Hollywood 70, por José Miccio

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Un comentario rápido para empezar por algún lado, porque es difícil empezar: no es la presencia o ausencia del rasgo contracultura lo que distingue al cine americano de los 70 del de los 80. Ese es uno de los lugares comunes más haraganes y tranquilizadores que repite la cinefilia avejentada, tome como fuente al Byskind de Moteros tranquilos, toros salvajes o a cualquier santón del altomodernismo ofendido. La mayor parte de las películas fundamentales del Nuevo Hollywood (en ellas pensamos cuando decimos cine americano de los 70), las que todavía hoy aparecen como monumentos de una década de gloria, no tiene vínculos directos con las ideas que agitaron a la juventud de los años 60 y marcaron, en su mutación y retirada, el pulso de la cultura durante por lo menos toda la década siguiente. Por el contrario. Ni en Friedkin (El exorcista es un panfleto católico, Contacto en Francia es un procedural), ni en Coppola (que filma sus Padrinos con Shakespeare y Verdi en la cabeza y Apocalipsis Now como un trance en lugar de como una crítica de la intervención estadounidense en Vietnam) ni menos aún en Scorsese (que es un tipo preocupado por la familia) hay algo así como contracultura, por más que este último ponga siempre en sus películas canciones de rock. La contracultura en su forma más firme y más coherente hay que buscarla en Hal Ashby, es decir, en un cine discursivo, avejentado y de poco vuelo, que no es el que sobrevivió a sus circunstancias inmediatas y despierta todavía hoy tanto entusiasmo. Eso por no mencionar a John “Te digo que hablar contra la violencia es como hablar contra la lluvia” Milius, a Paul “Te filmo una versión de Mas corazón que odio con George C. Scott en el lugar de Wayne y el cine porno en el lugar de los indios” Schrader y a Michael “Te muestro Vietnam como un infierno de amarillos sacados” Cimino, por mencionar unas pocas películas celebérrimas y por olvidarme a propósito de Atrapado sin salida y sin querer de algunas otras. Porque después está el exploit contracultural cormaniano, que es la gloria.

La número uno es Big Bad Mama (Steve Carver, 1974), una película de tema rebelde con la hermosa Angie Dickinson felizmente en bolas y unas cuantas mujeres de armas tomar. ¡Acá está el cine que le hace bien a la causa, compañeras! El comienzo fija de una vez y para siempre el ritmo y el tono excitante y peleador de la película: un casamiento interrumpido por la propia madre de la novia porque sabe que la vida que viene es una vida de miserias, y es preferible correr. De eso va todo. Las mujeres (solas o como cabezas de una banda que incluye hombres pero no les otorga liderazgo) consiguen dinero, tienen problemas y escapan. Una y otra vez, acompañadas de banjos y violines. La Dickinson (Wilma) explica un asalto con estas palabras: “Es como dijo John D. Rockefeller: tienes que comprender la dinámica del dinero y mantener la moneda en movimiento”. Un rato después Rockefeller aparece de nuevo, esta vez en una lista junto a Ford, Capone “y los otros”. Banqueros, mafiosos e industriales: para la maravillosa ladrona anarca Wilma todos los que se llevan la torta forman parte de lo mismo.

Corman supo aprovechar el antiautoritarismo de su tiempo y produjo unas cuantas películas de motivos contraculturales. Ese comercio era honesto: tenía todas las señales de su oportunismo. Y era apasionante: había mucho amor por el cine en esas películas baratas y redituables. En este caso, es todavía el éxito de Bonnie and Clyde lo que Corman y Carver explotan. Años 30, movimiento por zonas rurales, asaltos violentos, Tom Skerritt disfrazado de Warren Beaty. Lo notable (y esto el cine lo sabe bien, porque pasa a menudo) es que la versión corta y desarmadamente comercial es más libre y descontracturada que su modelo. El montaje moderno y los aires de tragedia de Bonnie and Clyde quedan chicos (por grandes) en comparación con esta Big Bad Mama. Es difícil que un argumento como este, con la madre y las dos hijas que se acuestan con el mismo hombre, el montaje cortante y desprolijo y los desnudos porque sí, porque las tetas venden entradas, pudiese ser filmado hoy en ese reino del liberalismo pacato que llamamos Hollywood. Pero una vez se pudo, y eso permite que en cada proyección o reproducción alguien se convenza de que se puede de nuevo. Big Bad Mama es una de esas películas que hace nacer a los cineastas como Tarantino. Violencia, tabaco, locura, humor, sexo y perversión: todas las emociones que el cine popular de hoy nos niega están acá.

