar punk rock e hicieron un concierto gratis justo detrás del supermercado Thirtftways donde trabajaba Buzz’, le contó Kurt Cobain a Gina Arnold en 1991, recordando el momento en que su banda llevó el álbum punk Nevermind hasta la cima de lo charts, sin mirar para abajo. ‘Se colgaron de los cables de luz y tocaron música punk para unos cincuenta chicos del pueblo. Cuando los vi tocar, me volaron la cabeza. Me convertí instantáneamente en un rockero punk. Abandoné a todos mis amigos porque no había nada de esa música que les interesara. Entonces le pedí a Buzz que me dejara escuchar aquel compilado de canciones punk’.

Se puede tomar una historia así como algo minúsculo o como algo muy importante. Cualquiera sea la elección, es una historia que ocurrió, que fue vivida más veces de lo que cualquiera podría imaginarse en los años posteriores a la desaparición de los Sex Pistols en un pueblo de Andalucía, después de clase en la Universidad de Leeds, en un depósito de Praga. La historia es siempre la misma: la música hacía una promesa de que las cosas no tenían por qué ser lo que parecían, y algunas personas tuvieron el coraje de guardar la promesa. La historia era siempre diferente: cada versión dejaba detrás sus propias leyendas locales, héroes, víctimas, unos pocos documentos valiosos y una historia para contar.”

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En su ensayo Libertad de expresión # 2 (una de las mejores cosas que se hayan escrito alguna vez sobre rock, y que pueden leer en esta misma página, en la sección Archivos), Greil Marcus dice que una canción es un don, y que el proceso pop es un medio de intercambio de dones. Da dos ejemplos: el uso que hace David Lynch en Terciopelo azul de “In Dreams” de Roy Orbison y una versión de karaoke de “Uptown Girl”de Billy Joel pasada en la radio con voluntad de burla. Lynch demuele la dulzura de Orbison y convierte “In Dreams” en algo vil. El anónimo y borracho intérprete de “Uptown Girl” se apropia de la canción porque parece sentir verdaderamente eso que dice la letra: que un chico pobre no puede querer a una chica rica, algo que permanece ajeno a su millonario autor. Intercambio de dones: Lynch y el tipo del karaoke llegan a un lugar que no sería posible sin la canción, y dejan a la canción convertida en otra cosa. Una mujer a la que nunca le vi la cara me recordó todo esto.

8M
Foto: Willy Villalobos

Entre todos los materiales que circularon sobre el 8M el que me llamó más la atención es esta foto. La frase de la espalda es bien conocida: forma parte de una canción de los Redonditos de Ricota, “Te voy a atornillar”, en la que el Indio dice cosas como “Te empleo”, “Te asfixio”, “Te piso”, “Te pego”, “Te sirvo” (imagino que como un perro a una perra, o como cuando decimos “Lo sirvió”, en el sentido de “Lo puso”, “Lo cagó a trompadas”) y un maravilloso “Te espumo”, fortalecido todo por un “mucho” convertido en palabra aguda. En un momento el Indio canta: “Yo te quisiera asaltar / te voy a atornillar / te voy a herir un poquito más”. Todas frases-escándalo hoy por hoy. Es cierto: no hay marcas de género. Esa segunda persona podría ser cualquiera. Un varón, por ejemplo. O un animal. O un florero (a cada uno su fetiche). Pero todo esto es excusa leguleya. Unos años después Palo grabará con Los Visitantes “La cautiva”, otro decálogo de la agresión sexual. Porque “Te voy a atornillar” trata de eso, obviamente. Lo que me parece fascinante de la foto es que deja bien en claro que ciertos lugares comunes de la militancia de género están por debajo de la propia experiencia de quienes militan. Me refiero sobre todo a la insistencia en establecer una continuidad absoluta entre la violencia que sufren las mujeres y un conjunto enorme de representaciones, que van del vocabulario cotidiano a las obras de arte de cualquier lugar y época. Hace unos meses la revista Ajo sacó una nota que vincula directamente el cine porno con el acoso callejero. Lucrecia Martel se negó a filmar la violación de Zama porque piensa que lo que pasa en el cine está en relación directa con lo que pasa en la vida real. Las redes están llenas de denuncias contra canciones como “Juego de seducción”, en la que Cerati canta, entre otras tantas cosas, “Puedo ser tu violador”, o la excepcional “Rape Me”, en la que Cobain pide que lo violen. Todas estas ilusiones de orden (y el puritanismo que suponen, porque la clave está ahí: en no volver a culpar a Marilyn Mason por la masacre de Columbine, que hasta hace unos años era tarea de la derecha) saltan por el aire con una cita. Entre la espalda y la canción no hay continuidad. Hay interrupción. La piba toma de una letra violenta lo que escucha, y lo que escucha lo pone en su espalda para ir a una marcha que entre otras cosas pide por el fin de la violencia contra las mujeres. Es perfecto. Se llama recepción. La idea de que todo forma parte de lo mismo, que entre una canción de rock y una trompada o una violación hay una línea recta, o unas curvas que permitan disimular lo que sabemos imposible, es lo que esa espalda niega. Lo que afirma es algo obvio pero que es importante decir: los símbolos no son nunca unívocos, las representaciones no se pueden medir con varas fijas como las que las almas bellas lanzan contra todo lo que les pasa cerca y no recita su doctrina. La vida es más sabia que las consignas.

