Me descubro pensando que todo lo que quiero ver en una película está en César y Rosalía. Sé que no es exactamente así, porque de serlo tendría que prescindir, por ejemplo, de las imágenes de Marco Ferreri, y esa es tan solo la primera de las insoportables carencias que se me ocurren. Un lugar común entre críticos y cineastas consiste en determinar con el recuerdo cuál fue la primera película que vieron, algo así como su fecha de nacimiento como espectadores. Lo que suelen designar con esa primera película no está muy lejos de lo que yo proyecto en César y Rosalía, un lugar de origen mítico, brújula o talisman, norte y destino.
César y Rosalía no es la primera película que he visto, ni siquiera la primera película que conocí de Sautet, pero sí aquella que elegiría para quedarme a vivir, centro de gravedad de una constelación compuesta por películas realizadas en los alrededores del año de mi nacimiento biológico que me permiten imaginar el mundo de mi concepción, sentir la respiración de lo que ahora es osamenta histórica y entonces fue presente. Supongo que las demás son satélites de César y Rosalía porque en César y Rosalía está Romy Schneider, pero Romy Schneider filmada por Sautet. Fuera de él, sólo Zulawsky en Lo importante es amar me ha devuelto una imagen de ella tan intensa. Pero también vuelvo una y otra vez a César y Rosalía por la casa de verano a donde va todo el mundo, y por el mar y por la playa, y por los tres amantes que son mucho más que tres porque todos los que rodean al triángulo aman y son amados por la película.
Sautet filmaba como pocos la intimidad, incluso el ensimismamiento, pero pocos directores franceses fueron tan italianos como él en tanto proclives al plano multitudinario y exuberante, que en el contexto de Francia resulta una combinación -una aleación- única, incluso fabulosa gracias a que hay pocos realismos menos realistas que el suyo. Sus reuniones son tan conmovedoras como la comida compartida a cielo abierto por caballero, paje y actores trashumantes en El séptimo sello, pero Sautet, a diferencia de Bergman, nunca se propuso la epifanía, que precisa de una concentración dramática capaz de liberar la energía del instante sublime en una secuencia, una escena o un plano. En vez de acontecer, lo eterno sucede en Sautet, repartiendo su fulgor en el transcurso.
El mejor estado de las cosas en el cine de Sautet es aquel en el que hay muchos personajes distintos juntos, comiendo y conversando animadamente alrededor de la mesa o al aire libre, jugando un picado o trabajando, fumando o bebiendo en bares y cafés siempre llenos, nebulosas de bullicio y acogedora humedad. Hay una organización social en sus películas que se ha perdido pero vivirá en ellas para siempre, comunidad que incluye restos de vida rural, obreros, pequeña burguesía y clase media, utopía social demócrata deseable, en tanto y en cuanto se sabe inestable y no se denomina a sí misma en esos términos para no coagular el hecho estético en la identificación ideológica, lo que no excluye de su cine una gran cantidad de indicaciones políticas e históricas.
Sautet exhibe procedimientos y dispositivos sin quebrar la ilusión, bajo unas apariencias que más de un cruzado de la modernidad debió despreciar por «conformistas». Pero allí está la sucesión de alteraciones violentas de la percepción cuando Montand llega a la casa de su familia política: un plano general del auto en velocidad a contramano, la frenada de la cubierta mordiendo el cordón de la vereda, la almohada que cae desde el borde superior del plano cuando sube la escalera, el zoom out para recibir a la hermana del protagonista y el zoom in cuando Romy se da vuelta y aparece, luminosa, por primera vez. Y esa conmovedora oscilación final de la cámara, indecisa como Schneider y nosotros, renuente a escoger para no perder a nadie porque a todos atesora.
Pocos días atrás encontré unas fotos de Mar del Plata tomadas por un reportero ucraniano de la revista Life durante la segunda mitad de los 50, pocos años después del bombardeo a Plaza de Mayo y del golpe de Estado contra Perón. Ahora estoy mirando capturas de una película francesa de los 70, la década y el continente a los que me siento irremediablemente unido. Nunca estuve en Europa, pero mis viejos son nietos de italianos y españoles. Las fotos y las imágenes de la película tienen en común los colores vivos, esa textura tan ajena a la nitidez actual de las pantallas. Por más que las esté mirando en una computadora, se nota el papel en que fueron impresas. La película transcurre en un agradable ambiente burgués, pero es un teatro de dolor. Debajo de los colores vivos, de la alegría, de la farsa, hay algo que falla, que falta.
