Manifestaciones de la diosa, por Marcos Vieytes

La Diosa, se sabe, no existe. Quienes existen son sus creyentes. Y las mujeres. Leopoldo Marechal recomendaba, apenas disimulado bajo la máscara de Samuel Tesler, filósofo de Adán Buenosayres, soñar con aquella pero dormir con estas. Hay fundamentalistas capaces de consagrarle su sexo con tal de no matarla, sublime desvío frecuente en la religión y en el arte si es que no imprescindible. Los de algunas películas de Pupi Avati no llegan a tal extremo, pero más de uno se resigna a una especie de temerosa -por reverente- impotencia. Vi por primera vez una película de este hombre hace más de veinte años, cuando alquilé Viaje de egresados. Los protagonistas eran alumnos de un burgués colegio finisecular como el de Picnic en las rocas colgantes (otra de Avati, El testigo del esposo, transcurre durante el mismo día que la de Weir). Uno de los profesores de Viaje de egresados ya estaba cerca de los 50 años y era, además de soltero, virgen. Tanto como culto, devoto de las humanidades clásicas, idealista y, para colmo de males, feo. Salvo por esto último, igualito al personaje de Mitchum en La hija de Ryan. En un momento se le acerca una colega varios años menor. La coexistencia de ambos en el plano fue una de las primeras evidencias que tuve en mi vida de la magnífica crueldad de la belleza, cuando no de la cultura. Comienzan a hablar y ella le pregunta de repente por qué no estuvo nunca con una mujer. Todavía recuerdo la temblorosa pronunciación de Carlo Delle Piane al decir «paura». Tres años después el mismo actor abre otra de Avati, Regalo de Navidad, preguntándole a una muy bien vestida comensal sentada a la mesa del restaurante de lujo que está enfrente de la suya si es puta. La curiosidad de esta película de 1986 es que la diosa es el fiero Delle Piane, en tanto centro de atención y objeto codiciado por el un grupo de amigos que se juntan para ganarle fácilmente su fortuna jugando al poker. En el pasado de algunos de ellos hay otra diosa, esa sí de sexo femenino, que va dándole a través de flashbacks un sentido segundo, secreto y fundamental a la reunión, pero no opaca la grandeza de ese hombre insignificante. Que es la clave de muchos de los héroes de Avati, si no de su puesta en escena general.

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Il testimone dello sposo (Pupi Avati, 1997)

Tanto en Regalo de Navidad como en El testigo del esposo hay personajes masculinos «ganadores» a cargo de Diego Abatantuono. Con bigote en Regalo de Navidad y barba en El testigo del esposo, con el impermeable de la primera y el traje de principios de siglo de la segunda, siempre robustos el cuerpo y la mirada, termina revelando su sensibilidad, relacionada a los orígenes del cine en la segunda de ellas. En las películas de Avati el éxito suele ser una impostura. Como no lo explota, pero tampoco idealiza el fracaso, sus películas que no son de género pasan delante nuestro sin llamar la atención. Equilibradas, institucionales pero escépticas, conmueven sólo a quien repare en ellas como Abatantuono en la solterona de El testigo del esposo a la que saca a bailar en una escena conmovedora que transcurre durante el último día de 1899 y el primero de la vida matrimonial de una Diosa que, por definición, no será de mortal alguno, a menos que ella también elija la «insignificante» medida de lo humano. Las princesas o las reinas son mujeres institucionalizadas como diosas. Avati sabe que debajo del encantamiento inicial son más insoportables que terribles. Esto último es patrimonio de las diosas y aquello solamente de las malcriadas. Una cosa no es lo mismo que la otra aunque mucho se parecen, como demuestra Un cuore altruove, cuyo protagonista es una versión algo más joven que la del profesor de Viaje de egresados. Prefiere enseñar Catulo a Virgilio, lo que le trae problemas con la dirección del colegio, mientras intenta escapar del negocio de su padre, Giancarlo Giannini, sastre oficial del Vaticano y personal del Papa, y conocer a una mujer tanto en el sentido bíblico como en el latino. Esa última Diosa de este breve recuento porta consigo un don que es evidencia de la patética posibilidad del protagonista. Quién sabe si al final de la historia no acontece un milagro.

