En La polizia è al servizio del cittadino? (Romolo Guerrieri, 1973) el comisario interpretado por Enrico Maria Salerno tiene un hijo que milita en Lotta Continua, uno de los grupos de la izquierda extraparlamentaria que florecieron en Italia después del 68. En la escena en que se enfrentan el pibe le echa en cara su mal cumplimiento de la función paterna. “No podés dar cachetadas si no das otra cosa”, le dice. Tiene razón. El comisario lo sabe. Y también sabe otra cosa, por eso le pide que le diga a sus compañeros que, antes de insultarlos, recuerden que los policías son hijos de campesinos, de gente pobre, y que no tuvieron la suerte de estudiar que ellos sí tuvieron. Se supone que el poliziottesco es un cine de derecha y nada más, y que cada vez que aparece un uniforme hay que gritar ¡fascista! Pero esto que dice el comisario es casi una cita del argumento que usó Pasolini en su hoy célebre (pero siempre olvidado) El PCI para los jóvenes: “Cuando ayer en Valle Giulia pelearon / con los policías, / ¡yo simpatizaba con los policías! / Porque los policías son hijos de pobres. / Vienen de las periferias, campesinas o urbanas”. El progresismo hipócrita no quiere escuchar cosas como esta. La sociología le cabe solo al chorro. Al cana no. No importa que uno y oto vengan del mismo barrio y tengan vidas similares. Una vez que te pusiste la gorra no hay villa, ni pobreza, ni hambre, ni odio de clase en tu historia. Sos vos solo, decidiendo libremente, volviéndote jodido por tu cuenta. Es un modo de la meritocracia. ¡Y además es tan linda la foto esa en la que un chico burgués le pone un libro en la cara a un policía!
Hay más de esto.
Sbati il mostro in prima pagina (Marco Bellocchio, 1972) es una película sobre la colaboración entre la prensa y los intereses políticos y económicos de la extrema derecha italiana. Las cosas claras: plano auto de la cana, plano auto del diario / plano de detención, plano de impresión. Es un Bellocchio de género. Una rareza, más cerca del Elio Petri de Investigación de un ciudadano libre de toda sospecha o del Bolognini de Imputazione di omicidio per uno studente que de sus propias películas. Es notable cómo aparecen los militantes de Lotta Continua. Son jóvenes universitarios de familias burguesas políticamente radicalizados. O lo que para la película es lo mismo: sujetos anómicos lanzados a la militancia como otros a la delincuencia. Bellocchio los maltrata todavía más que en El nombre del padre, donde al menos tenían sus buenas extravagancias y el que podría haber participado de Lotta Continua le dispara a la madre. Estos son unos tarados con menos discurso que los faloperos que andan por la calle. Treinta años después, serán así las Brigadas Rojas de Buongirno, notte.
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En el cine de Bellocchio la locura es al mismo tiempo verdad y padecimiento. Cuando se expresa, demuele y carnavaliza, como en el robo que lidera Michele Placido en Salto al vacío o en las escenas de Sangre de mi sangre con Filippo Timi. Cuando se queda atrapada, hiere a quien la sufre y a quienes están cerca, como pasa con el matricida de La hora de Religión. En El diablo en el cuerpo el personaje de Maruschka Detmers encarna la primera posibilidad y la mujer que aparece al comienzo en el techo, a punto de suicidarse, la segunda. La clave está siempre en I pugni in tasca. De ahí sale todo. El Ale de Lou Castel ya es agonía y carnaval. Bellocchio tuvo con su maravilloso personaje una relación intensa y dificilísima. No trató de seguirlo sino de sacárselo de encima, como quien se pasa la vida intentando mantenerse a salvo de una historia irrepetible y peligrosa. Pero al mismo tiempo, y como si supiera que ahí está su energía, nunca pudo o nunca quiso enterrarlo.