Me gustaría contar la historia de mi familia, investigar por qué llegaron a ser quiénes son y en qué contexto lo hicieron. Perezoso, hablo únicamente de lo que me pasa aquí y ahora: esta fuga continua a los mundos interiores del pasado o del sueño, por usar los dos primeros nombres que se me ocurren, similar a la de los personajes masculinos de las películas de Claude Sautet. La foto de César y Rosalie me lleva al momento en que el viejo protagonista de Cuando huye el día ve a sus padres muertos desde hace décadas al otro lado de la bahía y se saludan con las manos. Marcello Mastroianni también la levanta como un nene al que dejan en el jardín de infantes cuando se despide de los suyos al final de 8 y medio. ¿O son los padres los que se despiden del hijo que no puede ni quiere dejar de pensarse como tal por más adulto o viejo que sea? La madre de Marecello se encoge de hombros cuando éste le pide que espere, que se quede un rato más, y sigue caminando junto a su marido hasta integrarse en el desfile de criaturas imaginarias del hijo, en esa danza macabra circense, ya sombra ella también desde hace tiempo.

Mis viejos viven aún y no hay razones excepcionales para pensar que podría pasarnos algo fatal en estos días, pero tienen más de 70 y, sobre todo, hace ya unos años –no demasiados- que estoy consciente de que uno puede irse a dormir y no despertarse al día siguiente sin que el mundo se detenga. Recuerdo que iba durmiendo en el colectivo hace no muchos años cuando me di cuenta por primera vez de algo tan extraordinario y banal como esto de que nuestros días están contados. Me desperté sabiéndolo y también, de alguna manera, liberado. A esta altura de la vida no me caben dudas de que atrás de todas las mujeres que deseo está la diosa, pero el placer por las imágenes de esa época no es otro que familiar. La imagen de esa película francesa es el contracampo de la foto mental de mi infancia. Yves Montand podría ser tranquilamente mi viejo, con su empuje por momentos desesperado y su conmovedora fragilidad, quizás por hispánica mucho más austera. Romy Schneider mi vieja o, más bien, una idea de lo materno, pues el orgien italiano de la mía poco y nada tiene que ver con la vienesa emperatriz de ficción en verdad mucho más frágil y menos estructurada de lo que parecía. Recién ahora me llama la atención que haya sido ella y no Claudia Cardinale la encarnación de esto. El tercero de la foto es Sami Frey. Descartada las hipótesis autobiográficas del trío, e incluso la del amante, inimaginables para mi religiosa familia, sólo se me ocurre pensar que ese lugar sea el de uno de mis tíos paternos (pero esta asignación simbólica, me doy cuenta recién ahora, no esconde a otro que a mí mismo).
El menor de los dos hermanos de mi viejo me regalaba cochecitos de juguete, acaso el primero de mis objetos de colección, paseaba conmigo, me cuidaba las pocas veces que mis viejos salían solos, iba de vacaciones con nosotros a la playa como un hijo más. Era el único de los tres hermanos que aún vivía en la casa paterna cuando el cáncer consumió a su madre, mi abuela Elisa, en menos de un mes en 1979, antes de cumplir los 60. Casi inmediatamente se fue a vivir con una mujer mayor que él, casada y con un hijo, lo expulsaron de la religión a la que pertenecíamos, y no me dejaron verlo durante más o menos una década. La noche en que me enteré de la noticia estaba leyendo en la cama uno de los libros de texto de los Testigos de Jehová cuando mi viejo nos reunió para contarnos la novedad. Yo tenía menos de nueve años. De una pared cercana al baño del PH donde vivíamos, a tres cuadras del cementerio de San Fernando, colgaba una reproducción del afiche de Toulouse Lautrec para el Moulin Rouge. El título del libro que estaba leyendo era ¿Es la evolución de las especies una realidad?