Una más.

La mejor manera de apreciar la importancia del factor Corman es ver Boxcar Bertha (1972), otro exploit de Bonnie and Clyde y la película en la que Scorsese estuvo más cerca que nunca de la contracultura. Se trata de una historia de ladrones que roban bancos y roban ricos y gozan más del hecho de joderlos que de la guita. La escena en la que Barbara Hershey hace que dos matones se levanten y se sienten una y otra vez por el solo placer de verlos obedecer órdenes de alguien que se supone no puede darlas es el resumen perfecto de lo que la película busca: gozo de la ilegalidad, catarsis plebeya. Lo mismo que Big Bad Mama, que también termina con un golpe contra ricachones creídos. Hay un devenir rebelde primitivo en el Big Bill Shelly de David Carradine y en sus compañeros (un negro, una mina, un tahúr torpe), expresado tanto en las acciones como en las palabras con las que en diferentes momentos los otros personajes intentan definirlos. Carradine pasa del trabajo y la militancia por la unión sindical a un tipo de robo que no está mal llamar clasista. Eso en cuanto a las acciones. En cuanto a las palabras, patrones, policías, periodistas y hasta alguien del mismo sindicato recurren con más o menos rigor a distintas definiciones políticas, siempre como insultos: bolchevique, comunista, socialista y por último anarquista. Scorsese tiene otra idea: al final crucifica a Big Bill Shelly en un tren y lo convierte en un Cristo croto.

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La serie inaugurada por Don Siegel con Dirty Harry llega hasta bien entrados los años 80 (Dead Pool es del 88) pero su motivo principal y sus variaciones están ya establecidos en las tres primeras entregas, estrenadas entre 1971 y 1976. Siempre es bueno revisar estas películas. No solo porque el policial derechoso de los setenta está lleno de talento (Friedkin, Siegel, Yates) sino porque hay todo un juego con la figura del tipo duro, especialmente en la tercera parte, que lleva la pronta autoconsciencia de la serie al territorio del humor y le permite a Clint demostrar una vez más, por si todavía quedan ciegos, que es un actor extraordinario y uno de los tipos más inteligentes que conoció el cine.

El tema es tan básico y conocido que puede resumirse en dos líneas. Harry el Sucio presenta con toda claridad un argumento antiinstitucionalista: el policía (que no tiene nada de modélico pero cuyas perversiones no son barbáricas) liquida al criminal por fuera de la ley, en un estadio vacío que remite al western y enfatiza la ausencia de comunidad. “Justicia de frontera”, diría el verdugo de Tim Roth en Los 8 más odiados. O en la lengua antigarantista de aquellos y de estos días: Harry Callahan hizo lo que había que hacer. Cuando se estrenó en 1971, y de ahí en adelante con el rendimiento decreciente propio de las objeciones puramente ideológicas (a nadie le importa ya que el “poderoso caballero es don dinero” de Quevedo sea reaccionario), las críticas no dejaron pasar la chance de decir lo que había que decir. En general, monserga laxa. En el mejor de los casos, cosas del estilo: “Puede que Don Siegel y su actor hayan hecho un gran trabajo. Pero es un gran trabajo facho”. Es lógico y seguramente inevitable: por más que la historia esté llena de grandes obras de arte ideológicamente oscuras, no se puede ver lo que sucede ahora como si ya hubiera sucedido. Harry Callahan lo sabía bien. Por eso se hizo cargo.