En lugar de prestar atención a todo esto, Café Tacvba deja de tocar “Ingrata”. ¿Qué consigue? Nada en favor de la justicia, bastante en contra de la música y seguramente algunos aplausos convenientes. En el otro extremo están Los Punsetes, tal vez la última banda de rock. Lo de los madrileños es el humor salvaje, la inversión de todos los valores, la tentación del Mal. En una palabra, el rock en su versión más desalmada, la que sostiene en pie toda su historia aunque no sea posible aguantarla siempre. La misma que está en el Indio de “Superlógico”, de “Música para pastillas”, de “Masacre en el puticlub”, de “La parabellum del buen psicópata”, es decir, en casi todo lo que el Indio hizo en tiempos Redondos salvo “Juguetes perdidos” y algún otro mimo a los corazones buenos, que también hicieron su trabajo de recepción y despojaron a su héroe de malditismo, como si el Indio hiciera rock progresista, sin humor ni oscuridad ingobernable. En fin. Todo lo que no hay que cantar está en Los Punsetes. “Los cervatillos” termina con esta moraleja: “Lo importante siempre está en el exterior”. “Por el vicio” define al vicio como “la causa más noble que se haya visto”. El peso de la muerte se siente como pocas veces en la extraordinaria “Los glaciares”. “Flora y fauna” se burla de los mensajes edificantes. En el maravilloso video de “¡Viva!” alguien tacha la palabra “historia” y escribe después “el mal”. Los Punsetes son eso que se ve en el video. Payasos amorales y fuera de quicio que pueden atacar al poder y matarse entre ellos. El colmo de su discografía es “Me gusta que me pegues”, que en cualquier momento les significa conciertos suspendidos. La canta Ariadna (quiero decir, una mujer), como todas las canciones del grupo. Dice cosas como “Pégame mucho / hasta el desmayo / haz de mi cuerpo tu capa / y de tu capa un sayo”. O también: “Me gusta que me pegues / me siento importante / encuentro tus hostias / fascinantes“. Ya en el final, un verso dice: “No ves que aunque me mates no me muero”…. También acá llegará una espalda para hacer lo que las espaldas hacen: ser mejores que las bocas que recitan catecismos, por más justos que sean.

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Ariadna is a punk rocker (una de las primeras imágenes del video de «Tus amigos» de Los Punsetes).

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El punk se mueve entre el fatalismo romántico de una de sus canciones más emblemáticas: Born to lose, y el voluntarismo de su consigna más duradera: Do it yourself. Lech Kowalski capturó esta dinámica como nadie, probablemente porque trató con el punk siendo punk también él. Nunca dejó de poner frente a su cámara a personajes poco convencionales. Johnny Thunders, Sid Vicious, los homeless neoyorquinos de Rock Soup, los zapateros polacos de The Boot Factory, las prostitutas búlgaras de On Hitler’s Highway, el masoquista de Diary of a Married Man. De los márgenes obtiene sus temas y en los márgenes se mueve su cine. Para la notable Gringo (1984) Kowalski pasó cuatro meses con yonquis del Lower East Side. Ganó su confianza y consiguió filmarlos. El resultado es una docuficción. Su protagonista es John Spacely, el Gringo del título. Tiene un parche en el ojo derecho, pelo plateado, una musculosa con la cara de Mussollini, ropa de cuero negra, una patineta que lo lleva de un lado a otro y unos cuantos aros y pulseras en el cuerpo. Es él quien guía al director en su viaje por el mundo de la heroína. Gringo es un Virgilio de venas picadas. Kowalski hurga en todos los lugares que puede. Confía en su cámara y prefiere correr el riesgo de la abyección antes que lavarse las manos en fuera de campo. En otras palabras: es un cineasta. Su tarea es encontrar una forma de mostrar el mundo al que otros le dieron acceso. Como Pedro Costa en No quarto de Vanda, por ejemplo. Igual que el portugués, Kowalski triunfa porque sabe que los pruritos son para la gente que está más preocupada por quedar limpia que por filmar. Gringo es dura y excitante. Muestra yonquis que viven su vida, que vuelan, que se hunden y mueren. Y también asesinato, enfermedad y agujas, muchas agujas. No persigue mensajes de ningún tipo, aunque una de las canciones que suena es la extraordinaria “The Message” de Grand Master Flash and the Furious Five. «Don’t push me ‘cause I close to the edge / I’m trying not to lose my head» (“No me empujes porque estoy cerca del abismo / estoy tratando de no perder la cabeza”), dice el estribillo.

