Ayer, 5 de julio, murió Claude Lanzmann. El azar quiso que la nota que teníamos programada para hoy fuera esta, sobre El último de los injustos, su película de 2013. Calanda es destiempo, inactualidad, anti-agenda; el cine nos importa demasiado como para someterlo a la cartelera de estrenos y a los festivales. Pero bueno, esta vez una noticia triste nos pone en sintonía con suplementos culturales y con Facebook. Hubiera sido lindo que no pasara. Pasó, así que sin quererlo esta nota despide a un gran cineasta. Transcribo porque sí, porque lo grande se justifica a sí mismo, mi momento preferido de la autobiografía de Lanzmann, La liebre de la Patagonia: estas líneas generosas y antihegelianas:
En la Fenomenología del Espíritu, el amo se convierte en amo porque ha puesto su vida en juego, porque ha asumido el riesgo de perderla -el riesgo de la nada-, mientras que el esclavo, atado a su cuerpo, a sus deseos, a sus necesidades, a lo que Hegel llama lo «vitalo-corporal» -traducción espantosa pero literal- ha preferido la sumisión al honor, ha privilegiado el único bien válido a sus ojos: su propia piel, la vida, incluso humillada, incluso mutilada, pero su vida. Uno de los héroes inolvidables de Shoah, Filip Müller, miembro durante casi tres años del «comando especial» (Sonderkommando) de Auschwitz, me decía, al cabo de una agotadora jornada de rodaje: «Yo quería vivir, vivir a toda costa, al menos un minuto más, un día más, un mes más. ¿Comprende lo que le digo? Vivir». ¡Vaya si lo comprendía! Los demás miembros del comando especial, que compartieron el mismo calvario que Filip Müller, nobles figuras, sepultureros de su propio pueblo, héroes y mártires a la vez, eran como él hombres sencillos, inteligentes y buenos. Para la mayoría, en aquel infierno de carniceros y crematorios -aquel «annus mundi«, según la expresión del doctor Thilo, médico de las SS-, ellos no abdicaron jamás de su humanidad. (…) A la pregunta obscena: «¿Cómo pudieron? ¿Por qué no se suicidaron?», hay que dejarles responder a ellos y respetar absolutamente su respuesta. (…) [Al descubrir los crematorios algunos] no podían soportarlo: se arrojaban a la hoguera con los brazos abiertos como si se sumergieran en las aguas. Los mismos (quiero decir aquellos que de entre todos no habían saltado) cumplían, dos meses más tarde, con su monótona tarea: provistos de pesadas tablas de abedul, apilaban sobre una superficie de ladrillo los fémures, las tibias, los huesos más duros que el fuego no había consumido del todo; lo hacían cantando de la mañana a la noche, bajo el cielo blanco de Auschwitz, esta canción: «Mamma, sono tanto felice«. Pero es Salmen Lewental, ese Froisart admirable del comando especial, quien, desde su alta escritura, mejor ha respondido a la pregunta obscena: «La verdad es que se quiere vivir al precio que sea, se quiere vivir porque hay que vivir, porque todo el mundo vive. No hay otra cosa que la vida…» No, hermanos míos, vosotros no sois, os lo garantizo, los saint-cyrianos de los Puentes de Saumur de 1940, capaces de morir hegelianamente por el honor y las defensas de las convicciones, vosotros odiáis la muerte y, en su reino, habéis santificado la vida de manera absoluta.