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Dos años después de Dirty Harry llegó a los cines Magnum Force, con dirección firme de Ted Post, una simple y maravillosa (ideogramática, podría decirse) secuencia de créditos y una gran banda de sonido de Lalo Schifrin. La película contesta a las objeciones que se le hicieron a la primera aparición de Callahan de manera seria. Está bien a la vista. La historia (escrita por Milius y Cimino, que entendían de esto) parece decir: “A ver ustedes, que dijeron tanto de Harry, miren bien: estos (és-tos) son policías fachos”. En efecto, Magnum Force trata de un comando secreto que se dedica a exterminar delincuentes (“Como pasó hace unos años en Brasil”, informa un diálogo), y al menos dos veces Harry se hace cargo del discurso con el que los críticos de Dirty Harry lo habían cuestionado. En la más importante (un largo parlamento institucionalista) dice que odia el sistema pero debe respetarlo mientras no haya otro mejor. “Usted debería entenderlo”, le dice en un momento uno de los del comando, como si Harry no fuera diferente. Pero sí lo es. Y dejarlo en claro es uno de los objetivos de la película, que por si los fachos de verdad no alcanzaran le regala al detective un compañero negro y algunos escarceos con una jovencita oriental.

El operativo Harry Callahan contesta siguió tres años después. The Enforcer (James Fargo, 1976) se hace cargo de entrada del carácter brutal y supuestamente misógino del personaje con dos escenas en hipérbole. Primero, Harry pasa por encima de las reglas para liquidar a tres asaltantes que mantienen rehenes en una licorería. Después, comparte escritorio con una señora bien de discurso progre y feminista que lo llama Neardental y le dice que su función (la de ella) es traer la institución al siglo XX, lo que básicamente significa aumentar la participación de las mujeres en los cargos jerárquicos. En Magnum Force su compañero era negro. En esta ocasión es una mina que viene del trabajo burocrático, usa en la calle pollera tableada, tacos y cartera y en una escena especialmente divertida asocia el arma de Harry con un falo. Allá, la ficción ponía a trabajar la dimensión facha del personaje. Acá, su presunta misoginia y su porte de macho recio.

La autoconsciencia permite el goce y la distancia pero no cambia el carácter del policía. Esto es fundamental. Igual que en Dirty Harry, en The Enforcer la institución es funcional al delincuente y los políticos unos caraduras al servicio de su propia ambición. La isla de Alcatraz -que es el lugar donde se resuelve todo- cumple la función del estadio en la película de Siegel. No hay nadie. Es un momento sin comunidad, como anterior a todo contrato. Otra cosa en común con la primera entrega es que Harry se enfrenta a un psicópata (su primer asesinato deja en claro que está fuera de cualquier consideración moral), solo que esta vez no trabaja solo. Tiene detrás a un grupo de guerrilleros urbanos (un negro, una hippie, un laburante, una puta) que se hace llamar Fuerza de Huelga Revolucionaria del Pueblo y que actúa amparado en convicciones que a su líder no le importan. Lo único que el tipo quiere es la guita, como pasará años después con el Hans Gruber de Duro de matar.

El objetivo puramente económico del villano contrasta no solo con algunos de sus seguidores sino con otro grupo antisistema. Es como si al mismo tiempo la película apostara y se retirara del juego. Dicho en pocas palabras: tiene que despejar todas las dudas de los liberales y al mismo tiempo tiene que hacer trabajar los miedos de la sociedad en favor de la ficción y la taquilla. A diferencia del comando trucho, el grupo Uhuru (un movimiento panafricano fundado en 1972, pero que en Estados Unidos debía hacer pensar en los Panteras Negras) expresa en la película una disconformidad con la democracia yanqui de orden político, y por eso merece un tratamiento especial. La escena en la que Harry habla con el líder negro es una escena de rivales con códigos: son adversarios y puede que lleguen a ser enemigos, pero saben que tienen algo en común, y que dar la palabra es comprometerse a cumplirla. Una de las claves de The Enforcer es que el pedido de matar al psicópata proviene no solo de la compañera agonizante de Harry sino de este hombre digno, que la última vez que ve al detective le dice: “Termine con ellos”.

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Magnum Force (Ted Post, 1973) / The Enforcer (James Fargo, 1976)

Un salto a los 80, ya que andamos por acá.

La dinámica de la industria es brutal. Drena y drena el sentido de sus figuras, las convierte en otra cosa, las mezcla, las destripa, las devuelve a sus orígenes. De tanto explotarlas, a veces las libera. Eastwood supo mantener a su personaje bajo control mientras jugaba con todas las piezas de su mundo chico. En Magnum Force y en The Enforcer el cambio de compañeros y de antagonistas le permitió redefinir su figura: Harry Callahan es un tipo de centroderecha que se mueve en los límites de una ley que reconoce y defiende. En Sudden Impact (1983), lo que cambia es el delincuente, que por primera vez tiene una historia.