“The Message” funciona en contraste con “Since I Don’t Have You”, la canción doo wop que en la versión de Don McLean suena en la última secuencia y que en la película es el sonido de la felicidad, no importa que hable de estar completamente solo. De hecho, cuando la letra dice “I don’t have happines and I guess / I never will again” (No soy feliz y creo / que nunca volveré a serlo) vemos a Gringo contra el sol, una mañana, sonriendo. Las canciones son un estado de ánimo sonoro. El modo en que nos relacionamos con ellas es diferente de cualquier otra cosa. ¡Es tan claro acá! La secuencia “The Message” (cinco minutos, uno menos de lo que dura la canción) muestra a Gringo a pie. Mientras las estrofas de Grand Master Flash describen la vida en un barrio marginal, Gringo camina, desayuna, trata de vender algo en una casa de empeño, pasa por escaleras con yonquis, tal como la letra dice. «It’s like a jungle sometimes / it makes me wonder how I keep from goin’ under» (Parece una selva a veces / me pregunto cómo puedo hacer para no hundirme”), repite la canción. Por su parte, la secuencia “Since I Don’t Have You” (dos minutos y medio, su duración exacta) muestra a Gringo en patineta. Las botas blancas limpias, el equilibrio, el viento en la cara. Es el momento de plenitud que el director le regala a su personaje (y al revés), justo después de que lo veamos enfermo, agitado en la cama, vomitando en plano medio, quemado por la falopa. Una canción para la crónica. Otra para la ficción. Gringo trabaja así. Si hay infierno, está en escena. Si no hay cielo, lo inventamos. Como Tsai en The Hole, que les da a sus dos criaturas solitarias ese final maravilloso, para que se abracen y bailen lento una canción sobre los días que vienen, de vino y rosas.

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Como las imágenes y la banda de sonido de Gringo muestran (además de “The Message” hay una canción compuesta para la película, “C and D (Story of A Junkie)”, de sonido similar) Kowalski estuvo muy interesado en el hip hop. Por la misma época filmó un corto llamado Prueba de break-dance. Pero su fama justa y escueta procede de tres películas sobre el punk. La primera –D.O.A., de 1980- trata sobre la gira que los Sex Pistols hicieron en 1978 por Estados Unidos y que terminó con su separación en California, la tierra del flower power. La segunda –Born To Lose (The Last Rock N’ Roll Movie), de 1999- sobre Johnny Thunders. Son dos documentales excelentes (especialmente este último). Pero la mejor de las tres es la última y más simple: Ey, Is Dee Dee Home? (2002), sobre el enorme Dee Dee Ramone. “He puesto mi historia en mis brazos”, dice Dee Dee en un momento. Habla sobre sus tatuajes y sobre sus venas. No hay que olvidar que se trata del autor de himnos yonquis como “I Wanna Be Sedated” y “Now I Wanna Sniff Some Glue”. El título del documental, de hecho, está tomado de una línea de “Chinese rocks”, que Dee Dee compuso con una pequeña ayuda de Richard Hell y que los Heartbreakers de Johnny Thunders grabaron antes que nadie. «Chinese rocks» es una canción acerca de la heroína, es decir, acerca de los brazos donde la historia de Dee Dee está grabada. Esta es su piel eterna:

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Un poco de rock de acá.

El hype mendocino -Luca Bocci, Usted Señalemelo, los más experimentados Mi Amigo Invencible- incluye servicio de analogía. Mendoza es La Plata de Cuyo o del interior entero. Es como si eso dijera todo. Ya fue, podemos escuchar a estos pibes con un código indie más o menos establecido. Pero pasa que no. Que no va. Que Perras On The Beach tiene un disco que se llama Chupalapija y en La Plata eso se dice Play al viejo walkman blanco o alguna otra frase melancoindie.

