Baldosa floja: Cine argentino (primer salpicón), por Marcos Vieytes

Max Ophüls escribe en 1956: “Experiencia –y esto es algo que sólo se aprende más tarde- quiere decir perder, poco a poco, la ignorancia de la infancia y los sueños. Cambiamos la ilusión por la realidad, pasamos de las cosas adivinadas, deseadas, inalcanzables, al mundo de las limitaciones. Un hombre con experiencia es un niño destruido”. Ringo Bonavena lo dijo cortito y al pie: “La experiencia es el peine que te da la vida cuando te quedaste pelado”. En 1939 el cine argentino sonoro no tenía experiencia, y mucho se ha dicho que las películas de Manuel Romero son estéticamente irrelevantes, entre otras cosas porque el tipo las filmaba lo más rápido posible para irse de joda, apostar a las carreras, montar una nueva revista y componer de apuro los tangos que le hicieran falta. A dios gracias. Todo eso fue lo que le permitió filmar la secuencia más libertaria del cine argentino, protagonizada por un nene que es un elefante en un bazar. Y para colmo, bastardo, el más vital linaje cinematográfico. Gloria y loor, entonces, a nuestro perverso polimorfo, inconsciente de Freud y de Perón, padre de ambos que no se hizo cargo de ninguno.

Esa libertad es hija del goce plebeyo de Romero no sólo en Gente bien (1939), pero la del personaje ignora todo discurso. De la inconsciencia de un nene que no sabe pronunciar palabra -y de un irresponsable que se divierte a costa de los patrones- nace el gesto más libre del cine nacional, que es travesura y travesía a la vez. Esta última va de la pieza de la empleada doméstica embarazada por el señorito al salón principal del palacete. Para el nene se trata solamente de caminar por donde se le canta y en pelotas (es el Primer Descamisado entre caretas de frac y de lamé), más allá de los brazos de la vieja (esa Delia Garcés que, como buena ingenua, quiere pertenecer antes que divertirse) y sin saber quiénes lo esperan del otro lado. Tres músicos –June Marlowe, Tito Lusiardo y Hugo del Carril- serán sus padrinos espirituales.

 

 

Romero te la cuenta desde el punto de vista de esos artistas contratados, y hay que ver si no la contó siempre desde ahí, que era su lugar. Esos artistas dependen económicamente de los garcas que los contratan, pero no se sienten obligados a simular. Sus comentarios son insolentes y socarrones. Y tanto se les nota que pierden el laburo sin que haya en su actitud nada de heroico ni idealista. Solamente reaccionan ante lo extraordinario de la situación (“si los pobres no nos ayudamos entre nosotros…”). No están dispuestos a callarse ni lo lamentan demasiado después. Los anima la pertenencia de clase y sus reflejos éticos. Además, tienen tal confianza en la industria nacional del espectáculo que hasta compiten con la banda de jazz sin perder el optimismo.

El mundo de Romero es institucional (la cana defiende el interés público cuando los chóferes de los chetos discuten con el taxista de los músicos) porque sin instituciones no podría divertirse. Y nada lo divertía más que hacerle cosquillas en las patas a los de arriba (cuando no les serruchaba el piso), como los yanquis antes del código Hays o los italianos hasta principios de los 80. Cuando parece que el quilombo termina antes de empezar, una empleada dice: “¡Qué lindo escándalo nos perdemos!”. Ahora que todos los perejiles somos guardianes de la democracia global, nadie se ríe de nada ni de nadie por temor al juicio moral de los demás perejiles cuando no al propio, mientras los que tienen la sartén por el mango nos fritan sin escándalo. Pasa que el pueblo –y hablo de la plebe antes que del proletariado- ya no hace películas ni va a verlas, así que nadie escribe diálogos como estos:

– Yo soy capaz de trabajar, señora.

– ¡Por Dios, querido! ¿Cómo vas a hacer eso?

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Gente bien (Manuel Romero, 1939)

– Debiéramos haber quemado la casa con la vieja adentro.

– ¿Son chicos sus nenes?

– Sí, pero ya están todos maduritos para la silla eléctrica.