Los esfuerzos mayores los hizo en los 80. Primero con Los ojos, la boca. Después con El diablo en el cuerpo. Andrea, el protagonista de esta última, es el anti-Ale. Es de ciudad, no de pueblo. Es una fuerza contenida, no desbocada. Es un tipo que nace, no uno que muere en sus propias llamas. No tienen nada en común. Y sin embargo, su radicalidad los reúne. Ale está antes de la Historia. Andrea está después. Los demás personajes de Bellocchio giran alrededor de estos dos. Los replican o los enfrentan. Sus posiciones extremas señalan algo fundamental: en el cine de Bellocchio el marxismo está siempre en crisis. Sus únicas películas constructivas son las películas militantes: Viva il primo maggio rosso, Il popolo calabrese ha rialzato la testa y Matti da slegare, que no tienen nada que ver con los jóvenes que habitualmente nos representamos cuando hablamos del 68 (aunque la última reconoce que los cambios positivos en la psiquiatría fueron posibles por la contestación, además de porque en la Emilia gobernaba la izquierda). Y es que el conflicto que estructura el mundo de Bellocchio no es el que enfrenta capital y trabajo sino el que enfrenta normalidad y locura. Las manifestaciones políticas de La balia y Vincere ponen en escena la lucha de clases -cuya realidad Bellocchio no niega- pero las historias que cuentan las películas la corren hacia el fondo, entre otras cosas porque son dos melodramas, y los melodramas, si son dignos de ese nombre, se comen todo lo que les pasa cerca y terminan por convertir la Historia en un teatro de la pasión.
Pregúntenle sino a Visconti.
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La biaba que Rocco y sus hermanos le da al realismo socialista que se supone lo inspira es conmovedora y deja una enseñanza: la única línea a la que un cineasta debe fidelidad es el cine. Mel Gibson (el loco, el facho) lo sabe. Lucrecia Martel (la que no filma violaciones porque hay violaciones en la vida) todavía no. Lo mismo que pasa en Rocco pasa en El gatopardo, solo que no tan a los gritos.
En un libro excepcional –Operazione Gattopardo: Come Visconti ttrasformò un romanzo di destra in un successo di sinistra, a la espera de alguien que lo traduzca y edite-, Alberto Anile y Maria Gabriella Giannice cuentan cómo la película fue mutando a medida que Visconti avanzaba en la realización, y cómo entre la idea original y la obra maestra que conocemos se desarrolla un drama silencioso que es también un triunfo del cine. Al principio, Visconti se propuso corregir lo que en la novela de Lampedusa le parecía inadecuado (por reaccionario, por no retratar las fuerzas sociales actuando en el sentido preciso, por sostener una visión quietista de la historia). Finalmente, terminó por meterse en el corazón del personaje que debía cuestionar.
El camino que recorre Visconti es el camino del cine, que fue el que recorrió siempre, y la razón por la cual todavía hoy sus películas son tan apasionantes, y no meros asientos en la contabilidad pobre de la Historia. En lugar de ilustrar una idea, Visconti optó por construir un personaje fascinante, lleno de capas, en parte parecido a él mismo. Su triunfo es tan contundente que nos permite sentir piedad por ese tipo indigno que ve cambiar su mundo, porque aun cuando ese cambio es lo que le permitirá a su mundo sobrevivir, en el teje y maneje de la Historia el Príncipe descubre que él mismo es víctima de su clase y de las necesidades que su clase expresa a través de él. Cuando en el último plano se pierde en una callecita, solo y tambaleante, sabe perfectamente que hizo algo por una Sicilia en la que no sabrá vivir. La enfermedad que lo perturba puede ser entendida como una metáfora. Pero también como una bendición.