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El último de los injustos (Le dernier des injustes) abre con un largo cartel en primera persona que presenta las circunstancias -históricas y anímicas– en las que Lanzmann tomó la decisión de recuperar la figura de Benjamin Murmelstein, el único sobreviviente del Judenrat de Theresienstadt. Además de información (mucha) hay en el cartel algo que no puede transcribirse: un ritmo y una austeridad que constituyen parte fundamental de la rigurosa ética lanzmanniana. El modo seco de sus películas, la falta de música y archivos, los travellings sobre la actualidad de los lugares donde sucedió todo, la lectura en cámara de documentos y especialmente esa voz tronante, terrible, impulsada y poseída por una misión que no acepta pausas ni derivas, coinciden en su forma con el extenso texto de apertura, con su tipografía simple, el blanco sobre negro y el deslizarse lento de las palabras hacia arriba. Lanzmann no tiene tiempo para nada que no sea decir lo que tiene que decir. Filma porque tiene una misión. No importan los años. El último de los injustos existe porque Lanzmann está convencido de que su vida trasciende su propia vida. El cartel incluye la muy lanzmanniana frase: “No tenía derecho a guardarlo”. Se refiere a una entrevista a Murmelstein grabada en Roma, en 1975, durante la larga preparación de Shoah.
Los datos fríos dicen que Murmelstein dirigió la oficina de migraciones judías que Eichmann fundó en Viena, que participó de la propaganda nazi presentando a Theresienstadt ante la Cruz Roja como un campo modelo en el que se alternaban armónicamente ocio y trabajo, que era el único judío que tenía permitido sentarse en presencia de los jerarcas nazis, que buscó entre los suyos un verdugo para las ejecuciones de los suyos, que gobernó con mano de hierro, que el tribunal checo que lo juzgó después de la guerra no encontró razones suficientes para condenarlo, que muchos judíos hubieran querido verlo muerto, que nunca visitó Israel, que fue enterrado en el borde del cementerio judío de Roma.

Murmelstein es una de esas figuras que llevan la discusión a un ámbito entre moral y jurídico. Si se acepta que su posición en el entramado de poder nazi no es la de un colaborador sino la de una víctima con responsabilidades especiales, las preguntas que surgen son muy diferentes de aquellas que salen a la superficie –qué tipo de juicio y qué condena corresponden, por ejemplo- si se define su participación en el sufrimiento y la muerte de su pueblo como propia de un traidor. En un caso Murmelstein pertenece al mismo grupo que los sonderkomandos, aunque su posición dentro de la jerarquía judía lo pone en un lugar obviamente especial. En el otro, está excluido del pueblo al que debía defender. O es una víctima con poder o un victimario de poder bajo, integrado propiamente a la maquinaria de destrucción.
En 1975 Lanzmann parece preocupado por distinguir entre una opción y otra. Pregunta, escucha y vuelve a preguntar. En 2013, o cuando sea que se haya filmado a sí mismo, ya sabe todo. En 1975, ante una pregunta por el embellecimiento del campo de concentración, Murmelstein le dice: “Estás hablando como un fiscal”. En 2013 Lanzmann es su abogado defensor, y también el juez que absuelve. El final de la película lo muestra abrazando al viejo mientras caminan por Roma, con el Arco de Constantino detrás. Cuando fue filmado, ese abrazo no significaba lo que significa ahora. Pero Lanzmann hace hablar a su película el idioma del presente con tanta contundencia que es como si abrazara a Murmelstein en todos los tiempos y en todos los lugares. Para hacerlo, tiene que encontrar un marco que contenga a un personaje que se escapa por todos lados. Y por supuesto que lo encuentra. A la figura del traidor Lanzmann no opone la figura del héroe sino la sartrena del hombre con las manos sucias. Murmelstein dice que se sentó con quienes se sentó e hizo lo que hizo porque había que salvar el campo. No se quiere un tipo puro. Quiere que se entienda que sus manchas son legítimas. En algún momento dice: «Ningún judío bajo el nazismo puede darse el lujo de comportarse como un caballero».
Lo más fascinante de la película es la voz de este tipo. Murmelstein es un hechicero. Así aparece en los archivos del 75. Dice una vez: “Sobreviví porque tenía una historia para contar”. Habla de Falstaff, de Orfeo, de Caperucita Roja, de la inevitable Scherezade. Pero la referencia fundamental, la que lo define como personaje, es Sancho Panza. Murmelstein dice que no combatió molinos de viento, que fue realista, pragmático y calculador. Es un pícaro, un sobreviviente. El poder de sus relatos seduce sin dudas al Lanzmann del pasado, que aún desconfiando no puede evitar reír y mirarlo con admiración.