Otras dos secuencias fabulosas: la serie de patrones con animales (que incluye a Nathán Pinzón) cuando Elvira (¿será la futura vendedora de tiendas?) busca trabajo. / Las minas rajan de la pista del dancing en estampida como las novias de Buster Keaton y, pasado el estupor inicial, los tipos se encogen de hombros y se ponen a bailar entre ellos.

*

 

 

La botella junto al palo del arco es un detalle brillante de este plano de El cañonero de Giles (Manuel Romero, 1937) que basta y sobra para dar cuenta de lo que era el fútbol cuando recién había dejado de ser amateur. También hay un milico que manda en cana a los hinchas que critican al equipo del pueblo, amenaza al centroforward –Sandrini, su futuro yerno- cuando se tira a menos, y entra a la cancha sable en mano para evitar un tiro de esquina mal cobrado. Cuando un paisano le sugiere que no se entusiasme si el goleador no funciona en la Capital, el milico le dice al sargento más cercano: «Pasamelo al calabozo nomás, por descréido. Ya le voy a dar ser pisimista.» Cuando se entera por radio que el goleador -inspirado en el gran Bernabé Ferreyra, que aparece en la película- consigue su primer doblete con la camiseta de River, el futuro suegro ordena que liberen a todos los presos del calabozo. «¿A ese que mató al padre también?», pregunta el sargento. «A ese también. ¿Qué significa matar a un padre ante el éxito del cañonero de Giles?» El ritmo de las películas de Romero es infernal. Todo va a los piques y en 80 minutos o menos pasa de todo. La mayor parte de las películas argentinas posteriores, incluyendo las de los últimos veinte años, son insufribles a su lado. El vértigo audiovisual de hoy nada tiene que ver con esto, así como tampoco le llega a los talones a la velocidad verbal hawksiana, contemporánea de esta película.

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Algo de Musidora, de Irma Vep, de vampiro atrincherado en su castidad en vez de entregado a la succión, de férrea doncella virreinal y católica hay en la Mercedes de Elsa O’Connor para La que no perdonó (José Agustín Ferreyra, 1938). Es un icono esperando la resurrección pop, camp o trash que se avive de su vigencia. Si a eso le sumamos que la actriz murió después de arrojarse por las escaleras de una representación, empeñada en intensificar el acto, no hace falta mucho para convencernos de la imperiosa necesidad, puramente sensual, de montar una vez más el melodrama del exceso, el castigo de los dioses hacia quien osa emprender el ascenso a su Olimpo. La voluptuosidad metafórica y fetichista de estos planos piden para sí un Oshima criollo obsceno y distanciado, una puesta en abismo minuciosa y sádica, un Bowie en la piel de esta Jack Celliers que duda entre arrojar su flor a la bota que la persigue o comérsela.

 

 

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Luis Bayón Herrera no alcanza la velocidad de las mejores películas de Romero, pero en todas las comedias de él que he visto tiene al menos cinco o seis escenas y muchos más chistes inolvidables. ¿De cuántas se puede decir eso? El humor, además, surge de algo que ya no existe y que solían llamar picardía o doble sentido. El sexo, al no ser explícito, está siempre latente y se desparrama sobre cualquier cosa, no como refinamiento zonzo sino como contraseña grosera, gozosa y cómplice. Si hasta Lolita Torres aparece maliciosa y sexy en La danza de la fortuna (1944). Olinda Bozan y Luis Sandrini son uno de los más grandes dúos cómicos de distinto sexo de la historia del cine (no solamente argentino).

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Hugo Del Carril, desgarbado, tiene una modernidad que el cine argentino clásico perdería pronto al envararse con adaptaciones de la literatura europea. Las películas sobre las bambalinas del varieté, la revista y la comedia musical como En la luz de una estrella (Enrique Santos Discépolo, 1941) garpan más que esas otras que vendrían, serias y cultas: el teatro -chico- les da una espontaneidad maravillosa a la puesta en abismo naturalizada por el espacio de la acción. Y eso que Discépolo no llegó a filmar Wunder Bar, su obra preferida, que Busby Berkeley hizo en Hollywood con Al Jolson. Los primeros planos son fabulosos. La luz que atraviesa el sombrero de Zully Moreno le sirve al fotógrafo (Adam Jacko, el de la pura luz mediterránea para Ber Ciani, Alberto Gómez y Aída Luz en De la sierra al valle) para hacer un retrato puntillista de Hugo. En otro, un ojo de buey le dibuja una aureola. Y en un tercero, los ojos de la futura Quintrala son favorecidos por el brazo del partenaire que le oculta la boca. ¿Esta mujer habrá dejado a Del Carril en la vida real porque su personaje le dice «Usted es una retardada, señorita, búsquese un instituto»? La posta es una bataclana que se cuelga una herradura en el culo con la foto de Gardel.