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Gli indifferenti, de Francesco Maselli, es una de las tantas adaptaciones de Moravia que el cine italiano propuso en los años 60. El cast es increíble. Los hermosos y malsanos Claudia Cardinale y Tomas Milian, el asqueroso Rod Steiger y las viejas guapas y patéticas Shelley Winters y Paulette Goddard. Todo pasa entre estos cinco, vinculados por el deseo, la guita y el estatus. El que parece como menos apegado a tanta falsedad es Milian, un angustiado. Su hermana Cardinale cede pronto. En un momento Milian dice: Tiene que existir alguien que no sea vulgar, corrupto, hipócrita. Capaz. Pero si existe no está en la película. Los lazos son enfermizos y se mueven alrededor de una propiedad (una villa) que representa la posición social de la familia, su unidad y la chance de un buen casamiento para la hija. Están por perderla a manos de Steiger, abogado, hombre de negocios, rico, chanta, ventajero. Steiger se mueve por lo que todo se mueve en la película: el sexo y el dinero. Fue amante de Winters (que ahora es amante de Milian), está dejando de serlo de Goddard y está empezando a serlo de Cardinale. Maneja los hilos porque tiene la guita. Lo vemos darle plata a Cardinale para tomar un taxi después de pasar la noche con él, ofrecerle algo a Goddard, hablar de un contrato con el ministerio para la demolición de no sé qué edificios, reaccionar ante las palabras de Milian, que lo acusa de haber comprado la villa por la mitad de su valor en un remate que arregló él mismo.
Una aristocracia decadente, un burgués sin escrúpulos y toda la miseria que uno pueda esperar: ahí está Gli indifferenti. Pero su atractivo reside antes que nada en la excelente puesta en escena de Maselli. De hecho, son sus planos incisivos, la fotografía nocturna y la música de Giovanni Fusco (que me hace acordar a algunos compases de El padrino) lo que salva al tema de sus lugares comunes. Maselli está interesado en sus actores, en el modo en que sus cuerpos pueden atrapar a sus personajes. La espalda toda picada de Steiger, las arrugas y el maquillaje de Goddard, las tetas insinuantes de Winters, las caras increíbles de Milian y Cardinale son la materia con la que Maselli quiere adaptar a Moravia. Por eso la película tiene valor más allá de la literatura que le sirve de base y el análisis social que propone. Incluso los énfasis propios del cine moderno no molestan. La Cardinale dice al comienzo, quejándose de la calefacción y manteniendo abiertas las ventanas: “Es sofocante esta casa”. Si pasara alguien con un aerosol tendríamos La niña santa. No pasa nadie, por suerte, pero hay más momentos así. Sin ir más lejos todo empieza y termina con maquillaje y cuidado de la piel, para que no nos olvidemos de que lo que importa es la apariencia.
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En las sátiras (tal vez no siempre, pero a menudo) uno puede acceder a una sociedad horrible y ver su miseria, su mezquindad y corrupción sin quedar atrapado por esas ciénagas. Pasa en películas magistrales como Casanova de Fellini o en películas imposibles como Roma Bene de Lizzani. Pasa en Seis mujeres para el asesino, Cinco muñecas para la luna de agosto y Bahía de sangre, la trilogía del mundo garca que Mario Bava dirigió con furia y estilo. Y pasa también en El asesino ha reservado nueve butacas, La noche que Evelyn salió de la tumba y varias otras películas ligadas al giallo y al gótico. Entre estas últimas está Contronatura, de Antonio Margheritti, que trata de unos garcas bavianos que una noche, debido a una tormenta, se refugian en una casa alejada de todo. Son los ricos horribles: un clásico del cine italiano por lo menos durante tres décadas (50, 60 y 70). Nada de discreto encanto: burguesía inmoral, egoísta, perversa, sin sofisticación ni elegancia, arrojada al lucro porno y a la satisfacción de sus apetitos sexuales. Las actividades que los flashbacks y el prólogo muestran (el juego, la caza, el baile, la extorsión, el desfalco, el adulterio) son presentadas como propias de una clase ociosa y patética. Al final todos mueren, asesinados entre sí y sepultados por un pantano que entra en la casa vieja como regalo del infierno al que los garcas pertenecen. Nota genial: el sirviente ríe.