Básicamente, la película (única de la serie dirigida por el propio Eastwood) va de esto: Harry tiene como siempre problemas con sus superiores, es perseguido por una banda criminal y se enreda con una asesina (Sondra Locke) que va detrás de los tipos que la violaron, a ella y a su hermana. El cana y la vengadora son dos lados de la misma moneda, y al final, cuando ella declara el básico credo de la justicia por mano propia, él la toma del brazo y caminan juntos, obviamente hacia la ley. A diferencia de The Enforcer, donde se intentaba un pop de personaje rancio, Sudden Impact es una película seria. Como Magnum Force, pero todavía más oscura. El trauma de la mujer se recompone por flashbacks y concluye en el lugar de origen: el carrusel de un parque de diversiones. Hay algo notable acá. La vengadora (que es artista plástica) restaura durante toda la película ese carrusel. Es decir, restaura la escena de su trauma mientras la borra por medios violentos. El arte no cura, y sus pinturas ominosas no la sostienen. Nada de transferencias. Hay que matar.

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Las películas de Cassavetes son lo más parecido al movimiento de placas tectónicas que dio el cine. A Woman Under the Influence (1974) es un tembladeral. El momento más hermoso es ese en el que Peter Falk le pide a su esposa recién salida del psiquiátrico y a la familia entera practicar una conversación común y corriente, incluso estúpida. Decir: “Hace frío”, “Hace calor”. La grandeza de Cassavetes es convertir ese deseo de normalidad en un deseo legítimo y urgente. Después de tanto padecimiento, Falk quiere hablar del clima. En la vida cotidiana es un modo de conversar sin decir nada.  Cuando la vida cotidiana no existe, puede ser el tesoro más preciado. Y es que una cosa es la aventura, y otra la imposibilidad de vivir. Cassavetes triunfa porque consigue que sus personajes se nos hagan cercanos sin obligarlos a ser como nosotros y sin reconocerle méritos a la inestabilidad de la locura. Todo se sacude en la película. La Rowlands es un encanto y un peligro. Falk oscila entre dejarla ser y detenerla. Los pibes disfrutan y sufren.

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Lo mejor que George Lucas le dio al cine es American Graffiti (1973). Una noche, muchachos recién egresados, autos, radio, canciones de los 50 y algunas de los primeros Beach Boys, un tono de ensoñación que el plano de apertura, con la cafetería y las nubes rosadas, comunica con claridad, y ese existencialismo no declamado que aparece en tantas películas americanas y que cuando tratan de la juventud hace pensar indefectiblemente en Salinger. Los años 50 de Lucas no son parte de la Historia sino de una evocación que se mueve sólo entre íconos reconocibles, como obtenidos de un álbum, y los devuelve totalmente estilizados. Igual de típicos son los personajes (la pandilla, el becado, las chicas, el looser, los noviecitos, el locutor radial, el tuerca) y las situaciones (la picada, el baile, la compra de alcohol, el robo menor, el manoseo en el auto, la opción de partir a la universidad o permanecer en el pueblo, encarnada por dos de los varones). Que Dreyfuss –a quien hay que aguantar- persiga toda la noche una aparición (una mujer bellísima que le tira un beso desde otro auto) es una hermosa versión del ideal romántico siempre en fuga adaptado a un universo juvenil y característico.

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Uno de los rasgos más frecuentes de las películas yanquis de los 70 es que están protagonizadas por sujetos en crisis profunda con su contexto laboral, familiar, sexual y político. Esa crisis es radical (a eso se deben seguramente las fantasías antropológicas que abundan en estos años: de The Hills Have Eyes a Deliverance, de The Texas Chainsaw Massacre a Dawn of the Dead), y por eso hay tantas historias dedicadas a investigar qué sucede cuando el piso cruje y las seguridades desaparecen. Por decir unas pocas: Scarecrow (Jerry Schatzberg, 1973), Carnal Knowledge (Mike Nichols, 1971), Five Easy Pieces (Bob Rafelson, 1970), The King of Marvin Gardens (Bob Rafelson, 1972), Save the Tiger (John G. Avildsen, 1973), Night Moves (Arthur Penn, 1975), Bobby Deerfield (Sidney Pollack, 1977). Lo que está en el centro de todas estas películas (a las que bien les cabe el adjetivo adultas) es el desajuste de uno o varios personajes respecto del mundo en el que viven y que debería conformarlos.