 

 

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Cine, tango y revista argentinos en su apogeo. Un estadounidense, Richard Harlan, dirige Cuando canta el corazón (1941) para EFA. Hugo Del Carril, que ya había sido Gardel para el cine, brilla en cada plano, la mayoría de ellos pensados como retratos a su servicio, además de lucimiento para la moderna cultura popular argentina con proyección internacional. Cuando suena «Milonga del 900» no sólo estamos ante una de las cumbres populares de la época sino también ante una muestra más de renovación de la industria cultural. Ante algo más también: cinco años antes había nacido FORJA en respuesta al conformismo y la complicidad de la UCR con el golpe de 1930 y Homero Manzi era uno de sus fundadores. «Soy hombre de Leandro Alem», radical revolucionario, dice la letra con música de Sebastián Piana. Pocas secuencias más tarde un personaje, típico rol cómico gay de la época, exclama: «¡Qué hombre! Juan Manuel de Rosas», justo cuando Del Carril exige explicaciones por el desplante de su familia a la mujer que ama después de haber cantado un tango. Del Carril hace de uno de los tantos «Niños Bien» de la cultura popular argentina de la primera mitad del siglo pasado, cuyo prototipo popular definitivo acaso sea Isidoro, ese hijo de la burguesía terrateniente impuesta por las armas. Pero su padre no se llama Cañones, sino Cuitiño, como el jefe de la Mazorca. Los abundantes signos rosistas son ambivalentes, como en las milongas de Manzi, pero la sola recuperación de esos nombres marcaba el regreso de aquello que la historia liberal argentina prefería y sigue prefiriendo enterrar. Esos terratenientes, sin embargo, no dejan de ser nacionalistas. Como el padre, que anda siempre mate en mano (un travelling de retroceso arranca en él), acodado a una tranquera con la que ha decorado el estudio de su palacete capitalino, magnífico dadaísmo revisteril vernáculo. Manzi no parece haber estado involucrado en la película, pero esta responde a un modelo de conciliación de los opuestos culturales que prescinde de los pintoresquismos o los usa irónicamente, dentro del marco de nacionalismo económico y mestizaje cultural que guió sus proyectos musicales y cinematográficos.

 

 

Del Carril termina yéndose de la casa paterna, casándose con una cancionista y logrando el éxito gracias al aggiornamiento de la canción popular, inspirado en la toma de conciencia de que había un público esperando por formas que lo representaran. Ese único momento discursivo es fotográficamente impecable, con Aída Luz y Del Carril encuadrados por una ventana que prefigura el escenario del éxito, y bien puede ser un palco político involuntariamente profético, con el fuera de campo de la ciudad -y del pueblo que la habita- pujando por hacerse ver en el contraplano. En Cultura de clase, Matthew Karush sostiene que la cultura popular argentina anuncia -si es que no reclama- el peronismo. Esta película, y esa escena particular, puede haberle inspirado la hipótesis. La revelación final de la película, que involucra el capital del padre invertido en el negocio del espectáculo popular, no implica una vuelta al redil elitista sino una apuesta política: el reconocimiento del pueblo y de la modernidad por parte de esa oligarquía que no habrá de convertirse nunca en una burguesía con conciencia nacional. Cuando canta el corazón es un muestrario ligero, delicioso y fluido de expresiones, hábitos y formas del espectáculo popular. Es una revista dentro de la película, con números de magia, canciones y secuencias tras las bambalinas. Hay una escena en la que la utilería se empeña en interponerse entre los enamorados. Un ilusionista usa su barita mágica -y la de los efectos especiales cinematográficos- para correr el telón. La letra de una canción con aires de zarzuela se pregunta si las mujeres de antes sentían más calor que las de ahora. Hay un «viejo Verdi» y «una hija de la farándula». Y los protagonistas se zampan sendos choripanes mientras pasean enamorados por el Parque Japonés.

*

(Continuará…)

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