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Le infideli (1952), de Mario Monicelli, es otra de estas películas antiburguesas (tal vez una de las primeras), que podrían agruparse con el nombre de una de Bolognini: Fatti di gente per bene. Sus personajes pertenecen a la alta sociedad romana y se dedican a los negocios y a llenar el vacío de sus vidas con infidelidades y demás asuntos de pollera o corbata. Hay un chantajista que da en un momento la descripción más ajustada de la vida de estos ricos sin glamour; un resumen lleno de asco que funciona como el punto de vista de la película, absolutamente despojado de matices. Lo mejor está en la primera parte, cuando las notas sociológicas aparecen integradas a los pequeños episodios que conforman de a poco la trama general. Después, la claridad del desprecio y el sacrificio de una inocente le permiten a la película acceder a un discurso que satisface la ideología en parte a costa del cine.
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El cierre de Contronatura con el sirviente riendo es importante porque un problema que amenaza a las sátiras aparece cuando extienden la representación de la sociedad podrida a personajes que no están integrados a su funcionamiento en posiciones jerárquicas. La idea de una miseria ontológica que sería la verdad del espíritu humano es una fácil tentación, y solo los géneros, el exceso, la desesperación o el humor hiriente nos permiten acceder a un carnaval de la misantropía que no sea una mera opinión o un regodeo. Es lo que hace Bava en Cani arrabbiati, la más oscura de sus películas.

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No debe haber una representación menos apetitosa de las cortes europeas que la que propone Fellini en Casanova. Es como si la Roma decadente de Satiricón se montara sobre la Italia, la Inglaterra y la Alemania del XVIII. Y sin embargo -y esta es una de las razones por las cuales la película es tan extraordinaria- Casanova merece algo de piedad. Es un cretino, no quedan dudas. Pero en la última escena queda claro que es también un pobre tipo. Su vacío existencial, y la imposibilidad de retornar a Venecia, que es lo único que quiere verdaderamente, lo dejan en la memoria como un payaso acabado y melancólico.
Hay un Casanova anterior al de Fellini en el cine italiano: el de Infanzia, vocazione e prime esperienze di Giacomo Casanova, veneziano, una película de 1969, secreta y excelente, dirigida por Luigi Comencini. Trata de la vida del gran libertino desde sus primeros años hasta el momento, alrededor de los veinte, en que decide convertirse en eso por lo que lo conocemos, y que es el tiempo que prefiere Fellini. El esfuerzo de Comencini y sus colaboradores pasa fundamentalmente por ofrecer un fresco de la vida cotidiana en la Venecia del siglo XVIII. Las calles, las casas pobres y ricas, la ropa, la medicina, las instituciones de enseñanza: no se trata de una visión decorativa del pasado sino de un intento realista y riguroso de ofrecer un cine histórico, no tan lejano del de Rossellini.
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La spiaggia (1954) es una de las películas más oscuras de Alberto Lattuada. Trata de una prostituta –nos enteramos de su trabajo con la película bastante avanzada– que pasa unos días en una playa con su hijita, que vive con las monjas, y sobre todo trata de la fauna burguesa en vacaciones. Los personajes son todos hipócritas, apegados al decoro, con solo dos excepciones. El millonario del lugar, un cínico en toda regla que es capaz de premiar el peor castillo de arena porque los nenes deben aprender pronto que el mundo es injusto, y el intendente interpretado por Ralf Vallone, un comunista que cumple un papel similar al del personaje positivo de Arroz amargo, a cargo del mismo actor. Es un comunista tranquilo, sensato, que nunca es definido como tal, y al que vemos trabajar en el astillero, conseguir pícaramente turistas para su pueblo a costa de otro más famoso e intervenir a favor de la mujer cuando todos le dan la espalda. Es la contracara del millonario: un reformista que no cree que el mundo deba ser siempre como es ahora. Pero ahí donde De Santis deja en claro (al menos en el discurso, porque el melo lo arrastra también a él, como a Visconti) qué el camino correcto es el que encarna Vallone, Lattuada se muestra mucho más atento a la urgencias de su personaje femenino, que no tiene tiempo para la pedagogía porque tiene que sobrevivir. Al final, la mujer toma del brazo al millonario para recuperar respetabilidad y le dice a su hija, como último parlamento: “Ahora todos van a saludarte”.