La cita de Sancho es magistral. Pero la jugada maestra es la mención a “Los amigos”, el relato de Isaac Bashevis Singer en el que se dice que en cien años se va a hablar de los habitantes del gueto como de santos, y que esa será una enorme mentira. Murmelstein explica: eran mártires, pero no todos los mártires son santos. Y después dice algo así como: puedo ser condenado, pero no juzgado.
Como pasa siempre en los relatos orales, el tema se abre e interrumpe, y a veces se abandona. Murmelstein es un gran narrador, pero no porque se mantenga siempre pegado a una línea que evoluciona ordenadamente sino porque se conduce con destreza por los meandros de la oralidad. Una palabra viva gobierna El último de los injustos. Y sin embargo, esa fuerza oral se enfrenta con una escritura, y en última instancia es obra de ella. En efecto, la continuidad y el fluir del testimonio son consecuencias del montaje. Podemos notar cambios de lugar, ropa y luz que indican que estamos ante grabaciones distintas, ordenadas de acuerdo con el tema y la dramaticidad. Lanzmann es un maestro del engaño, igual que Murmelstein. Por eso es tan buen cineasta.
Además de a Murmelstein, Lanzmann se pone en escena a sí mismo. Es a la vez un viejo frágil y una criatura feroz. La mano que sostiene el papel tiembla un poco. La voz no tiembla nunca. Lo vemos respirar enfáticamente antes de subir una escalera, o probar bien los escalones que quedaron en un campo de concentración. Pero no lo vemos dudar. No en presente. Nada puede desviar a Lanzmann de su camino. En La liebre de la Patagonia dice que la piedad no es retirarse ante el dolor del prójimo sino que “obedece ante todo al imperativo categórico de la búsqueda y de la transmisión de la verdad”. No conozco un modo más claro de definir la ética del cruzado: piedad y verdad son lo mismo. Así que cuando en Shoah mantiene al peluquero en plano a pesar de lo que el peluquero le pide (la escena es extraordinaria) Lanzmann no es cruel, es piadoso. No hay nada que lo detenga porque es el ejecutor de una memoria. En el comienzo, en la estación de trenes de Bohusovice, recuerda la importancia del lugar; y más adelante, en otra estación, dice: “¿Quién que no sea un especialista sabe el lugar de Nisko en la Solución Final?”
Él lo sabe.
Para Lanzmann el tema fundamental fue siempre el crimen en masa. Por eso dice que en Shoah los vivos son portavoces de los muertos, que no hay primera persona. Por eso Sobibor (título completo: Sobibor, 14 Octobre 1943, 16 Heures) termina con la lectura de las deportaciones: lugares, números y fechas. Y por eso en El último de los injustos muestra los nombres de las víctimas en listas largas y terribles en placas móviles o en las paredes de una sinagoga en República Checa. Letra pequeñísima y estricta sucesión: las víctimas tienen un nombre pero ceden su historia al sistema. Es el registro del exterminio de un pueblo lo que trata de comunicar el diseño. Lanzmann traduce el horror cuantitativo con la palabra ilegibilidad. Las letras pequeñas que no se dejan leer son las marcas de un acontecimiento que no se deja decir. Dicho con dos adjetivos: el exterminio es ilegible e inexplicable. Lanzmann sostiene desde hace décadas esta tesis. Hannah Arendt le parece una estafadora. Eyal Sivan un mal judío. El ejército de Israel una conquista moralmente irreprochable y Palestina nada, porque no le dedica ni un segundo de atención.

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Últimas líneas. De su filmografía y de su visión de Palestina surgen dos cosas obvias para decir sobre Lanzmann: que era un intelectual orgánico de la derecha israelí y que era un cineasta extraordinario. Todo está a la vista en sus películas, que son lo único que importa ya.