Lo mismo pasa en estas dos.

Alice Doesn’t Live Here Anymore (Scorsese, 1974) y The Rain People (Coppola, 1969) tienen varias cosas en común. Por lo menos estas tres: están dirigidas por directores importantes antes de sus obras más famosas y mejores, pertenecen a un mismo ambiente cultural y son historias de mujeres y de rutas. Alice (tan distinta de las otras películas que Scorsese hizo en los 70, tal vez porque se trata de un proyecto que debía satisfacer también a Ellen Burstyn) tiene por lo menos tres ventajas. Primero: no interrumpe su desarrollo con esos inserts europeosos que Coppola clava cada tanto. Segundo: sus personajes tienen más carnadura. Tercero: no incluye escenas del tipo “ilustración de valores”, como la de James Caan dejando libres a los animales de un granjero jodido.

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La salida a la ruta es un movimiento clásico de los personajes en crisis. En el caso de Alice el viaje es un retorno al lugar de la infancia y la felicidad, filmado en tonos naranjísimos y en pantalla casi cuadrada, como si evocara el cine clásico que Scorsese amó como muy pocos. (Nota veloz: hay que hacer una historia del naranja en Hollywood, de Lo que el viento se llevó a Caballo de guerra, pasando por Meet Me In St. Louis y The Outsiders). En The Rain People no hay una dirección con ese peso existencial pero no es indistinto que la mujer que no va a ninguna parte elija el Oeste, la tierra de los que arrancan de nuevo. Juntas, las dos películas reponen la doble matriz de todo viaje. En Scorsese hay una Ulises que retorna a Ítaca. En Coppola, una Marco Polo en busca de su propia China.

The Rain People tiene dos protagonistas: Natalie (Shirley Knight), una mujer embarazada que deja su casa de repente, y Jimmy (James Caan), un ex jugador de fútbol americano que viaja con los mil dólares que le dio la universidad luego del golpe que lo dejó bobo. Buscan cosas distintas, obviamente. Jimmy quiere ir a la casa del padre de una compañera que lo vio jugar una vez y le dijo, entusiasmado con su talento, que lo buscara si llegaba a necesitar trabajo (el proyecto fracasa pronto y él queda a la deriva). Natalie lleva encima una carga que el tonto no lleva porque, además de otra historia, tiene una cabeza flaca que no le permite preocupaciones. El signo de su inocencia es el desinterés por el dinero. Jimmy lo muestra como si fuera una curiosidad y lo entrega sin inconvenientes. El granjero con el que Natalie quiere dejarlo es su exacta contracara: se la pasa hablando de plata y haciendo cálculos. Y como suele ocurrir en historias como esta, si se tiene un poco de buena predisposición, es él el verdadero tonto: ve los mil dólares y no puede dejar de pensar en conseguirlos, como si hubiera en los billetes profundidad y sentido.

Los que viajan en Alice son una madre viuda y su pibe. Salen de casa luego de la muerte del varón, un tipo desaprensivo, seco y gris que trabajaba en Coca Cola. Tenemos por lo tanto información sobre su vida anterior a la ruta, algo que no sucede en Coppola, ya que encontramos a Natalie en plena inquietud, despierta en la cama mientras su esposo duerme (es la única vez que lo vemos, luego escucharemos su voz en un par de conversaciones telefónicas). Tal vez la mayor diferencia entre las dos mujeres sea que la de Scorsese tiene un deseo, descubre que hay algo que quiere, y en ese descubrimiento encuentra en Tucson lo que iba a buscar en Monterrey: nada menos que la chance de la felicidad. La película combina como desde siempre el viaje y el autoconocimiento, algo que Scorsese hizo solamente esta vez (¡qué distinta es esta mujer de sus personajes más brotados!). Para decir “Quiero” Alice tiene que pasar por las situaciones: tiene que trabajar, tiene que conocer otros lugares, tiene que estar con otros hombres, tiene que reformular el vínculo con su hijo.