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El cine italiano tiene muchas películas sobre el fin de la historia antes de que el fin de la historia se volviera lugar común y bandera de la derecha. Varias de los Taviani, por ejemplo. O la excepcional Pajarracos y pajaritos. Le stagioni del nostro amore (1966), de Florestano Vancini, es una de las más íntimas. Borghi (un notable Enrico Maria Salerno) tiene cuarenta y pico, un trabajo como periodista, una esposa y un hijo de diez años. En la primera escena la amante lo deja y queda claro que el tipo pasa por una crisis profunda. Una vida equivocada: esa sensación horrible lo acosa. Su familia está terminada y su militancia en el Partido Comunista también. No es Stalin, ni Hungría, ni Tito, ni Kruschev, ni el cisma Chino. Es el desencanto. Borghi no cree más. Está vacío. Pero el personaje más oscuro es el de Volonté, que sigue en el Partido, da una explicación sensata y obvia sobre el pasado y el futuro del comunismo y termina llorando porque su mujer es una puta (así la describe). El final, con los pibes bailando, muestra una juventud que ya no es la de Borghi y su ex camarada, un mundo diferente que la película tiene la delicadeza de no juzgar.
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Los subversivos (1967) es un Taviani menor, lejos de la grandeza que bien conocen, muy atado al MRM (Modo de Representación Modernoso). Trata de la muerte de Togliatti y el inicio de un tiempo de vagabundeo y dispersión para los jóvenes comunistas. Qué hacer sin papá: la cuestión es esa. La orfandad es una de las claves del cine italiano de los 60. Por eso es tan importante la escena en la que un personaje ve en el cine la explosión final de Pierrot el loco, que después imita. Pierrot es un lumpen apolítico, inestable y romanticón. Nada más ajeno a lo que se supone debe ser un joven comunista. Es como si luego de la muerte de Togliatti (también presente en Pajarracos y pajaritos), que dispara y deja a la vista una crisis ideológica profunda, ganaran terreno acciones autodestructivas e irracionales. El Partido Padre terminó. Un año después de Los subversivos (es decir, cuatro después de la muerte de Togliatti y tres después de Pierrot el loco) estallaría el largo 68 italiano. Ese que enfrenta al pibe con su padre en La polizia è al servizio del cittadino?, y al que Bellocchio, después de mimarlo poco y cascotearlo mucho, le pone la lápida más sensual que uno pueda imaginarse con la maravillosa El diablo en el cuerpo.
[…] Gli indiferenti (Maselli, 1964). Danza macabra (Margheriti, 1964). Una pistola para Ringo (Tessari, 1965). Oggi, domani, dopodomani (De Filippo – Ferreri – Salce, 1965). I pugni in tasca (Bellocchio, 1965). Vaghe stelle dell’orsa (Visconti, 1965). Il gaucho (Risi, 1965). Por unos dólares más (Leone, 1966). Pajaritos y pajarracos (Pasolini, 1966). La resa dei conti (Sollima,1966). La batalla de Argelia (Pontecorvo, 1966) […]
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[…] motivos preferidos a la hora de aplicar la noción baziniana de montaje prohibido. Al comienzo de El diablo en el cuerpo y en el interrogatorio de Vincere deja a sus actrices en primer plano durante minutos eternos para […]
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