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L’Atlantide (Georg Whilelm Pabst, 1932)

El espacio central de La Atlántida (Georg Whilelm Pabst, 1932) es el que da título a la película. No está debajo del agua, sino en algún lugar del desierto. Lugar imaginario, inversión del harén de 8 y medio en el que Mastroianni mantenía a raya a las mujeres de su fantasía -que eran todas las mujeres del mundo- con un látigo. Acá las marionetas son los hombres. El teatro erótico de Fellini es un espacio vertical, con pisos superiores e inferiores, y este otro, horizontal y laberíntico. El del italiano dura diez minutos inolvidables que fulguran como el chasquido de una fusta. Al de Pabst somos transportados durante segundos eternos -como el protagonista- en brazos de sirvientes que son en realidad los guerreros de la diosa y nuestros secuestradores. Nos abandonamos al viaje con lasitud de adicto en su camastro (40% de hachís, 60% de opio es la fórmula del kuff) que sacrifica todo a la visión del paraíso, artificial por naturaleza. Un tigre atraviesa la habitación del soñador anticipando la metódica nitidez surrealista con que un avestruz mirará a otro francés desde los pies de la cama de su dormitorio burgués en El fantasma de la libertad. Los nombres de la diosa son infinitos, como infinitos los cuerpos en que encarna. Hasta el nombre del lugar imaginario de la película -la película misma (y la concepción Melies del cine)- es el de una mujer y es el mismo nombre martillado a máquina (de escribir) que desata el desastre en Expiación, deseo y pecado: ese (¿no?) lugar que Pabst muestra en plano detalle entre piernas de mujer y telas en movimiento. Porque detrás de la diosa siempre hay una puta o una bailarina de can can, que para el caso (hombres fascinados como el que cuenta la historia: quien resista la tentación de adorar a la diosa muere) es lo mismo. El erotismo lánguido, suntuoso y sádico de Brigitte Helm es de la misma índole que el de Greta Garbo. Todavía no tiene parangón, y acaso nunca vuelva a tenerlo.

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L’Atlantide (Georg Whilelm Pabst, 1932)

 

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En una reseña crítica corta de Destry Rides Again (George Marshall, 1938), Pauline Kael cita declaraciones de Jean Cocteau y de un tal Kenneth Tynan acerca de Marlene Dietrich. El primero dice que usa plumas y penachos como si pertenecieran a su cuerpo, con tanta naturalidad como los pájaros. El otro, que Dietrich posee la más rara de las virtudes de la civilización: la ironía. Disfrazada por Sternberg está siempre más allá del disfraz, pero nunca por encima de él. Jamás sugiere condescendencia, se presta al juego de la simulación ridícula, resignada y decadente, con la ternura de quien sabe que esa distracción no resuelve pero, al menos, pospone por un rato la conciencia de lo inevitable. Sus auditorios no están compuestos por adultos sino por chicos, devueltos por la sensual morosidad de Marlene von Sternberg a la primera adolescencia libidinosa. En Marlene (Maximilian Schell, 1984) sólo vemos imágenes de archivo, mientras escuchamos su voz que responde las preguntas del director, porque sólo aceptó prestarse al proyecto con la condición de que ni ella ni sus cosas fueran filmadas. El pobre Schell no sabe muy bien qué hacer con tan poco material y, en los peores momentos, actúa de director de cine atormentado o imita encuadres de Welles y atmósferas de Fellini. Por suerte, no abusa de la pose y hasta conserva un momento en el que Dietrich le dice que ninguno de los grandes directores con los que trabajó la había tratado con tanta insolencia. Pudiéramos llegar a pensar que la diva se oculta de la cámara por vanidad, pero no lo parece. Dice por ahí que ya está cansada de exponerse y le creemos. Hay demasiadas presentaciones públicas en las que se la ve con unos cuantos años y arrugas encima, amén de que cualquiera que hubiese sido filmada por Sternberg, tanto y tan preciosamente como ella lo fue, parecería deslucido en todo otro contexto. Pero hasta en esas imágenes hubo siempre algo refractario o trascendente a la idea de coquetería. Dietrich nunca sintió la necesidad de ocultarse como Garbo para conservar el mito, y acaso puede que lo más decepcionante de esta película sea su falta de relieve legendario. No tanto porque Schell no se lo proponga, sino porque la propia Dietrich no se creyó el mito y, aún durante el tiempo en que lo encarnara, su ladeada sonrisa impedía que olvidáramos la ostentosa falsedad de esa fantasía.