Los personajes con los que se cruza Natalie en The Rain People no cumplen una función tan central como los que en Alice ayudan a su protagonista (por buenos o por jodidos) a decidir qué vida quiere. Todo pasa por lo que puede hacer con Jimmy, si lo larga o no, si se hace cargo o sigue sola, y por lo que puede hacer con su embarazo y su matrimonio, el problema de base que la película deja siempre en su estado inicial, sin obligarlo a crecer o resolverse. El único secundario importante es el Gordon de Robert Duvall, un policía que perdió a su esposa y a su hijo varón en el incendio de su casa y vive ahora en una casilla rodante con la hija que sobrevivió, tan revolotosa como la piba que interpreta Jodie Foster en Alice.

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Hay tres tipos de hombres en Alice: el indolente (el esposo: Billy Bush), el jodido (el fato amargo: Harvey Keitel) y el buen tipo (el fato con futuro: Kris Kristofferson). En The Rain People son todos patéticos: por pusilánimes (el tipo que le ofreció trabajo a Jimmy), por interesados (el granjero) o por estar transidos por una melancolía violenta (Gordon). Unas cuantas mujeres brillan sobre este fondo gris varón: en Alice porque son vitales, pícaras y solidarias entre sí. En The Rain People porque la única en condiciones de negar la vida de horizontes bajos que amenaza a todos es Natalie, aunque no sepa qué quiere ni adónde ir.

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Se puso triste el asunto. Para terminar bien arriba, porque a veces es difícil terminar, qué mejor que un mix de rutas y conflicto de clases. White Line Fever (Jonathan Kaplan, 1975) es un western en toda regla. Su protagonista (Carrol Jo Hummer, en la piel de Jan-Michael Vincent) es el anarco-individualista hombre del Oeste puesto sobre un camión en lugar de sobre un caballo. El problema nace así: Carrol Jo se niega a llevar mercadería de contrabando y se gana la interdicción laboral de una mafia que incluye matones, empresarios y policías. Pero el tipo no arruga: enfrenta a la mafia apoyado por su esposa obrera y por un negro y sacude la modorra de otros camioneros, acostumbrados a ceder. Si tuviera un marco ideológico más definido que su desobediencia civil o participara de una organización, Carrol Jo sería como el sindicalista que va de pueblo en pueblo formando células, y cuyo ejemplo empuja a los trabajadores hacia adelante. Pero no tiene nada que ver con esta tradición política: es un tipo que se involucra porque algo funciona mal, y si funcionara como corresponde entonces no tendría que hacer otra cosa más que conducir, que para eso tiene su camión.

El hombre solo que cree en la verdad y se niega al acomodo está justo enfrente del grupo de garcas ricos que se reúnen en un jacuzzi o un campo de golf. La desigualdad favorece lógicamente la percepción del heroísmo. Al borde de la creación de un sindicato, es decir, en pleno triunfo del trabajo en equipo, los poderosos piden una reunión con los choferes, ya sin matones en el medio, vencidos en una pelea servida con música funk. Entonces tiene lugar el inevitable intento de seducción del rebelde. Carrol Jo ni se inmuta. Y dice: “No queremos la intervención del estado ni de las grandes compañías”. No hay mejor manera de decirlo. Queremos hacer lo que sabemos hacer en las condiciones adecuadas de independencia, retribución y legalidad. Ese es el punto. La película está totalmente dirigida a poner a prueba la resistencia del héroe y a premiarlo con el reconocimiento de la comunidad de familias que lo esperan al final en la puerta del sanatorio. El hijo que su esposa pierde tiene su compensación en esa gente que ocupa el plano como pequeña multitud, y que es a lo máximo que puede aspirar un representante (o un delegado, para usar una palabra del sindicalismo) en un mundo tan chico y tan del Oeste como el de Carrol Jo. En fin. Acá van algunas glorias de White Line Fever: las escenas de ruta, la catarsis de clase, los siete mil doscientos zooms, la influencia que ejerció sobre Tarantino, que la vio y la volvió a ver para filmar su fabulosa Death Proof, y el pétreo Jan-Michael Vincent, que en el último plano de la película (un plano-póster) nos despide así:

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