¿Qué significa Francia para mí? Sobre todo las películas de Sautet, también las de Pialat, y el recuerdo de un idioma que me fascinaba cuando Salvador Sammaritano presentaba películas de Renoir los domingos a la medianoche por Canal 7. Casi nunca podía ver Cine Club porque me mandaban a la cama a las diez, norma que transigía escuchando la radio que escondía debajo de la almohada, pero todavía guardo el recuerdo de Jean Gabin en Los bajos fondos. Pasaban seguido sus películas de los 30. Años más tarde viajé desde San Fernando hasta el centro a comprar el VHS de French Can Can porque la impresión de una majestuosa mujer desnuda a lo Degas que aparecía apenas un segundo entre una puerta que se abría y otra que cerraban, pero sobre todo la felicidad contagiosa del final, eran imposibles de olvidar. Mi vida carecía de la sensualidad objetiva o proyectada del idioma (Rithy Panh siente más o menos lo mismo en La imagen perdida), de esos placeres bohemios y burgueses, de esos amores, de esa liberada sexualidad. Y yo los necesitaba como el agua porque, a pesar de la doctrina circundante, no conseguía convencerme de que fueran superfluos.
Por eso vuelvo a César y Rosalie, a esa foto fija de la pequeña burguesía que Sautet comprende y critica pero sobre todo describe y jamás desprecia. A la sensualidad de esa foto cuyos mar, sol y playa me arrullan con el encanto erótico de toda canción de cuna. A Romy en bikini con la nena a upa, a ese termo con café -que era mate entre nosotros- y a los miembros de esa tribu reunida en una casa de la costa por la que todos dan vueltas medio desnudos y entreverados, jugando a las cartas después de cenar sin apremios laborales, televisor ni celular, como cada vez que iba a la casa de mis abuelos maternos en Polvaredas, único sitio en el que mis viejos no discutían ni se ponían a trabajar. Ahora ya no hay nada de eso a mi alrededor. Nada de ese bullicio, seguramente insoportables para mí fuera de las películas. Mis viejos tuvieron un par de hijos que no concibieron los propios ni relaciones duraderas. ¿Qué intimidad quiero recuperar con este soliloquio? ¿Y por qué se atasca justo ahora para que vuelva la última imagen de Cuando huye el día? ¿Por qué no sigo adelante aunque no sepa a dónde? Casi al final de César y Rosalie se oye sin razón la voz de Michel Piccoli, que no actúa en esa película que también carecía de narrador hasta dicho momento. Ya quisiera tener yo el auxilio de uno como ése que siguiera el relato en mi lugar, me digo, que alumbrara el sentido de lo que estoy escribiendo y contara lo que niego u olvido. O que hiciera esto que estoy haciendo ahora pero con estilo.

¿Y si el estilo fuera precisamente lo que falta o lo que falla, una intermitencia? Dudando escribí malversaciones, vale decir malas versiones de buenos versos, y párrafos sobre películas que pasaron por ser crítica de cine. Dudando escribo esto que no es otra cosa que un montaje, pero el montaje me está pidiendo imágenes que no sean literarias, la crítica me angosta, y la poesía es aquello que me habita demasiado esporadicamente como para no darme cuenta de que yo me hallo mucho más a gusto con ella que ella conmigo. Su soberana indigencia es lo contrario de aquello que domino. Sólo ocurre cuando, de una u otra manera, estoy fuera de mí. Y lo que yo quisiera ahora es escribir con plena conciencia de hacerlo. No me refiero a ser necesariamente autobiográfico, esa especie de marca cuando no de tara que me ha moldeado, facilidad o apremio que no consigo corregir sin distraerme, sino a la adquisición de algo parecido a una metodología de la voz, artesanía que no implique sentir que todo misterio desaparecerá al adquirirla.
¿A quién le importa lo que pueda especular sobre esa imagen de una película de hace ya medio siglo? Porque ni siquiera hay recuerdos: sólo viví siete -casi ocho- años de esa década, así que no me queda otra que inventar sin el auxilio de la gracia llamada imaginación. La única imagen que se me aparece es la del peinado afro del Conejo Tarantini y la remonto suponiendo que así podré escapar del laberinto. Mi vieja baja del ciclomotor, lo afirma sobre el soporte que lo mantiene en pie, se saca el casco y yo descubro horrorizado que su larga y lacia caballera negra de tana ha sido suplantada por una idéntica a la del defensor de la Selección Nacional. Mi vieja aprendió a manejar en su pueblo natal cuando era chica, a bordo de un Ford A con un cajón de manzanas en lugar de asiento para llegar al volante. Cruzó la adolescencia en algo parecido a una de esas Vespa que la industria automotriz italiana le regaló al mundo y que el cine le enseñó a usar, rechazó varios regalos y aprontes de mi viejo antes de comprometerse con él, y yo me puse a llorar cuando la vi con eso en la cabeza.