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Street of No Return (Samuel Füller, 1989)

Una película que empieza con el primer plano de un martillazo en la cara de un negro no es una película más. Calle sin retorno (1989) fue la última película de Samuel Füller, maestro del sensacionalismo cinematográfico cuya intensidad recuerda la de Herzog, quien concibe este espectáculo llamado cine como agitación de la mente destinado a quebrar cristalizaciones culturales, sentidos comunes, conformismos, morales establecidas. El tratamiento de la historia es inverosímil: un cantante pop se enamora de una mina que actúa en uno de sus videos. Cancela sus contratos para estar con ella, pero el día en que tienen pactado partir en un viaje de placer, el mafioso que la posee, especulador inmobiliario, la secuestra y le corta la garganta al héroe. Eso por enamorarse, diría mi abuelo del campo. Todo lo sabemos mediante flashbacks que aparecen poco después del brutal inicio, en el que unas pandillas se hacen mierda mientras nuestro protagonista, alcohólico y vagabundo, peregrina entre vidrios rotos, cuerpos ensangrentados y asfalto húmedo hasta encontrar una esquiva gota de whisky. Uno de sus viejos verdugos, enfundado en impermeable negro, y una serie de azares, exagerados hasta la caricatura, lo ponen de nuevo frente a la Diosa. Reja por medio, apenas a salvo de unos perros policía que se lo quieren comer crudo, la ñata contra unas cajas de leche, la mira sin ser visto, como a esas cosas que nunca se alcanzan. Después hará lo imposible por salvarla, en una decisión que fusiona lo volitivo y lo fatal, y Füller demostrará de nuevo que es el más áspero de los románticos urbanos, lírico noir de los perdedores en caída libre.

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La dolce vita (Federico Fellini, 1960)

 

Ahora sí que Anita Ekberg es intocable, aunque ya lo fuera desde La dolce vita. Fellini la había erigido como representación de aquello que no la tiene. Mastroianni acerca sus manos en la Fontana di Trevi pero no puede tocarla. Intenta decirla y fracasa fabulosamente porque tiene que enumerar tantas cosas que no puede ser ninguna: la casa, el mar profundo, la madre y toda la retahíla del arquetipo femenino que deslumbra y enceguece hasta que nos enteramos de que no fuimos los primeros en descubrirlo ni seremos los últimos en advertir lo inaprensible de la cosa. Pero la impresión de la creencia perdura. Mastroianni no la toca porque no debe (y entonces la sombra liviana del pecado aparece, travesura católica desvanecida al contacto del báquico imaginario pagano), porque no puede (y la asimetría física entre cualquier partenaire masculino de Anita, ironía del diminutivo, y su cuerpo innumerable juega con la sábana del fantasma de la impotencia que Mastroianni se echó encima tan frecuentemente como se calzó el frac de latin lover), pero también, sino sobre todo, porque teme que se acabe el deseo.