El flaco que canta en Perras recupera el seudónimo químico drogón de Sid Vicious y Gamexane. Simón Poxyran se llama. Tiene veinte años, cara de bueno y un par de escándalos que llamaron la atención de los que hacen casting de quemados y esperan el arribo de un nuevo mártir rockero. Qué vergüenza los argentinos. Ni el Pity se muere. Tuvimos pocos cadáveres ardientes acá (y ninguno de 27). Tanguito, allá lejos. Después Luca y basta, porque a Federico y a Miguel los mató el sida y el sida no vale, los rockeros mueren por el consumo desenfrenado de drogas o se suicidan. Ricky Espinosa nos salvó las papas. Uno puede viajar y contar del tipo que de repente saltó por la ventana. Puff, gracias Ricky. Sobre todo porque los argentinos vamos mucho a España y en España los rockeros se morían de verdad. Rafa Berrio no habría podido componer acá su “Santos mártires yonquis”.

Ahí voy de nuevo con mi amigo Greil. En diciembre del 79, Marcus publicó en Village Voice una especie de concurso de rockeros muertos en los años setenta. Usó como medida tres categorías: contribuciones pasadas, posibles contribuciones futuras y tipo de muerte. Arriba de todos quedaron Jimi Hendrix y Ronnie Van Zant. Si usamos el método con nuestros muertos gana Luca por afano, aunque hay que decir que Marcus valora poco la muerte por adicción y a cambio le otorga demasiados puntos a los accidentes de tránsito, así que en una de esas pasa al frente Pappo, encima en moto. En fin. Todo esto no importa. Lo que importa es que el joven Poxyran tiene un disco solista de siete canciones y dieciséis minutos llamado Saieg. Es de bajísima fidelidad, está mal cantado, es desprolijo, incluye frases como “No voy a flashar si drogas no hay”, ignora de qué hablamos cuando hablamos de arreglos y transmite la sensación de que todo lo que escuchamos es la maqueta que servirá para hacer una maqueta. En menos palabras: la rompe. La voz de Poxyran recuerda un poco a Pity Álvarez, un poco a Juanse. “No quiero estar tan solo” es un bolero demencial, como grabado por el hijo mutante de Armando Manzanero y el sobrino puntano de Sid Vicious. “Ya no puedo más”, una versión de jardín de infantes de la bossa nova con toques de grasa babasónica. “¿Dónde estás?” incluye el riff (y parte) de “Cerca de la revolución”. “Sin drogas” (que se parece mucho a “Doppelganger”) dice así el Lugar, porque cada uno lo encuentra donde lo encuentra: “Voy a comprar un Camel 20 / para ir a fumar con mis amigos”. El mejor momento es ese de «Mejor que ayer» en el que Poxyran canta: «No quiero que la vida pegue mal». Saieg es un disco de una ternura infinita. Que el pibe viva muchos años, que tenga hijitos o lo que quiera. Suma puntos en posibles contribuciones futuras.

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¿Un cineasta punk? Herzog, obviamente. Puedo ver y rever Un maldito policía en Nueva Orleans como un chico. Qué extraño es el camino que recorre el cana de Nicholas Cage hasta la suspensión del sentido del universo. Y qué maravillosos son los reptiles: la víbora que nada al comienzo, el cocodrilo arrollado en la ruta y el que camina por la banquina, las dos iguanas psicodélicas que parecen hacer salir de sus bocas «Release Me» en la voz de Johnny Adams. Es un placer ver cómo los hombros de Cage se desbalancean cada vez más, hasta alcanzar una grosera diferencia de altura. Barbara Stanwyck actúa con las piernas y las pestañas. Woody Harrelson con la mandíbula. Cage con los hombros y las cejas. En el final de La liebre César Aira monta una serie de coincidencias delirantes en Sierra de la Ventana. Una revelación, y al segundo otra, y enseguida una más, y otra, y otra. La aceleración produce el absurdo. El mismo vértigo (el mismo slapstick) aparece en el final de Un maldito policía en Nueva Orleans. Hay pocas cosas más hermosas en el cine que la cadena de recomposiciones con la que Herzog termina: la puta embarazada, toda la familia en recuperación, el caso resuelto, las deudas saldadas, la guita de la apuesta en el bolsillo. Todo se construye y se destruye tan rápidamente que no puedo dejar de sonreír. Un cine así de libre, así de volado, con almas que bailan breakdance. Un cine así necesitamos.

Un cine de rock.

 

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