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La dolce vita (Federico Fellini, 1960)

Anita Ekberg era el fundamento sagrado del cine de Fellini, tan resistente que pudo ser radiografiado un cuarto de siglo más tarde y sobrevivir a la despiadada Intervista del 87 en la que Fellini le clava un puñal de luz en la cara y la filma como una madama patricia adecentada en la vieja villa que terminó perdiendo hace menos de cinco años por falta de trabajo y hombre o familia que la mantuviera, como me terminé enterando a través de un indiscreto recuadro arrinconado en el suplemento de espectáculos del peor diario argentino. La calentura adolescente no me permitió entender por qué Mastroianni no la tocaba, pero tampoco por qué razón quería hacerlo. Claudia con la enagua a contraluz, angelical pero concreta, veló todo interés por comprender el sentido encarnado en la Ekberg, lo sublime patético de esa figura coronada de gato que deambulaba en el trance de su soledad mitológica por las calles vacías de una ciudad fabricada en el estudio cinematográfico de un imperio humillado por la liberación. La entendí después a Anita, cuando la vi agigantada por el sueño represivo de Antonio en una de las tentaciones de Bocaccio 70; cuando temí ser atravesado por el taco aguja de sus zapatos gigantescos y perder el paraguas entre sus tetas planetarias. Entonces también entendí que la cigarrera de Amarcord no era la versión grotesca sino naturalista de Anita, que no hubo realismo mayor que el de Fellini, y que yo también era desde siempre uno de sus personajes.

 

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L’Atlantide (Georg Whilelm Pabst, 1932)

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Con su apellido de bombachita blanca Sonia Braga me recuerda que quiero abocarme a la fundación de un tiempo absolutamente erótico en el que pasar lo que me reste de vida. La conocí, como buena parte de lo que ha ocupado un lugar importante en mi existencia, sin la asistencia del tacto. Vino a través de las imágenes de la televisión primero, después en las de videos donde adelantar, retroceder o fijar en porosa pausa las de mis fantasías. Descubrimiento y prohibición signaron su apariencia. Sólo se la podía conocer a la hora en que estaba ordenado dormir o cuando se vaciaba la casa. De allí seguramente venga mi excitación en los ambientes a estrenar, sin historia ni mobiliario. Para mí fue clavo y canela antes que flor, iniciadora siempre. Me identifiqué más con Mastroianni, amante maleable, socarrón y melancólico de Gabriela, que con los maridos de Doña Flor. Su cuerpo era del color de los muebles de madera de la casa de mis abuelos, pero no crujía. El suyo era un temblor sin culpa. En la boca de esa mujer, lo mismo que en sus muslos, había un sol de siestas transpiradas a la sombra, carcajadas de sudor en ancas de una libertad que no necesitaba pensarse. Pero yo, lo sé ahora, era todavía ese fantasma que en una de esas películas miraba desde arriba de un armario, travieso y desnudo sátiro doméstico, íncubo agazapado de Fussli. Suponía que grabando esas imágenes podría, menos que conservar la mirada, reproducir el placer que imaginaba. Y así me fui acostumbrando a creer que aquello, como todo lo que deseaba, no necesitaba realizarse ni pasaría nunca. Tal ha sido mi eternidad y no esa otra que descendía desde el púlpito como árida palabra legal, ni santa siquiera. De no haber tenido esos cuerpos imaginados conmigo me habría descontinuado, pero cometí el error de suponerme tan eterno como ellos, capaz de fijar para siempre mi paradero en quién sabe qué más allá, como en su isla de proyecciones Morel. Me sigue haciendo falta el Autor que transforme en Personaje a ese muchacho, una técnica que le de forma a la fantasía. Las causas que cualquiera de mis máscaras pueda llegar a defender ahora se desdibujan al lado de esa que encarnaba por entonces, imposible de nombrar ya sin disminuirla. Quisiera que este sueño húmedo de la lengua fuese interminable, como esas tardes anchas en que la Braga era el espejismo de una transgresión. La alegría de su sexo fue mi oasis. La sangre del mío no se merecía sacrificio alguno, símbolos ni explicaciones. Sólo ese latido que de vez en cuando renueva la escritura.

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